La muerte de Miguel Ángel Estrella, a sus 81 años en París, no deja el piano mudo, al contrario, las notas se multiplican infinitamente en el cielo. Para homenajearlo decidimos hacerlo con su propia voz, en una entrevista realizada en 2005 por el periodista Luciano Núñez.
La entrevista que reproducimos a continuación fue publicada en el suplemento literario Caballo Verde, editado por Diario El Siglo en 2005. Su autor es el periodista tucumano y actual director del Grupo Pirámide, en Cancún, México, Luciano Núñez.
Núñez realizó esta nota en casa de la actriz Rosita Ávila. A continuación transcribimos este valioso diálogo con el gran artista:
Miguel Ángel Estrella: “Cuando cierro los ojos y toco el piano, es como si hablara y contara”
Por Luciano Núñez*
Tucumán. Argentina. En la intimidad, cuando traspasa la frontera tucumana, es más conocido como Chango. Su mamá le decía Conejito y lo llamaron el Chango Estrella dos años en la cárcel de Uruguay. Durante los dos años de residencia se autodenominó doctor Negrete y el vasto mundo de la música lo conoce simplemente como Miguel Ángel Estrella.
Desde otra perspectiva es el creador de Música Esperanza y, para su prima, la actriz Rosita Ávila, es Ñañu. Cerca de las 13, después de una conferencia de prensa en el Salón Blanco de Casa de Gobierno, “te espero a las seis en lo de Rosita”, acuerda.
Puntual a las seis de la tarde, un Estrella con el mate en las manos, no ha terminado aún una larga charla con el secretario de Cultura, pero a quien también va a escuchar es a Pablo, uno de los hijos de su fundación, Música Esperanza, que ya tiene 18 años y se recibió como músico social.
En pocas horas sale su vuelo, porque así es la agenda de este tucumano reconocido en el mundo y embajador por la Argentina ante la Unesco. Por eso apura la entrevista: “Metele negrito que tenemos media hora”.
—¿Por qué en esta casa?
—En esta casa –a dos cuadras de la plaza Independencia- cuando éramos chicos se hacían las fiestas más lindas, la madre de Rosita daba mucha importancia a los niños. Hacía fiestas con títeres, con cosas que, para la clase media baja de aquellos tiempos, como era mi familia, no existían. Había chocolates, ricas tortas, disfraces. En la adolescencia hicimos una amistad muy fuerte con Rosita, y era una de mis más grandes cómplices. Es de las pocas que cuando estuve preso, me escribía. Con Rosita y otros adolescentes de los 50 creamos en el Gymnasium el primer teatro independiente que era el Teatro Gymnas, a mis 13 años me acuerdo de Raúl “Ruly” Serrano, Rolo Maris, Roberto García, adheríamos a utopías de ese género.
—¿A qué se debe esta visita?
—Siempre vengo a Tucumán. Estaba la invitación para la celebración del 9 de Julio. Alguna vez debo habértelo dicho, en mis sueños siempre aparece Tucumán: un rincón de la casa en donde nací, las baldosas del lugar en donde tenía el piano, los personajes de mi infancia, algo parecido sucede con Vinará, Santiago del Estero, que fue allí donde pasé mi primera infancia.
—¿Hasta qué edad estuvo en Tucumán?
—Hasta los 18, en la calle Alberdi 340; con esa casa sueño todas las noches, y con el Gymnasium.
—¿Cómo son los sueños?
—Preso (fue secuestrado en diciembre de 1977 en Montevideo, en pleno Plan Cóndor) soñaba con mujeres… En uno que no olvido, seducía a Barbra Streisand.
—Nada… sobre todo para un preso.
—¡Nada! Trataba de conquistarla, yo latin lover tucumano; levanto la mirada y veo a mi madre en el patio de mi casa, rodeada de barrales y plantas, después a mi mujer de espaldas cantando –ella ya había fallecido-. Fíjate: era el cuerpo de ella, el pelo hermoso que tenía, pero la voz que se oía era la de Mercedes Sosa, así que no engañaba a mi mujer delante de ella (risas). Y mi madre con la mirada me decía: “quédate con lo tuyo deja de andar con extrañas”. En otro sueño, por ejemplo, estaba en una reunión de los Derechos Humanos con personalidades como Mitterrand, en Estocolmo, necesitaba orinar y me veo en el baño de mi casa…
—¿Dónde está la raíz de su compromiso social? ¿Dónde nacen esos rastros?
—Son genes de mis viejos. De personas como mi abuela, que tuvo trece hijos, pero cuando veía que algún niño “tenía rasgos de la familia”, ella se dirigía a alguno de sus hijos para decirle: “ese hijo tú lo has hecho; reconócelo”. Y si le decían que no, lo reconocía ella. Era una mujer que se sentaba a la puerta de su vivienda en Vinará y al que pasaba le invitaba agua fresca de un cántaro, lo que era raro en esas soledades santiagueñas.
—Su madre…
—Ella nos paría en Tucumán, pero con convicción nos decía: “Yo los venía a parir acá porque soñábamos con tu padre que nuestros hijos pudieran ir más allá de lo que fuimos nosotros”. Mis padres eran intelectuales autodidactas. Con su “titulito” de maestra a los 16, mi madre comenzó a trabajar en los caseríos santiagueños y se aprendió todo Amado Nervo, Leopoldo Lugones; recitaba muy bien. Era una actriz frustrada y decía: “Elegimos Tucumán porque era la capital del NOA y había una Universidad que les permitiría progresar. Pero la primera gran capital que conocí en mi niñez fue Las Termas de Río Hondo.
—¿Cuándo vienen a Tucumán?
—En los 40 –nació en el 38- Cuando íbamos cumpliendo 7 años hacíamos la escuela acá. Mis padres compraron la casa en la que viví hasta los 18 años, con un préstamo. No había dinero, pero era una casa muy abierta, venían intelectuales del sur, de Buenos Aires, La Plata, como Javier Villafañe; nos enseñaban a hacer títeres y los fines de semana íbamos a hacer títeres en el campo donde los chicos nunca habían visto uno, yo rasgaba un poco la guitarra. Es en este tipo de actividades que los viejos nos alentaban. Porque también mi madre que trabajaba en el ingenio La Florida, se iba muy temprano en la mañana, y cuando veía chicos de familias numerosas en riesgo (incesto) los traía a casa a vivir, y decía: “Ellos van a ayudar, pero van a estudiar”. Siempre en la mesa éramos trece, catorce; comidas simples, puchero todos los días, sopa, ensalada, mi viejo, además de la librería, hacía huerta, siempre había verdura.
—Guisos también, seguro…
—Guisito, con fideos y con verdura, por ejemplo. Después, en lo social, tuvo mucho que ver el Gymnasium, en el que entré en 6° grado, y creo que fue un experimento de escuela secundaria universitaria del peronismo, pero ahí no se hablaba nunca de política. Nos enseñaban a tener conciencia que éramos criaturas de la sociedad civil y que teníamos derecho a hablar y votar. En el precario local de calle San Martín hacíamos un diario que se llamaba El Chasqui; teníamos 13 años y con una petulancia increíble, analizábamos la situación de la provincia, de la vida gremial… Otra característica del Club Colegial, era que para ser presidente debía hacerse campaña; formular propuestas. Yo fui dos años presidente.
—¿A qué maestros debe su orientación a la música? ¿Dónde se produce el “clack”?
—Lo tuve a los doce años porque mi padre me llevó al primer concierto sinfónico en el Teatro San Martín. En el Gymnasium, en la época de gloria de Tucumán, traían grandes pianistas de aquellos tiempos, de los años 50, para dar clases en Tucumán. A mí me daban permiso en horas de clase para salir a escuchar los ensayos y las clases de los maestros que hablaban en inglés, francés; yo nada entendía.
—¿Cómo fue el momento de deslumbramiento?
—En un concierto del San Martín había una mujer polaca que tocó el Concierto de Mi Menor de Chopin y a mí me volvió loco, a mi papá lo dejé con moretones en los brazos porque le decía: “Eso quiero ser, eso”. Mi madre insistió a un profesor para que me escuchara; improvisaba y tocaba folclore, porque de chiquito en Vinará era el bailarín, el malambero, el cantor de la aldea. El profesor le dice a mi mamá: “Estoy harto de las mamás que creen que tienen a un Mozart en la casa”. Mi madre era brava y le dijo con tonada santiagueña: “Ió no le estoy diciendo que tengo un Mozart, sino que es un chico que parece que tiene condiciones”. “Bueno, tráigalo”, contestó.
—Y ¿Qué pasó?
—Me pone una partitura de Bach; para mí era chino, ni siquiera básico. Le digo que no sé. “Dice tu mamá que tocas el piano”, acotó. “Sí –le dije- cualquier zamba de Atahualpa Yupanqui. ¿De quién? Atahualpa Yupanqui. Y toqué “Viene clareando”, dijo: “Buen sonido, de artista. Pero no sabes leer, no puedes tocar cosas sencillas de música clásica”. “No puedo leer, pero le puedo tocar El Capricho Italiano, de Tchaikovsky”.
—Lo había, como se dice acá, “espiado”?
—Sí. Empecé a tocar y me paró a los ocho compases; me dijo: “es un desastre”. Entonces se sentó en otro piano y me hizo una prueba de audio-perceptiva; si sabía reconocer las notas, los acordes y yo le reproducía todo en el otro piano. Le reconoció a mi madre que tenía razón: “Este chico nació para hacer música, pero mándelo a Buenos Aires”.
—¿Se fue?
—En esa época, en mi familia había un “consejo” en donde se reunían a hablar de los problemas familiares, de las alegrías, de los salarios y de los niños. Mi madre lo planteó en una cena (los chicos comíamos en el jardín). Yo estaba jadeante, esperando que me digan viajas a Buenos Aires la semana que viene. Cuando terminó eso mi madre me dijo: “Mi Conejito va a ser pianista, pero no ahora; tiene que esperar”. No lo puedes entender a esa edad. Ella me consolaba: Estás en una edad que no es fácil. Necesitas mucho amor y un entorno familiar que te haga devenir hombre con tus hermanos”.
—¿Fue una decisión sabía?
—Creo que sí, no lo entendí, claro, pero después de adulto se los agradezco. Ella me había dicho: “Mira, queremos que seas toda tu vida un chico del Norte” y yo sigo siendo un chico de aquí. A veces me sale del alma decir: “¡Cómo me gustaría que en Tucumán sepan esto!” Como cuando me pasan cosas hermosas, por ejemplo, construir la Orquesta para la Paz en Medio Oriente y verme rodeado de Premios Nobel, en Jordania la vez pasada.
—En el cuento de Cortázar, “La reunión”, el “Che” siente que un cuarteto de Mozart contenía el dibujo de sus ideales ¿Cómo siente la música cuando está frente a un piano?
—Está lleno de imágenes. La más grande maestra que tuve, Celia de Bronstein, en Buenos Aires, con un castellano refinadísimo y evocador, en cada frase que tocaba, cada nota me preguntaba: “¿Qué ves ahí, hijo?” Cuando yo no encontraba la forma de expresarlo, ella me decía: “Eso es palpitante, eso es secreto, eso es tierno, es amor”, y me acostumbré a construir todas las obras en base a tener no solo el conocimiento de cómo construyo a Bach, Brahms, Chopin, sino las palabras para decirlo. Cuando cierro los ojos y toco el piano, es como si hablara y contara.
—¿Quiénes son sus personajes?
—Tal variación de Brahms es mi madre; otra es el amor que tuve en mi vida que fue mi mujer Marta –fallecida en 1975- y aparecen personajes, entonces toco para ellos, que a veces no están en este mundo, pero que siguen viviendo en mi corazón. No pienso en otras cosas, porque es una concentración afectiva, una vez que dominas la técnica, te entregas a hacer música con el corazón. Sí, puedo pensar en el Chopin revolucionario que quería que su pueblo fuera libre. Porque tal cosa es el vigor de la lucha, o la sensualidad más profunda. Cuando hablas con el corazón sale todo eso, y las obras están montadas con imágenes.
—Qué curioso que Cortázar ponga a Mozart en las imágenes del “Che”…
—Cortázar era muy melómano, me acuerdo que hay programas que he hecho en París por pedido de él: “Toca tal cosa”, como La Gran Sonata de Franz Liszt, él tenía veintitrés grabaciones diferentes; lo recuerdo en una sala de París parado, aplaudiendo con su enorme humanidad y sus enormes manos, hay una foto de él que me emociona cada vez que la veo. Porque quería una versión argentina, me decía: “Eres un hombre de la Argentina profunda, no eres porteño, de la gran ciudad”. Era un ser de una ternura y una bondad de no creer; como nunca conocí. Yo lo amé y lo sigo amando.
—Muchos de sus “personajes” ya no están.
—Me gusta hablarles a mis muertos como a Jesús, y es como si tuviera respuestas de ellos. Miro una foto de Nadia Boulanger (una maestra de Francia, la misma que lo fue de Astor Piazzolla), o la de Marta que están frente al piano, les pregunto: “¿Te gusta?” Y me parece que me dicen: “Todavía no, sigue”. O a veces me dicen: “Excelente”, y con Julio también, tengo una hermosa foto de él… (La cárcel: ya han pasado más de cuarenta minutos. Estrella clava sus ojos verdosos en cada respuesta. Deja en el inicio de cada anécdota una mirada intimidante, de animal prehistórico, que de a ratos acompaña con una sonrisa norteña. Le fascinan las anécdotas por más desgarradoras que sean, como las de la cárcel: como cuando lo amenazaban con cortarle las manos con una sierra eléctrica. Como cuando enseñaba música a través de las paredes a sus compañeros de prisión. (…) Es un gran narrador. “A él le encanta hablar”, susurró su prima.
—¿Qué le ayudó a mantenerse en pie en su detención en Montevideo?
—La esperanza. Mis compañeros me decían: “Te vas a volver loco en prisión, porque vives como si estuvieras en un bar”, y les hablas a los guardias, no te humillas, por eso te viven sancionando, porque ellos te obligaban a hablar mirando al suelo. Primero estuve dos meses desaparecido; yo les dije cuando me despedía a mis dos hijos, que eran chiquitos; “Papá va a volver a casa bien pronto, no se asusten”. Y en la prisión, cuando me torturaban y me decían: “Montonero hijo de puta ¿Qué crees que porque te llamas Miguel Ángel Estrella alguien mueve un dedo meñique por ti en el mundo?, nadie. Estás solo con nosotros y deja de rezar porque aquí Dios somos nosotros. Somos dueños de la vida y de la muerte”. Cuando me gritaban eso yo oía la voz de Marta –muerta ya- “Eres miles, hombre mío”. Y era cierto, el hecho de ser norteño, de creer en lo maravilloso, que pueden pasar cosas, que hay signos en la vida, me mantuvo.
—Tiene una gran capacidad para estar cerca de la gente… ser su apoyo.
—Trato de no ser un bastón, no siempre lo logro porque la vida está llena de escollos. Cuando eres un bastón, no ayudas a que alguien camine solo, a que se pare sobre sus plantas. Como Pablito, (que esperaba su turno para estar junto al que llama Tío), un niño de “La Bombilla” –un barrio marginal- que era un “pícaro”, al que hicimos enamorarse de la guitarra a los 9 años. A los 14 entró en el Conservatorio; imagínate lo que es para un niño de un asentamiento precario; para su promoción personal, la de su familia y la de su barrio, que ingrese al Conservatorio.
—¿Cómo fue eso?
—Me dijo a los 14: “Yo quiero tocar la flauta”. Conseguimos una en Bruselas –todo vía Música Esperanza- y, a los 18 años, ingresó a la Tecnicatura de las más altas que tenemos musicalmente en la Argentina, que es la Escuela Superior de Música en Tilcara. Ahora es un egresado con el título de músico social y es el que se va a encargar de un programa: “La voz de los sin voz”. Con músicos como él, con los emergentes más talentosos de Latinoamérica haremos una muestra en París y en muchas ciudades europeas en diciembre de 2006.
—¿Por qué lucha en la Unesco?
—Por darle prioridad a la batalla contra la pobreza, por los Derechos Humanos y la dignidad de todos; porque no se excluya a los pobres; porque la cultura no sea un marketing. El mundo está invadido de subculturas que dañan al ser humano, porque ensucian el alma y no dejan más que mugre.
Entrevista realizada por Luciano Núñez, publicada el miércoles 20 de julio de 2005 en Caballo Verde – Homenaje a Pablo Neruda, suplemento cultural del diario El Siglo, de San Miguel de Tucumán, con la producción fotográfica de Rubén Suárez y el diseño y diagramación de Pablo Lesnik.
*Luciano Núñez, es un periodista tucumano radicado en México. Dirige la página de noticias www.grupopirámide.com.mx. En Tucumán trabajó en el diario El Siglo y fue artífice de brillantes entrevistas en el suplemento literario Caballo Verde.