Parece una escena de “El cuento de la criada” aunque sucedió en San Carlos, un pueblo de Santa Fe, en 1985. Cristina era adolescente y “la sirvienta” de una familia adinerada y poderosa, dueña de campos, de un aserradero y de influencias: médicos, abogados, contadores, jueces.
—Se aprovecharon de mí, de mi situación— dice ahora ella, 33 años después, del otro lado del teléfono.
Cristina Cabaña había llegado a esa casa a los 15 años, sola y embarazada de su primera hija. Sus padres, en Formosa, la habían echado de casa y le habían firmado un poder a esa familia rica para que fuera su “sirvienta” -así lo dice ella- a cambio de techo, comida (y distancia).
“Estaba acostumbrada, era sirvienta desde los 9 años. Mis padres me habían hecho dejar el colegio a los 11, cuando yo era abanderada“, dice Cristina, que ahora tiene 54 años. “Mis padres les dieron ese poder y ellos se convirtieron en mis dueños, me manejaron como quisieron”.
La dejaban salir poco, apenas para hacer algún mandado. Fue en una de esas salidas que conoció a un joven del pueblo. A los 18 años, y con una hija a la que criaba sola, Cristina se enteró de que estaba nuevamente embarazada. Sucedió todo lo que necesitaría una ficción: el joven no le creyó que era el padre y desapareció. Sus patrones, al mismo tiempo, pusieron en marcha un plan secreto que terminó condicionando el resto de su vida.
Fue el 11 de noviembre de 1985, cuando nació la niña. “Me llevaron a la casa del contador. Me dijeron: ‘Bueno, hasta que arregle la situación con su esposo vamos a dejar a la beba con alguien que al cuide. Firme acá. Y yo, de ignorante, pensé que era verdad“, se entristece Cristina. No era cierto: había firmado, supo después, la autorización para que la dieran en adopción.
“Cuando me di cuenta de que me habían sacado a mi hija empezaron las amenazas. La mujer me decía: ‘Llegás a hablar y yo denuncio que nos robaste y vas presa. Yo, imaginate, terror sentía”, recuerda. No hubo dinero a cambio, sólo una demostración de poder.
“Con la ayuda de un médico, con quien se debían favores, la entregaron”, sigue. Del otro lado del engaño, un matrimonio de bioquímicos que deseaba profundamente un hijo, la recibió. La entregaron en San Justo -Santa Fe, a unos 100 kilómetros de San Carlos- con papeles y con una historia inventada: les dijeron que su mamá biológica no podía cuidarla.
Quien habla ahora es Florencia Alifano, 33 años, psicóloga e investigadora científica en la Fundación INECO, el instituto de neurología cognitiva fundado por Facundo Manes. Florencia es, además, la beba en cuestión. “Mis padres me contaron que era adoptada cuando tenía 10 años. En ese momento no necesité saber más nada”, arranca.
Sin embargo, Florencia empezó a tener ataques de pánico: “El psicólogo que me atendió fue claro: el miedo a la muerte estaba relacionado con el miedo al abandono. Se ve que yo sentía que había sido adoptada porque mi mamá biológica me había abandonado”.
Fue a los 18 años, cuando se mudó a la ciudad de Santa Fe para estudiar Psicología en la universidad, que la duda se volvió obsesiva: “Iba por la calle buscando quién se parecía a mí, pensaba que a lo mejor tenía algún hermano en la misma facultad”. Haber cursado Genética le dio el impulso final: un profesor preguntó si sabían qué enfermedades genéticas podían haber heredado y Florencia no supo qué contestar.
Para ese entonces había retomado terapia, y un ejercicio de asociación libre había dado espacio a una revelación: “La psicóloga me dijo: ‘Decime todo lo que se te cruza por la cabeza ahora, sin pensar, sin reprimir’, y yo contesté: ‘Siento que me están buscando‘. Cuando me escuché decir eso en voz alta me asusté y no volví más”.
Efectivamente, su mamá biológica nunca había dejado de buscarla aunque lo hacía con el nombre y apellido que le había puesto al nacer: Claudia Vera.
Como sus padres adoptivos no tenían problema en hablar del tema, Florencia sabía el nombre del médico -amigo del matrimonio en la juventud- que había oficiado de “cigüeña”. Fue a buscarlo y lo encontró: el hombre tenía cáncer y estaba por morir. Había guardado el secreto durante 18 años pero estaba dispuesto a decir la verdad a cambio del perdón.
Fue él quien le dijo a Florencia que volviera al día siguiente. Fue él quien llamó a Cristina para decirle quién la estaba buscando. Había una razón por la que el médico no había perdido contacto con aquella joven sirvienta: los dos iban a la misma iglesia bautista del pueblo.
“No puedo explicar la emoción de ese día -dice Cristina, y la voz, al otro lado del teléfono, se ilumina-. Hasta mi marido me había dicho que no me creía, que seguro yo había regalado a mi hija porque era de otro. Había pasado todos esos años sola, preguntándole a Dios ‘¿estará bien?’, ‘¿cómo será?’, pensando en ella cada noche, cada cumpleaños. Tuve otros cinco hijos después, siempre quise llenar ese vacío, nunca pude”.
Hubo una depresión honda y sostenida en el tiempo, y un buitre que la visitaba seguido: la idea de suicidio.
Cristina se compró una remera de terciopelo “para estar presentable” y cortó una rosa roja de su jardín. Llegó temprano, temblando. “Yo creí que me iba a decir ‘perdón, no te pude cuidar’, ‘quise darte una vida mejor’, y que yo le iba a agradecer por haberme permitido ser feliz con otra familia, y listo”, cuenta Florencia. “Pero no. Me abrazó y empezó a llorar. Cuando nos sentamos me dijo: ‘Yo no te quise dar en adopción, a vos te robaron'”.
El médico confirmó que era cierto lo que decía. Murió un mes después del encuentro, a los 63 años. Antes confesó que “no había sido el único caso”, señalan las dos. Florencia tardó dos años en animarse a contarle todo a sus padres. ¿Habían sido ellos parte de ese plan siniestro o también habían sido engañados? Cuando pudo hacerlo, Griselda y Omar, sus padres, quedaron en shock: no podían creer que aquel viejo amigo hubiera sido capaz de hacer algo así.
Fue el año pasado, cuando Florencia terminó de escribir y publicó “La hija” -una novela inspirada en su historia y declarada de interés por el ministerio de Cultura de la Nación-, que sucedió otro encuentro.
“Yo iba a viajar a regalarle el libro a Cristina y mi mamá quiso venir conmigo. Se abrazaron en la vereda, estaban muy emocionadas. Cuando se despegaron, las dos se dijeron lo mismo: ‘Gracias'”, cuenta Florencia. Cristina ya no era aquella señora deteriorada con la rosa roja en la mano. “Había rejuvenecido, era otra”, recuerda Florencia.
“Es cierto -dice Cristina-. Yo estaba muerta en vida y después de encontrarla volví a nacer”. Cristina no sólo terminó el secundario. También fue a la universidad, se recibió de enfermera y trabaja de lo que ama en el hospital. “Tuve una vida muy triste pero ahora estoy en paz”, se despide.
Todos sus hijos estudiaron: los siete son profesionales. Cristina les había dicho: “Estudien lo que quieran pero estudien”. No quería que nadie tuviera nunca tanta ventaja como para aprovecharse de ellos.
“Es una gran mujer, con todo lo que hizo este médico y lo perdonó igual. De corazón lo perdonó”– cierra Florencia. “Yo también estoy en paz, ahora me siento completa.Todo pasó cuando tenía que pasar: busqué en el momento correcto, porque encontré a un hombre que habló porque estaba por morir. Tal vez antes no hubiera hablado y un mes después hubiera muerto con el secreto. El universo puso las cosas en su lugar”.