Eran violentos y muy ambiciosos. Atacaron a Marc Schiller, un argentino que a los ocho años fue a vivir a Estados Unidos. Lo mantuvieron cautivo e intentaron asesinarlo, sin éxito, tres veces. La víctima se vengó, los denunció y fueron presos después de cometer su primer doble asesinato. La historia terminó convertida en una película protagonizado por Mark Wahlberg y Dwayne Johnson.
Es la historia de una odisea, con su costado trágico, pero una veta de humor involuntario y disparatado que lo tiñe todo de absurdo. En teatro sería una comedia dramática. En la vida real, fue un drama con visos de comedia. Lo padeció un argentino, Marc Schiller, que nació en 1957 y fue a vivir a los ocho años con su familia a Estados Unidos. Schiller fue secuestrado, torturado, despojado de todos sus bienes, sobrevivió a tres intentos de asesinarlo y terminó por acusar a sus captores y mandarlos a la cárcel. Él mismo fue a la cárcel por un delito menor. Las últimas noticias dicen de él que vive en Boca Ratón y que escribió dos libros.
A Schiller lo secuestró una banda de fisicoculturistas de Miami en noviembre de 1994, hace ya veintinueve años. Por ese puente ya pasó mucha agua, pero los entresijos de la historia son tan grotescos que ya en 2013 Hollywood hizo una película, Sangre, sudor y gloria, dirigida por Michael Bay y protagonizada por Mark Wahlberg y Dwayne Johnson, actores con músculos hasta en los párpados, que encarnaron a los cabecillas parte de la banda criminal.
La banda criminal estaba integrada, en la realidad y no en Hollywood, por unos palurdos tamaño catedral gótica, que condimentaron esta tragedia con su gigantesca torpeza, un idiotismo irreductible y una vocación por el fracaso que evitaron que Schiller muriera, pero que llevó a la muerte a otras dos personas.
La historia es esta. Pero antes, como en las pelis de suspenso, una digresión. Marco Denevi fue un gran novelista argentino. No muy prolífico, pero brillante. Allá por los años 60 armó un compilado de relatos cortos con su visión de hechos y personajes históricos, pequeñas obritas de teatro de un festival inexistente y textos firmados por plumas desconocidas, publicados todos en antologías y periódicos imaginario. El pequeño volumen se llamó Falsificaciones y es una joyita. En sus páginas, Denevi cita las doce hazañas de Hércules y desliza que el semidios griego, “como buen forzudo era un poco corto de entendederas”. Es un prejuicio, pera esta historia no hace sino validarlo.
Schiller, que nació en Buenos Aires en 1957, estudió en Estados Unidos y, licenciado en contabilidad y con un master en administración de empresas, trabajó en Colombia en una empresa petrolera de capitales americanos. Allí conoció a su mujer, Diana, y se casó. Tuvieron dos hijos. En 1989 se mudó a Miami, instaló su propio estudio contable con el que hizo una pequeña fortuna. En general las fortunas no son pequeñas, sólo cuando empiezan, y compró la franquicia de una cadena de pequeños restaurantes, especializada en sándwiches. Un hombre de empresa.
En 1991, Linda, su secretaria privada, le reveló que su marido estaba en problemas: no tenía empleo y la economía de la casa flameaba. ¿Podría él darle un trabajo? El marido de Linda era Jorge Delgado quien de inmediato se ganó la confianza de Schiller. Los dos armaron un dúo comercial ambicioso y decidido en el que esa confianza era pilar y sostén de la sociedad. Delgado, un cubano nacido en La Habana, era de cuidar su salud y sus músculos y habitué del gimnasio Sun Gym, en la zona de Miami Lakes, un pueblo del condado de Miami-Dade a unos veinticinco kilómetros al norte del centro de Miami.
El 15 de noviembre de 1994, Schiller cayó en manos de su secuestradores: nunca se enteró de nada, pero antes de aquella tarde fatal, la banda había intentado raptarlo siete veces, todas fallidas. En octubre, por ejemplo, habían planeado vestirse cono ninjas en la noche de Halloween, golpear la puerta de la casa de Schiller y, cuando saliera a atender, zápate, secuestrado Pero, por alguna razón nunca explicada, todo esto se supo luego en el juicio, toda la banda terminó la noche en un club de strippers. Se supone que como espectadores. Cada quien festeja Halloween como mejor le parece.
Otro intento los hizo vestirse de negro y con camuflaje militar, los tipos no escatimaban gastos de producción, y arrastrarse por el jardín de la mansión de Schiller para sorprenderlo cuando abriera la puerta, en principio a la hora de alzar el diario que le tiraba cada mañana un paper boy. Pero se asustaron porque un auto pasó un par de veces por una calle vecina y dejaron de lado todo. Ahora, cómo cuatro tipos vestidos de negro y camuflaje militar lograron huir en plena Miami de un vecindario lujoso y sin llamar la atención, es un misterio a descifrar en algún libro sagrado.
Otro día planearon sorprender a Schiller en su auto, cuando abandonara la autopista para encarar el camino a su casa. Pero se equivocaron de bajada y el candidato se desvió, como siempre, un par de kilómetros antes de donde lo esperaban sus frustrados secuestradores. Otro intento contempló la posibilidad de secuestrar a Schiller a la salida de una tienda de mascotas, donde el empresario compraba el alimento para sus perros. Pero a los secuestradores se les quedó uno de los autos en el que pensaban o bien huir, o bien transportar al secuestrado, y tuvieron que arreglarlo en la misma puerta de la tienda de donde salió Schiller sin sospechar que esos tipos inclinados sobre el capó de un auto, querían secuestrarlo. Si algún mérito tenía aquella banda de desgraciados, era la insistencia. Pero la insistencia sin perfeccionar, es estupidez sin estoicismo, aunque aquellos forzudos no parecían estar en condiciones de comprender una máxima ateniense.
Al fin tuvieron éxito, pero a lo bestia. Esperaron a Schiller aquel 15 de noviembre en el estacionamiento de su local gastronómico; le dispararon con una pistola Taser, lo atontaron, lo encapucharon, lo maniataron y lo subieron a una camioneta que enfiló hacia Hialeah, otra ciudad del condado de Dade, donde Delgado tenía un depósito. Schiller fue claro: ofreció todo lo que tenía, reloj, billetera, auto… “¿Qué más quieren?”, preguntó. “Te queremos a vos”, fue la respuesta.
Por supuesto, todo fue a peor. Pensaron en tenerlo secuestrado un par de días, y el cautiverio se extendió casi un mes. En ese tiempo, a Schiller le hicieron de todo: “Me dieron descargas con la pistola Taser, me golpearon, me azotaron, me quemaron con un encendedor o con sus cigarrillos; hicieron simulacros de ejecución, jugaron a la ruleta rusa con una pistola en mi sien -reveló en el juicio- Llegué a llamar a aquello, para mis adentros, ‘Hotel Inferno’”.
La comida en el “Hotel Inferno” era bien escasa, Schiller bajó más de veinte kilos durante su cautiverio; a los tormentos físicos, la banda sumó las amenazas de violar a la esposa de Schiller y matar a su hijo, de seis años, y a su hija, de dos. Lo que querían era una transferencia, en apariencia legal, de todos los bienes de Schiller, que aceptó cuando la tortura y las condiciones de vida se le hicieron insoportables. Pidió a cambio que dejaran en paz a su familia. Le permitieron entonces llamar a su mujer, a la que pidió que viajara con los chicos a su Colombia natal, mientras él cerraba unos negocios. Su mujer no denunció nunca la desaparición de su marido, le pareció normal en cambio que “cerrara unos negocios” sin aparecer por casa y viajó, obediente, a Colombia.
En los días que siguieron, Schiller firmo a ciegas decenas de documentos; sus cuentas bancarias en Suiza e Islas Cayman fueron vaciadas de sus depósitos de más de un millón de dólares y transferidas a paraísos fiscales; sus propiedades pasaron a sus secuestradores; toda la documentación fue hecha legalizar por el dueño del Sun Gym, John Mese, que había nombrado a Lugo como gerente de la empresa. La gente asciende rápido cuanto tiene propósitos claros.
Y Schiller, atado, cegado, con los ojos infectados, llagado y herido, empezó a planear su venganza. Pensó en que no iba a hacer la denuncia policial, al menos en principio, porque meses antes había estado bajo la lupa de las autoridades, sospechado de estafar al programa de seguridad social del gobierno de Estados Unidos. Seamos francos: en toda esta historia, gente de conciencia limpia, pero limpia, limpia, no hubo mucha. En medio de su desolación, Schiller cometió un error fatal. Había cavilado en quién podía saber tanto sobre su fortuna y pensó en Delgado. Y en medio de las torturas, reconoció la voz de Lugo. Ese fue un acierto. El error fue decirlo a los captores: firmó con ello su sentencia de muerte.
El secuestro, por el papeleo y los trámites de las transferencias, llevaba ya veinticinco días cuando el 10 de diciembre se firmó la última transacción: un seguro de vida por dos millones de dólares a nombre de la mujer de Lugo. Los tipos pensaban en todo. La teoría, más bien que mal, la manejaban; pero la práctica era otro cantar. Ahora se les planteaba un nuevo desafío: cómo matar a Schiller. El plan inicial, asfixiarlo y tirarlo al río dentro de un auto, no cuajó: el hallazgo del cadáver podía demorar días, semanas, lo que iba a retardar y enmarañar el cobro del seguro. De manera que pensaron en el viejo apotegma de la mafia: que parezca un accidente. Y de autos.
La banda obligó durante días al abstemio Schiller a beber alcohol y somníferos. El 15 de diciembre, Lugo, Weekes y Doorbal llevaron a Schiller atontado en una camioneta hasta el estacionamiento de su local de sándwiches. Lo aseguraron en el asiento del conductor, uno de ellos hizo que la víctima pisara el acelerador y estrellaron el vehículo contra una columna. Falló. Schiller seguía vivo. Rociaron el cuerpo del empresario con nafta y le dieron fuego con la esperanza de que la camioneta estallara, matara al tozudo Schiller y borrara toda huella del crimen. Eso también falló: antes de alejarse del estacionamiento, vieron que su Schiller abría la puerta y salía de la camioneta en llamas. Al volante del auto de apoyo, Weekes intentó matarlo por tercera vez en menos de media hora: lo atropelló, giró el auto y volvió a atropellarlo en el suelo. Weekes quiso hacerlo una tercera vez, pero todos se asustaron por el revuelo que ya había causado el “accidente”, y huyeron. Habían fallado otra vez.
Schiller vivía, mientras sus asesinos frustrados no sabían a ciencia cierta si había muerto o no. Lo llevaron al Jackson Memorial Hospital, el tradicional hospital de Miami, donde entró en coma y como un anónimo. Pasó por varias operaciones, le extirparon el bazo, le emparcharon la vejiga, le reconstruyeron la cadera con clavos y garfios y lo ayudaron a sobrevivir. Schiller, finalmente, reveló su nombre a la salida de uno de sus tantos quirófanos y contó su historia, disparatada pero cierta, a la policía, que no le creyó. Su nombre, entonces, apareció en los diarios y la banda de los fisicoculturistas supo que el muerto estaba vivo. No estaba de parranda, como el de la canción: quería venganza. Schiller contrató a un ex agente del FBI, Ed Du Bois, que, como suele suceder, era la cabeza de una agencia privada de detectives: Investigators, Inc., y que le dio un consejo de oro: que dejara el hospital y Miami, si no quería morir.
Matarlo era lo que pensaban los chicos de la banda en cuanto supieron que había sobrevivido. Y se mandaron otra de las suyas: Lugo y sus cómplices fueron hasta el Jackson Memorial, un hospital enorme, para hallar a Schiller y mandarlo al otro barrio; pero se perdieron por los interminables pasillos del Centro Médico y jamás hallaron el área de terapia intensiva donde curaban al empresario. Volvieron al día siguiente, vestidos como médicos, a los tipos les gustaban los disfraces, más dispuestos y mejor documentados sobre los laberintos del hospital. Pero Schiller ya no estaba.
El 17 de diciembre, contra todo consejo médico, Schiller había dejado el Jackson Memorial y viajado en un avión sanitario privado a New York, donde vivía su hermana. Estuvo internado en el hospital de la Universidad de Staten Island, el 24 de diciembre se mudó a la casa de su hermana en Long Island y viajó después a Colombia, mientras aportaba más pruebas al detective Du Bois.
A principios de enero de 1995, supo que su casa ya no era de él, que su franquicia de los sándwiches había sido liquidada, que sus cuentas en el exterior y sus tarjetas de crédito estaban yermas y, más que vacías, con deudas que superaban los ochenta mil dólares. No todos, pero parte de esos dólares, habían sido usados por la banda para comprar películas para adultos, preservativos y elementos artificiales destinados al placer sexual. Hay que decirlo de una vez, sin que implique un retrato ni un estigma: estos forzudos ni defendían la nobleza de una causa social, ni estaban empeñados en desentrañar la influencia del helenismo en la poesía contemporánea. Lo de ellos era porno, preservativos, juguetes sexuales y a vivir, compadre. Son gustos.
Schiller descubrió que en la que fuera su mansión, funcionaba ahora D&J International, una firma con sede en Bahamas creada por Lugo y la banda, que habían encontrado en la caja fuerte diez mil dólares en efectivo, más tarjetas para esquilmar, pólizas de seguro y las joyas de la mujer de Schiller. Los vecinos fueron engañados por Lugo que se presentó como miembro de las fuerzas de seguridad americanas, que el anterior propietario había sido deportado a Colombia por estafas varias y que la mansión había sido confiscada por el gobierno. Schiller estaba en Colombia, pero no deportado. Regresó a Estados Unidos y con las pruebas reunidas por Du Bois fue a la policía.
Mientras, la banda de los fisicoculturistas planeaba otro golpe. Se ve que, pese a las criminales chambonadas que casi matan a Schiller, se sentían con total confianza. Hay gente así, marchosa. Lograron a convencer a un empresario para reunirse e impulsarlo a invertir en una compañía de comunicaciones india, por cierto inexistente.
El empresario era Frank Griga, un húngaro naturalizado que se había hecho millonario con las famosas líneas de sexo telefónico: en esas fuentes abrevaba la banda. El 25 de mayo el empresario llegó junto a su novia, Krisztina Furton, a la casa de Doorbal. La banda estaba por mandarse otra de las suyas. Casi todos se retiraron a un cuarto privado para hablar de negocios y la mujer se quedó con Lugo frente al televisor gigante. A Griga lo molieron a palos y cuando su novia corrió al interior de la casa para auxiliarlo, lo vio cubierto de sangre mientras Doorbal intentaba asfixiarlo.
Lugo sujetó a la aterrorizada novia de Griga y Doorbal le aplicó una dosis de Rompun, un analgésico, sedante y relajante muscular para equinos, bovinos, perros y otros grandes animales. Griga murió desangrado, y su novia, a la que despertaron para que diera información sobre los bienes, cuentas, tarjetas de crédito, códigos de seguridad y destino del efectivo del empresario, pidió ayuda a gritos en vez de soltar información. Le aplicaron otra ración de Rompun y la mataron de una sobredosis.
Los dos cadáveres fueron a parar al depósito de Delgado, que había sido el “Hotel Inferno” de Schiller. Allí los desmembraron con una motosierra, hasta que la máquina engranó a causa del largo cabello de la novia de Griga. Entonces usaron hachas; después, colocaron en dos barriles lo que había quedado de aquellos dos cuerpos, sin manos, sin pies y sin dientes para evitar la identificación, y los arrojaron a una drenaje del suroeste de Miami.
La empleada de los Griga hizo la denuncia a la policía de inmediato y por un detalle pueril. La pareja había hecho algo impensado: había dejado encerrados en casa, solos y sin comida, a sus preciadas mascotas. La mujer también puso en movimiento a la comunidad húngara en Miami. Horas después de la desaparición del empresario y de su muerte, uno de sus amigos vio su Lamborghini amarillo, difícil de no ver, que circulaba por las calles de Miami con otra persona al volante: era José Delgado, aquel socio inicial de Schiller que entre negocio y crimen había elegido el crimen. El amigo de Griga puso a la policía sobre la pista.
La policía de Miami conectó a Du Bois para estudiar lo evidente: la manera de operar de los delincuentes era calcada a la del caso Schiller. Doorbal y Delgado fueron apresados en sus casas. Cinco días después, Lugo cayó en Bahamas junto a su novia, una bailarina erótica rumana. Cuando llegó extraditado a Miami y vio el operativo policial que lo esperaba, preguntó: “¿Todo esto es para mí?”. Sí, era todo para él.
El 24 de febrero de 1998, a tres años de los arrestos, la banda de los fisicoculturistas fue a juicio. Durante diez semanas desfilaron noventa y ocho testigos, incluido Schiller. Cinco meses después, el 17 de julio, el juez Alex Ferrer condenó a Lugo y a Doorbal a la pena de muerte. Delgado, que testificó contra sus ex cómplices, recibió trece años de cárcel y salió en libertad en noviembre de 2002. John Mese, el dueño del Sun Gym, un poco el cerebro detrás de esa banda de descerebrados, fue condenado a treinta años: murió en la cárcel en 2004. El resto de los acusados recibió penas menores. Las dos condenas a muerte todavía están en apelación.
El juez Ferrer también condenó a Schiller, la víctima de la banda. El 17 de marzo de 1999 lo sentenció a cuarenta y seis meses de prisión por estafar al sistema médico Medicare: era la pena más leve posible, después de que Schiller se hubiese declarado culpable. Cuando salió de la cárcel, Schiller se fue a vivir a Boca Ratón, donde despuntó el vicio de la literatura. Nunca estuvo muy de acuerdo con la película que hizo famoso su caso y a la banda de forzudos, porque afirmó que ponía al espectador del lado de los delincuentes y no del lado de las víctimas.
Después de la que pasó, pelearse con Hollywood debió parecerle un helado de crema.
fuente: infobae