Por Gustavo Díaz Arias* – Para Diario Cuarto Poder. Entrevista a la escritora, poeta y ensayista tucumana María Belén Aguirre, ganadora del concurso de Poesía 2020 del Fondo Nacional de las Artes. La joven tiene toda una trayectoria y compromiso como gestora cultural.
—¿Cuál fue tu primer contacto con la literatura?
Mi primer contacto con la literatura data de mi etapa analfabeta, a los cuatro años. Un contacto visual, un amor a primera vista con dibujitos de una Biblia para niños que mi madre nos había regalado a mi hermana y a mí. Era un libro precioso, ¿sabés? Un objeto dorado. Resplandecía en el estante superior de la biblioteca que hacía las veces de tabique y separaba nuestra pieza de la de mis padres. Yo amaba ese libro y amaba esa pared de juguete, que nunca tocaba el techo de la casa- escuela, de la casa- cementerio, de la casa- casa. Y amaba también la cortina azul que, franqueada por el viento, era una puerta de tela, una abertura no blindada hecha a prueba de buenos modales o de bestialidad. Una puerta de tela, una intimidad siempre en estado de fragilidad.
Era una salvaje por entonces. Me gustaba trepar la biblioteca tal como se trepa a un árbol, y espiar el otro lado. Mirar en picado la cama matrimonial donde había sido concebida y parida. Y oír, sobre todo oír, lo prohibido. Me reconozco voyeur. Me reconozco una espía de lo humano.
Pero volviendo a la Biblia…adentro había un mundo que narraba el origen y presagiaba un futuro ominoso de ciencia ficción, de fantasía siniestra. Recuerdo que la desnudez de Eva y de Adán me avergonzaba, los miraba de soslayo, con un pudor ajeno. Creo que ahí nació todo. La empatía. Mi pie en el zapato del otro, sobrándome, ajustándome o ahormándose. Mi pie en la huella. Sí, creo que ahí nació todo; y que la naturaleza visual del texto marcó también mi destino guionado por Dios (si existe como creo).
Pero volviendo a la Biblia…leíamos los dibujitos, conjeturábamos… Después mi madre, al volver de la escuela donde enseñaba, nos leía; recién ahí nos caían del todo las fichas. Pero nada nos quitaba el placer sagrado de haber imaginado una historia apócrifa.
—¿Esto de convertirte en escritora fue algo que habías planeado desde chiquita, o de pronto, en alguna etapa de tu vida te sorprendió?
—No creo que en mi caso haya sido un plan trazado conscientemente; al menos no en mi infancia. Después sí, claro, con una convicción que a veces me asusta a mí misma. Yo quería ser otras cosas. Quería ser doctora, curar a la gente. Recetar remedios, hacerlos abrir la boca y mirarlos por dentro. Recuerdo, a propósito de ese fracasado anhelo, mi primer gran papelón con el lenguaje. Estaba recetando un jarabe a un vecinito mayor que yo, y escribí: “sapera” en lugar de “sopera”. Comenzó a matarse de risa en mi propia cara. No te das una idea de lo mal que me sentí, de lo absurda; quería que la tierra me tragara. Ahí dejé de jugar a la médica. Pero yo quería ser otras cosas. Quería ser electricista, carpintero; desarmaba todo y después no me acordaba cómo se reconstruían las cosas rotas. Bueno, quizás de eso se trate también la literatura, ¿no? Una operación estética de alto riesgo. Algo del mundo convencional se destruye en el acto mismo de crear uno nuestro.
En definitiva, creo que uno deviene lo que es. Algo así como un engendro híbrido, mezcla de fatalidad esencialista y de concurso posterior o, en el mejor de los casos, simultáneo de la voluntad. En el medio está uno sucediendo, acaeciendo. Me gusta pensar la vida, la literatura, el arte como la constatación espiritual y esotérica de algo que, sin embargo, no siempre comprenderemos. Tal vez los demás sean los portadores de nuestra propia verdad. Tal vez el amor al prójimo sea la llave para saber quiénes somos. Tal vez, quién te dice, seamos la construcción de aquellos que han sabido con esmero amarnos, con esmero odiarnos, con esmero ignorarnos, declararnos occisos antes de la hora y enterrarnos vivos.
—¿Qué es, y cómo nace la Biblioteca Parlante Haroldo Conti?
—Qué es o qué era. Ya está desapareciendo. Ya los audios que grabamos durante más de 15 años se están borrando por decisión de YouTube. Pero no siento nostalgia. Creo que lo grabado, grabado está y para siempre en los oídos de un imaginario colectivo tucumano, argentino y también latinoamericano. Un imaginario insondable para mí. Los otros días, sin ir más lejos, me escribió un hombre de Buenos Aires; se reprochaba no haber descargado los audios. Me contó que su familia tenía por costumbre escucharme en la cocina de la casa. Me dijo textualmente: “Tengo una sensación de duelo”. Yo le di el pésame por un muerto que era mío. Me dolió por él, por su familia. Me dolió por las personas que no tienen acceso a bienes culturales. Yo misma, de no haber sido por la colaboración incesante de mi entrañable amigo, el músico Pablo Lazzarano y de su compañera María Virginia Gallo, no habría leído libros carísimos que ellos compraban y escaneaban para mí, para nosotros, para todos. Pirateábamos, sí. Y a mucha honra. Después subíamos los PDFs para su descarga gratuita, los grabábamos, los regalábamos en la calle en formato CD o DVD, entrábamos en bandada a los hospitales, al Mercado del Norte, a la Vieja Terminal, a donde sea que hubiere un vestigio de humanidad. Nos multiplicábamos para hacer de un pan, los panes.
Hemos trabajado mucho. Nos hemos cansado mucho. Pisotearon nuestro trabajo más de una vez en la calle. Son testigos mis compañeros de proyecto. Aquí mi corazón se detiene para mencionar con inmensa gratitud a dos seres inmensos: la bailarina Sylvia Seú y el fotógrafo Daniel Burgos. La policía nos descolgaba el material impreso e intervenido por artistas visuales; aquí mi recuerdo lleno de ternura hacia el también poeta Marcos Bauzá. Marcos, el panamor. Y a mi queridísimo amigo Fernando Ríos Kissner, ese ser de luz incesante. Una cabeza (un alma) de vanguardia. Los tucumanos tenemos el deber de reconocer, alentar y cuidar especialmente a seres como él. Fer ha sabido ser más fuerte que yo. Eso me hace feliz. Él supo y sabrá sobrevivir a las catástrofes. Quizás a través de esta entrevista pueda abrazar a todos los que incluso no estoy nombrando.
Me duele, claro, también por todos aquellos artistas que donaron su tiempo a la Biblio. Artistas maravillosos, de una generosidad inédita, como la de nuestra querida escritora Inés Corton. Ella leyó mano a mano conmigo. De ella son Ezequiel Martínez Estrada, Roberto Arlt, Santiago Davobe, Abelardo Castillo, Roberto Bolaño, y tantos que ya ni me acuerdo. Mano a mano. Inés grabando y yo editando, porque ninguna de las dos contaba con las condiciones materiales que requiere un proyecto de esta índole. Al silencio había que esperarlo. El silencio viene de noche. Entonces había que pactar con el insomnio (como en mi caso), o con la madrugada (como en el caso de Inés).
Por mi parte, he seguido grabando. Secretamente, como si de una criminal se trata. Tal vez algún día me atreva a mostrar todo ese nuevo material. El tema de los derechos de autor es delicado. Los editores, a veces con mayor celo que el de los propios autores, te obligan a transgredir la ley. Ellos apologizan a su modo desde la mezquindad. La literatura y el mercado no conforman un próspero y feliz maridaje. El perjudicado siempre es el pueblo. Los círculos se cierran, incluso cuando a la vista pareciera todo lo contrario. Vivimos en un estado de alucinación cultural. Nada calma nuestra sed. Nada es agua de Verdad. Estamos ahora mismo inmersos en la dopostoria anunciada tristemente por Pasolini, el gran gurú del siglo XX. “La vulgaridad es lo primero que se expande”, decía en su Divina Mímesis.
Y en medio de la confusión general, hemos perdido a grandes e insustituibles referentes de nuestra cultura. Me angustia eso. No es carencia de fe. Es el sabor agridulce que te deja en la boca la palabra adiós. No volverán. Creo, sin embargo, en las nuevas generaciones; en esas nuevas vitalidades.
Y algo más: La Biblio será siempre invaluable para mí, porque a través de ella conocía a seres maravillosos como vos, ¿te acordás? Un flechazo en el cuore sucedido en plena de la Peatonal Muñeca durante un tendedero literario. Te vi entre cientos de poemas colgados. Te vi, te vi, te vi…yo no buscaba a nadie, y te vi.
—Te sigo porque sos una escritora que me cautiva. Siento que tus palabras, pasan por todas las emociones que residen en el estómago, tocan el corazón, y después de atravesar el alma, recién llegan a nosotros. Entonces podrías abarcar cualquier temática, y todo es profundo, armonioso, perfecto. ¿Cómo es María Belén Aguirre cuándo se sienta a escribir? ¿Cuándo escribe? ¿Por qué? ¿Para qué y para quién?
—Antes que nada, gracias por todo. Desde que nos conocimos, nuestra amistad, nuestra mutua admiración, no ha dejado de crecer.
A ver…Cuando María Belén se sienta a escribir no sabe nada. Es mucho menos que una hoja en blanco y una lapicera negra en la mano derecha. Es un previo estado de meditación para intentar reunir la diáspora de sí misma, y recién ahí intentar un acercamiento a la palabra. Ella se chanta los auriculares y el mundo se suprime. A veces me atemoriza la idea de no volver a verla. La inmersión es profunda y puede durar muchas horas, o apenas un par de minutos intensos. Nunca se sabe
Cuando María Belén se sienta a escribir intenta recordar lo anterior para no repetirse. Pero el Yo persiste. El Yo es un defecto llamado estilo. La estilización, en cambio, es la etapa primitiva del estilo. Hay poetas que no logran traspasar esa puertita, y el resultado es devastador. El precio de tal impotencia es transformarse en la parodia de sí mismos.
Por eso cuando María Belén se sienta a escribir, sabe y no sabe. Da una vuelta manzana por su cabeza, y más de una vez dice: “Hoy me conformo con haber sentido a la poesía revolotear en torno a mí. Hoy he sido a la vez Kinski y la mariposa seduciéndose. Hoy no escribí. Pero al menos la Belleza no me ha temido”.
No, no siempre se escribe. No, al menos, de un modo convencional.
Escribo muy de mañana. En esa hora incierta que va desde la oscuridad de la noche a la salida del sol. Todos los días a las cuatro y media de la mañana y hasta las 11 y media. Me gusta ganarle al gallo de mi vecino y al verdulero del carrito a tracción a sangre. (Mensuro la literatura en grados de intensidad. De esa manera el tiempo cuantitativo se relativiza). A las cuatro y media, mi respiración y el tic tac del reloj son conmigo una sola cosa. A veces escribir es imaginar que lo hemos hecho. Hacerlo es la felicidad.
Escribo porque nadie me obliga a hacerlo. Escribir es el acto a través del cual articulo mi libertad. Si me obligaran a hacerlo, sencillamente me negaría. Diría como el Bartleby de Melville: “Preferiría no hacerlo”; y me apoltronaría hasta secarme en una silla bajo el sol.
Escribo para ser a mi vez el demiurgo de otros seres. Esos seres, a veces, son mi propio yo extrañado. Todos mis yoes. Todos mis tiempos. Y la filtración de la otredad a través de mí. Yo, el vehículo. Yo, el médium. Yo, la muerta. Yo, el deudo.
Ahora escribo para después, para después de mañana. Escribo para una niña que acaba de nacer. Se llama Irina. Ella es la hija de María Virginia y Pablo, de quienes ya te hablé. Escribo para ella, para cuando aprenda a leer. Ella es cifra del futuro.
(Es importante aclararte dos cosas.
Una: Yo ya no estoy. Aquella que viste la última vez, aquella con la que compartiste un café, ya no existe. A lo largo de todos estos años me he abocado pacientemente a desaparecer. Tu voz al nombrarme ha invocado a mi espíritu, y aquí estoy. Tan desesperada es mi búsqueda de ausencia que desde el 2017, con La Impropia, mis libros están mayormente escritos en pasado, como referenciando un vacío.
Dos: De un tiempo a esta parte mi paz estriba en no ser leída. Me daña. Me desacomoda. Me perturba. Hay algo de predominantemente secreto en todo lo nuevo que he escrito. Mi yo se abisma hacia adentro, rueda por el despeñadero como una piedra chica que al caer no hace ruido. Necesito imperiosamente la paz de la inexistencia. Pero vos venís. Me decís: “María Belén”. Vos venís. Vos. Y el cariño que te profeso, me resucita por un ratito).
—No leí todo lo tuyo, apenas trece de tus libros. Creo que el más pequeñito y muy intenso es ’El Pater’, amé ‘Islandia’, quedé cautivado con ‘Las Tuberculosas’. Siempre que te leo, entre líneas, está el amor y el desamor. ¿Qué hay de cierto en esto?
—Vos ves amor porque tu sino es amar. Yo parto del final, del desamor y desde allí -en retrospectiva- pienso el amor como un objeto filoso. El amor está, claro, existe. Pero no es mi tema convocante. El amor se camufla, se mimetiza entre los seres y las cosas. El amor es siempre un terror que no logro del todo vencer. Es una aversión repleta de deseos.
—Sos la ganadora del Premio Nacional de Poesía, del Fondo Nacional de las Artes 2020 por tu libro ‘Siamesas’. ¿Qué significa ese premio en tu vida?
—Para serte franca y sabiendo que me comprenderás mejor que nadie: Ese premio para mí no significa nada. Es valioso para quienes me aman. Y, desde esa perspectiva, es mi ofrenda para ellos.
Agradezco el premio. Es un reconocimiento que alienta más a los que me rodean que a mí misma. Nunca he dudado de este don. Pero el don necesita de humildad para seguir creciendo. El mundo es un obstáculo para el don. El mundo distrae, obnubila, enceguece, te chamuya, te enreda en dulzuras. Por eso después de contarte todo esto, volveré a mi clausura. La necesito. La necesito.
—¿Cómo te afectó la pandemia?
—En lo personal, todo ya era clausura en mí desde hace más de siete años. En ese sentido no noté la diferencia. Sí en la forma en la que el tiempo catalizó el Mal. El Mal está brillando con luz propia. Eso me aterra. La catalización, la forma vertiginosa con que el Mal articula su modus operandi. Pensaba en Lucía, la niña lulense de cuatro años vejada, mutilada, incinerada y esparcida. Pensaba en ella (no puedo, no quiero, no debo quitármela de la cabeza). Pensaba en ella y me decía: Quizás, de no haber existido esta pandemia su infierno se hubiese extendido por muchos años más. Quizás hasta hubiera alcanzado su mayoría de edad, vejada, ultrajada por todos para luego morir de igual manera. Pienso que la pandemia acelera los tiempos del Bien y del Mal. Pero más los del Mal. Porque el Bien se ha vuelto dudoso, esquivo, impreciso. El Mal es más contundente e impune. El Bien brilla poquito. Pero qué alivio tan inmenso es saberlo existente.
Desde el punto de vista literario, comprendo la necesidad de los autores por dar cuenta documental, indicial se diría, o ficcional del fenómeno. Pero me asusta la literatura de efemérides. Es preciso no sucumbir ante las tentaciones epocales. Eso podría severamente aplanar la potencialidad de las artes, el pensamiento crítico y sensible.
Hay un más allá dentro de cada hacedor. Un más allá que podría salvarnos de la masificación de la que estamos siendo víctimas. Esto no niega la realidad, la reubica, la resignifica. El yo purificado de cada cual en comunión amorosa con el otro, eso anhelo cuando pienso en esta peste.
—¿Cuáles son tus proyectos?
—Ya desde antes de Siamesas venía trabajando en el segundo período de mi obra: “Las diecisiete criaturas de la desgracia”, de las cuales Siamesas es dos de ellas. Dos en una. Inmediatamente después del premio, y un poco movida por la superstición de la impotencia, escribí una nouvelle en verso llamada “Ubi sunt” y “Pater dixit”, aquí puntualmente exploro el esoterismo como atmósfera literaria. Quisiera responderte por “El Pater”. Contarte que el tópico del padre atraviesa, de una y otra manera, toda mi obra (de cuya cantidad he perdido ya la cuenta). El Pater, esa figura contundente y rectora en el derecho romano, opera desde la ausencia y está atomizado por todas partes. Uno podría incluso antologizar al Pater. “El Pater” nació como una plaqueta de poesía en 2012, luego se transformó en libro en 2014. Y ahora vuelve, siete años más tarde, bajo el título “Pater dixit”; una comunicación que mantuve (gracias a Miguel, un médium espiritista) con mi padre, fallecido hace 20 años en un accidente de tránsito, tragado por una rastra cañera.
He trabajado mucho en la Trilogía de Gualandi (compuesta por el ya mencionado “Ubi sunt”, “El vuelo de los yacos” y “Cartas de un mancebo desde la cárcel de Saló”).
Actualmente estoy abocada a la compilación y edición de poetas argentinos contemporáneos. La colección se llama INASIBLES. Allí, como casi siempre, seré mi propia rata de laboratorio. La idea es empezar con la publicación de “Lo que podrías haber amado”, un libro que terminé de escribir en mayo de este año. Un artefacto cultural rarísimo, de cuya factura disfruté muchísimo. Ese sería el primero. El segundo, es “Bestiario de los médiums”, del poeta Eugenio López Arriazu, el tercero “Servicio meteorológico”, de la poeta Alba Muría y el cuarto (de título aún no definido) un poemario de nuestra adorada escritora Inés Corton. Y así de a poquito hasta abarcar la vasta geografía de nuestro país.
Hace un par de días terminé el poemario “El consuelo de los tontos”. Ahora estoy escribiendo “La elegancia de desaparecer”. Todos bichos literarios extraños. Seres no necesariamente queribles. Seres sinceros. La sinceridad no siempre despierta adeptos de amor incondicional. La misión de la sinceridad es espantar a lo falso. En esas lides andamos ella y yo.
—Tres recomendaciones: un corto, un libro, un escritor o escritora y una canción.
—Todo y nada. Lo que deba llegar a vos, llegará en forma de satori.
Pero ya que me puntualizás, te digo:
Un corto: “Futuro limitado”, Werner Herzog.
Un libro: “Las malas”, Camila Sosa Villada.
Un escritor: Lucas Gómez Cano.
Una escritora: Susana Gianfrancisco.
Una canción: El Fantasma – Árbol.
*Entrevistador y escritor.