Pasaron 1217 días desde que Facundo Astudillo partió a pie de Pedro Luro, su pueblo, con el plan de reconquistar a su ex novia en Bahía Blanca. Nunca llegó a destino. En el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, el recuerdo de una causa sin imputados ni detenidos y el pedido desesperado de una madre que lleva tres años y medio viviendo en pausa.
Cristina Castro trabaja en una estación de servicio en la entrada sur de Pedro Luro, un pequeño poblado ubicado en la bota austral de la provincia de Buenos Airesa, a la vera de la ruta tres. Juntó nafta en bidones durante tres semanas. Se anticipó al desabastecimiento de los pueblos olvidados. Guardó y cuidó el combustible. Se lo dio a Luciano Peretto, uno de sus abogados, para que atravesaran en auto la pampa bonaerense hasta la gran ciudad. En el trayecto de ida y de vuelta sumaron al viaje a quienes hacen dedo por la arteria que conecta a Bahía Blanca con Viedma en el umbral de la Patagonia.
Es una práctica habitual. “Toda la vida hemos hecho dedo”, dice. Ella no tiene auto. Tiene una moto de 110 cilindradas que la lleva y la trae del trabajo. No hay otro tipo de movilidad interurbana en un tramo inhóspito de 120 kilómetros de asfalto en línea recta. La excepción es un colectivo que despega de Pedro Luro con dirección norte a las siete de la mañana. Las opciones de desplazamiento se reducen al vehículo propio, a pagar cuatro mil pesos de remis, a caminar o a invitar con el dedo a algún alma benefactora. “Los pibes y las docentes van a la escuela a dedo. Es normal levantar gente que hace dedo por la ruta”, insiste.
Llegó al hotel la noche anterior luego de nueve horas de viaje. Desayunó el último jueves con Margarita Jarque, querellante institucional por la Comisión Provincial por la Memoria, con Paola García Rey, directora adjunta de Amnistía Internacional Argentina, con Alberto Santillán, padre de Darío, aquel militante de 21 años que la policía bonaerense asesinó el 26 de junio de 2002 en la masacre de Avellaneda. Cristina los reconoce como su familia porteña. Le enseñó a la prensa la novedad confusa de una causa paralizada. Quiso reunirse con el procurador general de la Nación, Eduardo Casal, sin suerte. Circuló a través de la Pirámide de Mayo junto a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. A las dos de la mañana del viernes partió de nuevo para Pedro Luro. El viernes tenía que trabajar: ya su franco se había vencido.
Pisa el asfalto porteño dos veces al año. Primero asiste a la marcha del 24 de marzo por el Día de la Memoria, por la Verdad y la Justicia: acompaña en silencio la peregrinación desde un costado. Cada agosto vuelve. Ya no acompaña a nadie: ahora es a ella a quien escoltan. Entra a la ciudad de Buenos Aires con un solo propósito: exigir respuestas. No hace otra cosa. No permite cegarse con el neón ni tentarse por la oferta. “Hay tanto por hacer acá -dice-. Veo una ciudad tan grande. Pero cuando llego lo único que quiero es hablar con el procurador, que me den respuestas y volver a mi casa”.
Las propuestas de ocio abundan. Hay quienes la invitan a la cancha de Boca, por ejemplo. “Les digo que no, que primero voy a venir con las cenizas de mi hijo y las voy a tirar en la cancha. Y después sí, algún día vendré a ver un partido. Pero ahora no, ahora vengo por mi hijo”, dice. Su raid se nutre de charlas con periodistas, organismos de derechos humanos, integrantes del sistema judicial o con quien en definitiva pueda o quiera agilizar el expediente de la muerte de su hijo. Aprendió una mecánica siniestra en estos tres años: cada vez que su voz aparece entrecomillada en medios de alcance nacional, la causa reacciona del letargo. “Cada vez que hablo, los fiscales se enojan y se mueven”, precisa.
Los agosto son densos para Cristina Castro. El 23 de agosto de 1997 había nacido Facundo José Astudillo Castro. Fue un bebé prematuro: los médicos sospechaban que no iba a poder salir del servicio de neonatología. Franco, su primer hijo nacido en noviembre de 1993, había muerto en el hospital con 45 días de vida. Pero Facundo, su tercer hijo, sobrevivió a su llegada al mundo. Solo pudo sobrevivir una vez. El 15 de agosto de 2020 un pescador notificó el hallazgo de un esqueleto humano completo y disecado en un cangrejal de General Daniel Cerri, una localidad vecina de Bahía Blanca, a noventa kilómetros y una hora, veinte minutos en auto de Pedro Luro. “En agosto tuve que encontrarme con un cuerpo esqueletizado al que no me dejaban acercar. Fue el momento más duro de mi vida: saber que eso que estaba tirado ahí era mi hijo, que esos huesos eran mi hijo. En agosto se me cae el mundo”, reflexiona.
El primer frío del invierno le anticipa que otro agosto regresa. No hay manera de prepararse, dice. No hay un agosto que no sea triste, aduce. Es el mes en que vuelve a llorar sin calma. El mes en que deberá acumular francos para emprender viaje hacia la metrópolis porteña y dedicarse a golpear puertas. “Va a llegar un agosto en el que pueda volver para decirles ‘gracias a todos, al procurador y a la gente que se ha movido porque hoy mi hijo descansa en paz’. Y ahí sí, ya no vuelvo más. Pero mientras esto siga así, voy a seguir volviendo”, dice, sentada en una oficina prestada, con anteojos de lectura, el pelo acomodado sobre su perfil derecho, una remera de manga larga rosa y una blanca encima que más que remera es una declamación: luce la cara sonriente de su hijo y la frase “hasta la verdad” en la parte delantera, y detrás el dibujo de una objeto de madera en forma de sandía y una vaquita de San Antonio que sostiene un cartel que reza “queremos la verdad”.
No es antojadizo que Cristina lleve una sandía y una vaquita de San Antonio en su pronunciamiento. Era un amuleto que la abuela de Facundo le había regalado a los doce años y que él conservaba en su mochila. La mochila la llevaba para todos lados. La llevó también al encuentro con sus amigos la noche del miércoles 29 de abril de 2020, mientras regía la tercera prórroga del aislamiento social, preventivo y obligatorio por la pandemia de covid. Cuatro días antes, el presidente había anunciado flexibilizaciones para los aglomerados urbanos de menos de 500 mil habitantes.
La madrugada del jueves 30 de abril los encontró jugando a la play y compartiendo unas cervezas. Facundo tenía 22 años y un amor conflictuado. Había conocido a Daiana en Bahía Blanca mientras estudiaba un curso de instalación de aires acondicionados a nivel industrial. Había trabajado en un galpón de empaque de cebollas como empleado estacional, había sido albañil, cortaba el paso, cumplía tareas logísticas en una cervecería, era un changarín que soñaba ser rapero y que se aburría en Pedro Luro.
Cristina había emigrado con sus padres desde San Juan capital al sur de la provincia de Buenos Aires cuando tenía trece años. Un caso de migración de la ciudad a las zonas rurales. Ella aprendió a amar a su pueblo. Enterró a su mamá y a su hijo ahí. Aunque está exhausta de responder con vaguedad la pregunta “¿cómo está la causa?”, aunque no tolere las sonrisas siniestras de algunos, aunque a veces quisiera huir corriendo, lo asume su lugar, su hogar. “Pero no era el hábitat de Facundo -rememora-. En el pueblo se aburría. Por eso agarraba el termo, el mate y me decía: ‘Señora, vuelvo más tarde’. Era alguien de ciudad. Le gustaba ver movimiento, gente. Por eso le gustaba Bahía Blanca. ‘Ahí hay vida’, me decía”.
En Bahía Blanca vivió dos años con su novia. En enero de 2020 se separaron. Él retornó rumbo sur hacia Pedro Luro, hacia la casa materna. El día que volvió le pidió a Cristina que se sentara en una silla porque quería decirle algo. Facundo lloraba con congoja por culpa del desamor. Sabía que su mamá y su ex novia no tenían una buena relación. Sabía, sin embargo, que su mamá iba a respetar su ruego. “Mamá, tengo que pedirte que me prometas algo, por favor”, le dijo. “Él nunca me decía mamá y nunca me pedía por favor -recuerda-. Estaba muy lastimado y a mí me dolía más que a él. ‘Tenés que prometerme que nunca vas a hablar mal de Daiana porque ella es el amor de mi vida’”. Cristina aún cumple la promesa de su hijo.
Aunque la relación se había roto en enero, Facundo seguía enamorado. A su mamá le admitía que nunca iba a poder amar a alguien como lo hizo con ella. Cuando acompañaba hasta Médanos a su jefe a buscar provisiones para la cervecería, él se desviaba a Bahía Blanca para visitarla. “Con verla y saber que estaba bien, él ya era feliz”, valida su mamá. Esa madrugada del jueves 30 de abril de 2020 quiso saber cómo estaba. “Si hubiera llegado a un lugar, hubiese llegado a la casa de Daiana”, asume Cristina. No llegó a ningún lado: lo mataron -o se murió- en el trayecto.
Facundo partió con destino norte cuando el sol ya derretía la escarcha. En la ruta, como siempre, tres hizo dedo. Una mujer lo llevó hasta la entrada del pueblo Hilario Ascasubi. “Fue muy amable, me dijo que iba a tratar de reconquistar a su novia”, declaró ante la justicia. Siguió el periplo a pie. En Mayor Buratovich, indica el abogado de la querella Luciano Peretto, comenzó a tejerse la escena del crimen. En el camino, el joven de 22 años se encontró con un móvil policial. Los oficiales Jana Curruhuinca y Mario Gabriel Sosa lo detuvieron: Facundo estaba violando el decreto de necesidad y urgencia del aislamiento. El protocolo de las fuerzas de seguridad dictaba que “las personas que se encuentren circulando por la vía pública y sean objeto de un control por parte del personal policial y de fuerzas de seguridad deben recibir un trato cordial y respetuoso” y “tienen derecho a ser acompañadas hasta su domicilio por personal policial en caso de que se encuentre circulando en las inmediaciones de su residencia”.
La distancia hasta el hogar implicaba un viaje de 25 minutos. “Las personas frente a la autoridad policial tienen derecho a ser informada de modo comprensible en caso de traslado a una comisaría acerca de la razón concreta de la privación de libertad”, reza un documento firmado el 16 de abril de 2020 por la procuraduría especializada en violencia institucional. A Cristina Castro la policía la llamó esa mañana para certificar el domicilio de Facundo. “Sí, no hay problema, ¿qué pasó?”, preguntó. “A Facundo lo infraccionaron en ruta”, argumentó uno de los agentes. Ella les respondió que podrían ir a su casa para verificar su domicilio cuando regresara del trabajo.
Curruhuinca sacó una foto del documento de identidad y del procedimiento. Sosa está de frente. Facundo, de espaldas. El patrullero, de costado. La mochila del aprehendido, apoyada en la rueda delantera izquierda. Una llamada del oficial al destacamento de Villarino duró menos de medio minuto. Desde la comisaría, una mujer policía que no está implicada en el caso respondió: “Si se hace el pajero, bajalo”. El lenguaje utilizado tiene una lectura ambigua. Las partes coinciden que “bajarlo” no sería matarlo, sino llevarlo a la comisaría. El rastro se pierde y las teorías se ramifican. La oficial Siomara Flores declaró que llevó en el auto particular de su padre a Facundo hacia el siguiente pueblo, Teniente Origone, a las 12:30 del mediodía y que Facundo le pidió que no le contara nada a su mamá, a quien conocía como empleada de la estación de servicio de Pedro Luro. Esta situación no coincide con el testimonio de testigos de identidad reservada, quienes declararon que vieron a policías subir a Facundo a bordo de una camioneta en una curva cercana a Mayor Buratovich.
A las 13:33 volvió a sonar el celular de Cristina. Era Facundo. La geolocalización de la llamada lo ubicó en la entrada de Mayor Buratovich. En su teléfono, había 65 llamadas perdidas de su mamá. El diálogo fue corto e inconexo. Él quería contarle algo. Ella no escuchaba: quería descargar su ira. Primero habló él: “Mamá, vos no tenés una idea dónde estoy”. “Me estaba diciendo mamá -recapitula Cristina-. En mi casa yo era ‘señora’, ‘bruja’, ‘intensa’, ‘luchona’, menos mamá cualquier cosa. Estaba pidiéndome auxilio y yo no me daba cuenta. Estaba tan enojada que no lo noté, no reaccioné. Le ladré. Arranqué: ‘pendejo y le reputa madre que te parió’. Lo bajé a Cristo y se lo puse ahí. Le tiré el abecedario completo”.
Facundo escuchó y no habló. Soltó una última frase al final. “Siento que me dice ‘mamá, no me vas a volver a ver nunca más’. Mamá me volvió a decir -rescata-. A él le arrebataron el teléfono. No cortó la llamada. Por eso yo buscaba el teléfono en la ruta. Cuando no encontré nada en el rastrillaje, supe que a mi hijo lo habían desaparecido”. La frase de su hijo, según la propia Cristina, parece más una alerta dramática que un atroz presagio.
Cristina sospecha dónde estaba Facundo cuando le avisó “no sabés dónde estoy”. Sus hijos, dice, están advertidos desde la adolescencia que su rol de madre tiene una frontera ética. “Les decía que si se mandaran una cagada, nunca me pidieran que los vaya a sacar de una comisaría, que si golpearan a una mujer, nunca me pidieran que los vaya a sacar de una comisaría porque ni siquiera los iría a ver. Creo que mi hijo se refiere a la comisaría”. En el informe de la procuraduría de violencia institucional sobre facultades y limitaciones a la actuación de los agentes policiales y las fuerzas de seguridad en el marco de la cuarentena, uno de los derechos de los implicados es “realizar una llamada telefónica a fin de informar del hecho de la detención y el lugar en el que se encuentra”.
Cristina no volvió a hablar nunca más con Facundo. A las diez y media de la noche, tocaron la puerta de su casa dos policías con el propósito de notificar el domicilio de su hijo, aquel joven que habían detenido diez horas antes sobre la ruta. Los percibió nerviosos, expeditivos. Le pidieron que firmara rápido el acta. “¿Y Facundo?”, le preguntó. “Ya llegó a destino”, le respondieron, antes de irse raudos. Supuso que el destino representaba la casa de Daiana. “Esa noche hicieron desaparecer y mataron a mi hijo. Y yo no me di cuenta: lo hicieron delante mío”, jura.
El enojo hondo y agudo le nublaba el juicio. Pasaron las horas, los días. Los amigos de su hijo le exigieron que hiciera la denuncia por la desaparición. Ella, ingenua y furiosa, seguía creyendo que estaba en la casa de su ex novia, imposibilitado de contestarle los mensajes. “Facundo está con Daiana. Si Facundo está con Daiana, no habla con la mamá. Van a pasar unos días hasta que se le pase y va a volver a hablar conmigo”, les respondía. “No Cristina, Facundo no nos atiende ni siquiera a nosotros”, le advirtieron. Ella permanecía ensimismada en su negación: “¿Será que esta piba habrá ido más lejos y no lo deja hablar con ustedes?”.
El 15 de junio de 2020 Cristina formalizó la denuncia por la desaparición de su hijo en la Ayudantía Fiscal del partido de Villarino. Era el inicio de una causa que, según la parte querellante, simula una trama de irregularidades, contradicciones e inconsistencias en la investigación judicial: un fiscal declarado incompetente que no investigó nada, otro fiscal peleado con la querella, una jueza desplazada acusada de dilaciones, manchas hepáticas en un patrullero, una testigo que respalda la versión policial, el perro de un perito que husmeó camionetas y puestos de vigilancia con énfasis, denuncias de hostigamiento y amenazas a familiares y allegados de la víctima, prendas de vestir rotas y con marcas de quemadas, una mochila con la gorra y el pantalón de jean doblado, el enigma del documento de identidad, un amuleto hallado en una bolsa de basura durante un allanamiento en la sede policial de Teniente Origone, policías que borraron todas las aplicaciones de su celular incluido el Whatsapp, policías que no entregaron a la justicia los celulares que tenían el día de la desaparición. Las discrepancias, desprolijidades y comportamientos extraños abundan.
Durante 78 días, 200 agentes federales lo buscaron sin éxito. El 15 de agosto un pescador halló un cuerpo esqueletizado en medio del estuario bahiense, en la desembocadura de un río seco, donde un enorme cangrejal de barro retiene el mar a su antojo. El 2 de septiembre el Equipo Argentino de Antropología Forense confirmó lo que Cristina ya había asumido: los restos óseos correspondían a la identidad de Facundo José Astudillo Castro.
La autopsia precisa que murió de manera violenta por una asfixia por sumersión, un ahogamiento, aunque no pudo determinar si fue un hecho suicida, homicida o accidental. El dictamen advierte que “no se observaron signos de participación de terceras personas”, pero un perito de la parte querellante sostiene, en una presentación de disidencia, que el cadáver tenía signos de traumatismo vital ante mortem y que por tanto “no podía descartarse la hipótesis de participación de terceras personas”. La que no tiene dudas es Cristina: “No se suicidó, no tuvo un accidente: a Facundo lo mató la Policía Bonaerense”.
– ¿Por qué creés que lo mataron?
– Creo que Facu reclamó sus derechos. Se los sabía de memoria. Era un pibe que militaba en Jóvenes y Memoria. Él buscaba archivos de desaparecidos. Mi computadora todavía está llena de archivos de desaparecidos. Idolatraba a las Abuelas de Plaza de Mayo. “Vos no vas a pasar por eso. Vos no vas a tener que buscar a nietos desaparecidos. A vos nadie te va a desaparecer a un nieto”, me decía. Me explicaba lo que había sido la dictadura. A mí me entraba por un oído y me salía por el otro.
Cristina había nacido en 1977, en pleno fervor de la maquinaria del terrorismo de estado. “Fui criada y educada bajo la iglesia católica, donde se repetía la frase ‘algo habrá hecho’, donde me contaban una historia absolutamente distinta: eran todos montoneros y asesinos”, relata. Como un acto reflejo e inconsciente de repulsión, eligió implementar otro modo de crianza. “Mis hijos no fueron a una escuela católica, no fueron bautizados, no siguieron mi religión. No queríamos ser los mismos que habían sido nuestros padres con nosotros. Los crié muy libres. Y entre tanta libertad, me salió uno como Facundo”, dice.
Sus otros dos hijos -Alejandro y Lautaro- son más semejantes a ella: apolíticas. Cree que discutir por política es lo más tonto del mundo. Pero con su hijo lo hacía. Facundo, a los catorce años y en plena búsqueda identitaria, empezó a militar en el Semillero Cultural Jóvenes y Memoria, que tenía una sede en la vieja estación de trenes de Pedro Luro, donde había participado en cursos sobre violencia institucional. Mientras su mamá daba catequesis en la iglesia, él rapeaba o militaba afuera. Emergió su conciencia social, construyó su compromiso en esas plazas. Estudió la historia de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. Estaba sensibilizado con esa gesta. “Una vez lo vi llorar -cuenta Cristina-: habían encontrado una fosa común con huesos y cadáveres de niños. ‘Viste mamá que los buenos no eran tan buenos y los malos no eran tan malos. ¿Qué culpa tenían los bebés?’, me decía y se le caían las lágrimas”.
Él se hizo peronista. Ella -asistente fiel de las marchas del 24 de marzo- no lo es como tal. “No sé en qué momento se le metieron tantas ideas”, dice. Sus amigos declararon en sede judicial que Facundo “no se comía una”. Estaba entrenado en la defensa de derechos humanos. Estaba decidido en llegar a Bahía Blanca. Estaba “marcado” por su compromiso militante. Estaban las fuerzas de seguridad empoderadas en el control de circulación en tiempos de pandemia. Cristina siente la sombría paradoja de un puñal clavado: “Lo mataron de una forma tan cruel justamente a él que defendía tanto sus derechos y luchaba para que esto no volviera a pasar”. Ella y sus abogados no solo abonan la idea de una desaparición forzada seguida de muerte: creen que están acreditados los extremos probatorios que evidencian el crimen.
Entre Mayor Buratovich y Teniente Origone crece un vacío investigativo. A las dos de la tarde, productores agropecuarios dijeron haber visto a “un chico tirado al costado de la ruta con las manos atrás de la cabeza”. Cristina cree que lo golpearon y lo arrojaron indefenso para que algún camión lo pasara por encima. Quienes lo vieron le avisaron a un vecino que llamó a la policía. La conversación está registrada. “Lo volvieron a levantar y se lo llevaron -interpreta Cristina-. Lo ahogaron, lo mataron y ahí lo tiraron. Para mí se les pasó la mano con la tortura”.
Leandro Aparicio, el otro abogado querellante, cree que hubo un entramado complejo de acciones que causaron la muerte de Facundo y que debería haber más imputados en la causa que los cuatro policías con los que interactuó sobre la ruta tres. Sugiere que funcionarios, periodistas y políticos se encargaron de edificar un halo de impunidad sobre el expediente. Hay personas implicadas en el hecho que cuando se cruzan por las calles del pueblo a los letrados y a la madre de la víctima ensayan una sonrisa macabra.
“Mi vida quedó detenida hace tres años y medio. Con todas las pruebas que tenemos y que al día de hoy no haya ni imputados ni detenidos, significa que la justicia nos está tomando el pelo. Necesito respuestas, necesito seguir con mi vida, necesito que Facu descanse en paz”, grita Cristina sin alzar la voz. La última respuesta de la fiscal Iara Silvestre data del 6 de julio. Harta, impaciente y visceral, le dijo: “Basta, denme una respuesta, ¿en qué lugar están parados?”. “Estamos preparando las indagatorias”, fue la respuesta. La investigación, denuncia la querella, luce virtualmente paralizada. “No tenemos imputados, no tenemos detenidos, no tenemos nada. Las denuncias que nos hicieron a nosotros y las denuncias paralelas a la causa avanzan más rápido que la investigación por la muerte de mi hijo”, expresa la mamá.
César, papá de Cristina y abuelo de Facundo, le dijo a su hija que recién se dará cuenta de que está sanando la pérdida cuando narre la historia sin derramar una lágrima. No es el caso. Llora con ojos mansos cuando revisa la foto que su hijo Lautaro le mandó la noche anterior: el portarretrato con la foto de Facundo, la vela prendida y el duelo de ida de la Copa Libertadores entre Boca y Racing de fondo. “Están los dos acá”, le dijo por mensaje. Llora con ojos hinchados cuando dice que “a Villarino le faltan tantos hijos y le sobran tantos asesinos”. Según datos de la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI), 8.701 asesinatos fueron cometidos por integrantes de fuerzas de seguridad en cuarenta años de democracia, desde diciembre de 1983 hasta diciembre de 2022.
fuente: infobae