El xeneize se coronó campeón gracias a que la mayoría de lo clubes grandes jugaron dos o tres torneos juntos. La obligación era de Boca.
Boca se coronó entre sus méritos sin brillo y adversarios que jamás creyeron en sus fuerzas. Pero Boca no tuvo la culpa del descalabro y las penurias de sus perseguidores. No se puede hacer cargo de la amenaza sin argumentos que representaron alternativamente Newell’s, San Lorenzo, Banfield o Estudiantes. Y hasta River y su desfallecida atropellada. Escoltas sin fondos que se convirtieron en cómplices perfectos para otra vuelta olímpica xeneize. A algunos les faltó categoría y a otros convicción para destronar a un puntero que, pese al título, casi siempre fue un equipo inestable y desconcertante. Entre todos tejieron una sociedad que desacreditó la calidad del certamen. Otro campeonato sin destino de memoria.
El fútbol argentino hace tiempo que arroja en serie reyes sin apetito de añoranza popular. El Newell’s de Martino, el Lanús de Almirón. y poco más. A este Boca no lo recordará nadie. Son equipos que no emocionan ni atrapan. Son el producto de certámenes descoloridos que maltratan el espectáculo, más allá de que busquen disimular penurias en la intensidad, un consuelo mentiroso. Es la maldita paridad; asegurar que la Liga argentina es cautivante porque cualquiera puede dar el golpe es un triste reduccionismo. Es un torneo malo, y punto. El resto es un relato impostor.
El camino de Boca estuvo tapizado de baches, sólo sumó 12 puntos en las primeras siete fechas. La cosecha puede oscilar, pero no debe titilar la idea. Este campeón encadenó pocos partidos realmente atractivos (San Lorenzo, Racing, Colón, River en Núñez), algunos contundentes (Quilmes, Temperley, Gimnasia, Vélez, Independiente, Aldosivi), otros burocráticos (Defensa y Justicia, San Martín SJ, Arsenal, Sarmiento, Estudiantes, Newell’s) y muchos decepcionantes, como ante Lanús, Talleres, Tigre, Patronato, Huracán, Rafaela, Tucumán, Godoy Cruz y River en la Ribera.
Una competición impaciente y desorganizada no puede proclamar reyes sólidos ni vistosos. El fútbol argentino es esto: un torneo duro, con poca precisión y mucho vértigo. Se piensa más en hacer el gol que en jugar bien, porque se juega con miedo. A Boca precisamente lo ató el temor en varios pasajes y eso le arrebató identidad. Tras el verano, decepcionó más veces de las que entusiasmó. Por ejemplo, entre las fechas 20° y la 26°, apenas rescató diez puntos de 21. No tembló cuando orilló el abismo, pero Boca no despegó nunca. Ni con todo a favor: calendario, plantel y prioridad competitiva.
Guillermo Barros Schelotto entregó demasiadas señales confusas y traicioneras. Entre tantos arrebatos y despistes, una extraña formación podría alinear a Sara o Werner; Magallán, Tobio y Jonathan Silva; Sebastián Pérez, Cubas, Gonzalo Castellani y Maroni; Nazareno Solís, Tevez y Federico Carrizo. Todos formaron parte del campeón y hace tiempo que muchos ya no están. Curioso, tanto como un equipo que intimidó y trastabilló. Que se coronó sin jugar, casi como una alegoría. Las estrellas alternativas fueron Tevez, Gago, Centurión, Benedetto. ahora, Barrios, pero el equipo casi nunca apareció. ¿Tevez? En el mejor momento eligió desertar. El hincha no terminó de entenderlo y Boca nunca se repuso a su ausencia.
Por un puñado de méritos discontinuos y el gris del rebaño, Boca ahora celebra. Nadie sumó más puntos y ése es su indiscutible blindaje. Es un emergente de los torneos en descomposición. Boca no encantó, pero terminó en la cima tras la interminable temporada 2016/17. Alguien argumentará que al fútbol le tocó adaptarse a estos tiempos…, puede ser. A una época que ya no cuenta con equipos inolvidables.
Fuente: Cristian Grosso
LA NACION