Sergio Núñez creó un taller de bicicletería, les enseñó el oficio y logró que bajara la cantidad de conflictos entre jóvenes en Tandil.
Sergio Núñez es albañil y tiene 40 años. Vive en el barrio Villa Italia de Tandil junto a su mujer Micaela y sus cuatro hijos. El mayor y único varón es Joaquín, un chico de 17 años, alto, grandote y tranquilo, según lo describe su papá. Hace dos años -la noche del 14 de mayo- volvía a su casa con los auriculares puestos cuando una piña lo sorprendió de atrás y lo dejó indefenso. Sergio lo encontró, minutos después, ensangrentado e inconsciente en el piso. Hubo golpes, patadas y hasta un ladrillazo que le fracturó el pómulo y lo dejó cuatro días internado.
Joaquín conocía a sus agresores, eran parte de una de las banditas del barrio y ya lo habían acosado antes. “Como él es grandote y hace deporte querían sumarlo a la banda porque ellos son todos chiquitos, bajitos. Pero él no quería saber nada”, cuenta Sergio y advierte que esos episodios se repetían, que dejaron a muchos chicos con miedo de salir a la calle y hasta con secuelas físicas por los golpes. Andaban en la delincuencia, en las drogas y Joaquín no quería eso para él. Por eso no entendió cuando su papá le dijo que quería invitar a los agresores que lo habían mandado al hospital a su casa para montar un taller de bicicletería. “Quedate con tus nuevos amiguitos”, le dijo a su papá, armó un bolso y se fue de la casa familiar. Al otro día volvió para apoyarlo.
“No vayas por donde el camino te lleve, ve por donde no hay camino y deja tu propia huella”.
Dice uno de los tantos mensajes que Sergio compartió en su Facebook y coincide con su recorrido en busca de Justicia para su hijo. Intentó en los Tribunales de menores, pero sabía que en pocos meses los chicos estarían libres y con más rencor, sueltos por las calles. Trató con los foros de seguridad, pero no lograban concretar políticas útiles. Entonces comprendió que tenía que usar la historia de Joaquín para cambiar la historia de los otros. “A esos chicos les faltaba contención, alguien que los mire, que los escuche, que se ocupe de ellos”, resume Sergio.
No fue fácil ganarse la confianza de los pibes. “Si me acercaba, se iban corriendo; si me veían de lejos, me apuntaban con los dedos como si tuvieran un arma, molestaban a mis hijas, pero después entendieron que yo no quería hacerles daño”. Sergio buscó los momentos en los que estaban solos y fue abordándolos a cada uno por separado, entonces les largó la pregunta letal: “¿Cómo te ves en 5, 10 o 20 años?”. Ninguno supo contestar. “Les dije que si seguían así para los 20 años ya iban a tener uno o dos hijos, iban a caer presos por robar, sus mujeres no iban a tener cómo mantener a sus hijos y les pregunté si eso era lo que querían para ellos”.
La bicicletería, una segunda oportunidad
En una de esas charlas surgió la idea de la bicicletería comunitaria y Sergio se puso en campaña. Habló con los vecinos del barrio, les pidió las bicicletas que no usaban y montó un taller en el patio de su casa con reglas claras. Para participar no hay que tener problemas con la policía, robar o drogarse y por cada ausencia se descuentan $100 del sueldo.
Al poco tiempo, Sergio tenía 12 chicos sacando tuercas, acomodando correas y ajustando asientos en su taller improvisado. Su casa se llenó de pibes que antes se juntaban en las esquinas. Las denuncias por conflictos con menores disminuyeron notablemente en el barrio. “Algunos hasta devolvieron cosas que habían robado, le devolvieron la computadora a una mujer. Los policías no lo podían creer, dicen que nunca les había pasado algo así“, contó el papá ejemplo.
El municipio de Tandil sigue de cerca el proyecto, que ahora también sumó un taller de carpintería, y prometió ceder un predio más grande. Mientras tanto les brinda asistencia económica que pronto rechazarán: “Queremos enseñarles a los chicos que no hace falta depender del gobierno para tener su propia plata”, dice Sergio y asegura que el proyecto está cerca de autosustentarse con el dinero de la venta de las bicicletas que ellos mismos arreglan.
Perdonar es el valor de los valientes
El tiempo como unidad de medida quizás quede corto para reflejar tantos cambios. “La diversión de ellos era ver quién noqueaba a un policía o juntarse a drogarse o tomar alcohol. Ahora se sacan una buena nota y no van a mostrarla a la casa, vienen directo para acá. Tienen que hacer tarea y vienen para acá, usan internet o ven documentales”, se emociona Sergio.
El secreto de su éxito con los chicos no es magia ni una receta secreta. Es tiempo y atención que podría dedicarle enteramente a su familia, pero elige compartir con otros que no tuvieron tanta suerte, que no fueron mirados o escuchados ni tenidos en cuenta. Y si se trata de perdonar, Sergio aclara que “el acto de perdón más grande fue el de Joaquín”, que hoy comparte las tardes y su casa con aquellos que alguna vez pusieron en riesgo su vida