El pentacampeón cayó ante el seleccionado belga por 2 a 1 y se despidió del torneo.
Ya no se trata de una casualidad ni de un beneficio del azar. Esos tipos que se visten de rojo y representan a Bélgica son el principal encanto de este momento del Mundial. ¿Una sorpresa? Sí, sólo visto con los ojos de la historia que decían que era imposible que eliminaran a Brasil. ¿Un asombro? Tal vez, pero sólo entendido desde lo nominal. En el campo de juego, este seleccionado multicolor dirigido por el catalán Roberto Martínez es una garantía de que está a la altura de la Copa del Mundo. Y, sobre todo del lugar al que llegó: las semifinales, como en aquel México 1986, en el que Diego -nuestro Diego, Maradona- resultó el antídoto para tanto entusiasmo.
Sí, Bélgica se cargó a Brasil. Este plantel armado con 11 migrantes entre sus 23 futbolistas, da cátedra de un concepto clave del fútbol de este tiempo: la amalgama posible entre diversos y dispersos. En el fondo, un mensaje para sociedades hostiles, afines a la expulsión de los distintos. Y así gana. Y así gusta. Y así sigue.
El abrazo de Romelu Lukaku con Kevin De Bruyne -tras el segundo gol- es un modo de contarles a todos los que festejan que Bélgica es lo que Eduardo Galeano contaba como “el arcoiris terrestre”. Un mundo, un espacio, con lugar para todos los colores.
Paradojas del tiempo, ese mismo Romelu Lukaku de la foto -crack de este Mundial- es hijo de una historia de las que duelen. Roger Menana Lukaku -su padre- nació entre los rigores de Kinshasa, la capital de la República Democrática del Congo, justo al año siguiente en el que Patrice Lumumba -líder político, africanista, ambientalista- fuera nombrado héroe nacional a consecuencia de su búsqueda: la independencia de su país de la opresión belga.
A Lumumba lo habían matado un lustro antes, en 1961, cuando sus palabras se multiplicaban por el continente de los desamparos. Hoy, aquella Bélgica se alimenta de los goles, de la potencia y ese de ese fútbol que desborda generosidad en los nacidos en esos territorios que fueron colonia.
Hay más historias detrás de esta conquista con horizonte indescifrable. Marouane Fellaini -clave para eliminar a Japón en los octavos de final- es otro hijo de Africa. Sus pelos -esos rulos maradonianos y ochentosos- parecen retratarlo más allá de su cuna. Pero él es herencia de Marruecos. Y juega con una osadía en la Premier League -con la camiseta del Manchester United- que mucho justifica tantos elogios de la prensa internacional. Llama la atención su cabellera. Pero sobre todo maravilla su juego de gigantón dispuesto a la gambeta y al pase preciso entre múltiples rivales.
No es el único talentoso que invita a sentarse en una platea o frente al televisor o en cualquier popular del mundo. Hay más: Eden Hazard –el Duque, en términos de apodos latinos- es otra cara: representa un detalle menos visible. A los belgas, el fútbol les encanta, incluso al margen de ciertas percepciones ajenas. El padre, Thierry, jugó regularmente y bastante bien para el equipo de su localidad, La Louviere; y de su madre, Carine, cuentan que se destacaba en la Primera División del fútbol femenino de su país. Se retiró cuando Eden estaba pateando en su panza. Hazard fue siempre un admirador de Riquelme, el de acá, el crack de La Bombonera. Lo confesó en las redes sociales, orgulloso.
Juan Román Riquelme thank you for everything😭😭
— Eden Hazard (@hazardeden10) January 26, 2015
Hoy es El Román de los Diablos Rojos. Del Río de la Plata también se nutrió este equipo que, más allá de lo que digan las matemáticas, puede ser campeón del mundo por primera vez en su historia.
Brasil lo complicó, ya sobre el final. Descontó a través de Renato Augusto. Lo puso contra el área de Thibaut Courtois. Lo obligó a defenderse. Lo hizo jugar en la cornisa del empate…
Pero así, incluso sufriendo, con uniforme rojo, multirracial, multicolor, Bélgica vive sus días de fútbol más felices. La mejor generación que ofreció y ofrece luce convencida. Sin inhibiciones. Sin traumas de pasados incómodos. Los distintos están juntos y se abrazan. El campo de juego lo cuenta. Brasil pudo dar fe bajo el cielo de Kazán.