En una misa de rito bizantino que presidirá en el Campo de la Libertad de Blaj, Francisco beatificará a los siete obispos cuyos martirios tuvieron lugar entre los años 1948 y 1970.
Sus encarcelamientos tuvieron lugar en la segunda posguerra, a partir del momento en que los comunistas rumanos -minoritarios- se encaramaron en el poder con respaldo militar de Moscú e instauraron regímenes totalitarios. En 1967 llegaría al poder Nicolás Ceaucescu.
A fines de la Segunda Guerra Mundial, había en Rumania un millòn y medio de católicos de rito oriental, es decir, obedientes a Roma, pues esa Iglesia se había reconciliado con la Santa Sede a fines del siglo XVII.
Pero al tomar el poder por la fuerza el Partido Comunista Rumano, en diciembre de 1947, el régimen instaurado declaró ilegal a la Iglesia Greco-Católica e inició la persecución. Las propiedades fueron confiscadas y se ejerció presión sobre los obispos para que aceptaran integrar una Iglesia del Estado, renunciando a la obediencia al Papa.
Mientras que la jerarquía ortodoxa se acomodó a las nuevas circunstancias, ni un solo obispo de rito greco-católico cedió. Desde ese momento, su destino fue la prisión en durísimas condiciones donde la mayoría de ellos murió como consecuencia de los malos tratos recibidos o por contraer enfermedades.
Durante todo el período de la dictadura comunista, hasta 1989, la iglesia greco-católica subsistió en la clandestinidad y en el exilio.
“La libertad religiosa y la caída del comunismo fueron un gran regalo de Dios”, dijo al semanario católico Alfa y Omega el sacerdote rumano Mihai Șona que, en el marco de su formación como periodista, está cubriendo la visita del Papa a su patria.
“La situación en mi país no es de las más fáciles. Rumania ha estado bajo la cortina de hierro del comunismo y por ello ha sufrido muchísimo”, agregó este sacerdote de 23 años que pertenece a la Iglesia greco-católica.
A partir de la caída del régimen comunista en 1989, resurgieron las confesiones, no sólo católica sino también protestantes. Y con ello vino el desafío del ecumenismo y la convivencia.
“El anuncio de la visita del Papa a Rumanía ha sido recibido con gran alegría por la Iglesia católica del país y también por parte de la Iglesia ortodoxa y por el Estado”, asegura Mihai Șona.
El comunismo en Rumania cayó con el derrocamiento del dictador Nicolás Ceausescu en 1989, año de la caída del Muro de Berlìn, en el marco de una insurrección popular en cuyo transcurso el hombre fuerte del régimen y su esposa fueron fusilados. Su ejecución marcó la liberación para todos los rumanos que recuperaron, entre otras cosas, el derecho a profesar su fe sin ser perseguidos..
El decreto de Martirio para beatificar a Valeriu Traian Frențiu, Vasile Aftenie, Ioan Suciu, Tit Liviu Chinezu, Ioan Bălan, Alexandru Rusu y Iuliu Hossu, fallecidos entre los años 1950 y 1970, a consecuencia de las duras condiciones de encarcelamiento que les impuso el régimen en razón de su fe, fue promulgado el 19 de marzo del 2019 por el papa Francisco, a través de la Congregación para las Causas de los Santos.
La política de persecución a las Iglesias, en especial a las que no se doblegaban a la autoridad comunista, fue un rasgo identitario de estas dictaduras de cuño soviético.Recordemos que en Cuba el castrismo llegó hasta a prohibir la Navidad.
De todos modos, no pudieron erradicar la fe, como lo demostró, entre otros, el fenómeno de la resistencia polaca que en los 80, a través del movimiento Solidaridad, bendecido y alentado por el papa Juan Pablo II, minó las bases del régimen de modo irreversible.
En Rumania, no cedieron los obispos, pero tampoco los sacerdotes: de un total de 1600 curas, sólo 38 se alinearon. La Iglesia Greco-Católica o Iglesia Rumana Unida con Roma fue disuelta e ilegalizada. Y luego se procedió a la detención de sus líderes.
Los siete obispos que serán beatificados son sólo algunos de los cristianos de Rumania que fueron martirizados; así como son sólo una parte de los cientos de miles perseguidos por las dictaduras que orbitaban en torno a Moscú y que, con mano de hierro, impusieron el partido único, una absoluta centralizaciòn política y económica, la más rígida censura y la suspensión de las libertades más elementales: de prensa, de expresión, religiosa y hasta de circulación.
En declaraciones al periodista Marcel Gascón de la agencia EFE, el académico rumano Ioan-Aurel Pop, destacó el liderazgo de esta Iglesia sobre la sociedad civil y aseguró que los greco-católicos fueron “la religión que con más abnegación resistió al totalitarismo comunista”.
“No os dejéis embaucar por los comités, por las palabras, las promesas y las mentiras y resistid con firmeza en la fe por la que han derramado su sangre vuestros antepasados”, había exhortado a sus feligreses uno de aquellos obispos mártires, Ioan Suciu, fallecido en 1953 en prisiòn.
“Rumania es un país de una profunda devoción mariana, Juan Pablo II cuando visitó este país lo llamó: ‘el jardín de la Madre de Dios’, y la Virgen es un punto de encuentro entre católicos y ortodoxos”, dijo el nuncio apostólico en Rumania, monseñor Miguel Maury Buendía, en días previos a la llegada del Papa, según reporta Vatican News.
Los mártires
Antes de ser detenido por los esbirros del régimen comunista, el obispo Ioan Suciu dirigió estas palabras a sus feligreses: “Nos someteremos a las leyes pero no haremos nada contra nuestra fe. Y si nos preguntan: ¿de qué parte estáis, de parte del pueblo o de parte del Papa?, responderemos: de parte de Dios, para que ayude a este pueblo”. Detenido en octubre de 1948, murió a causa de las repetidas torturas físicas tras 5 años de calvario. Es uno de los mártires que desde este domingo será beato.
Otro de los beatificados será el obispo Valeriu Traian Frentiu, tambièn detenido en 1948, y que murió en 1952 en la prisión de Sighet, luego de una temporada en un campo de detención especialmente construido para los greco-católicos.
A los 73 años de edad, en 1957, el obispo Alexandru Rusu fue condenado a 25 años de trabajos forzados por instigación y alta traición, sin la menor consideración a su edad. En 1963 lo afectó una enfermedad renal. Y al sentir acercarse la muerte, se despidió de sus compañeros de infortunio con estas palabras: “Mis hermanos, ahora voy a Dios para recibir mi recompensa”.
Iuliu Hossu, otro obispo que murió bajo arresto en 1970 a los 85 años -había sido encarcelado en 1948-, se encuentra tambièn entre los mártires desde ahora beatos. En 1973 el papa Pablo VI reveló que Hossu había sido nombrado cardenal ‘in pectore’ -es decir, en secreto, para no acarrearle más malos tratos- un año antes de su muerte.
La lista sigue con el obispo Vasile Aftenie, detenido en 1948 y fallecido dos años después en prisión tras ser sometido a terribles torturas y a mutilación.
En 1948 -año de la instauración de la dictadura comunista en Rumania- también fue detenido el obispo Ioan Balan. También él pasó por monasterios convertidos en campos de prisioneros. Los trabajos forzados y el aislamiento pudieron con él y falleció en 1959.
Finalmente, el obispo Tit Liviu Chinezu murió en 1955 en la cárcel de Sighet a los 50 años tras pasar por otros centros de detención del régimen. Arrestado en 1948, Chinezu fue consagrado obispo en la clandestinidad, dentro de la cárcel, por sus correligionarios más veteranos, en diciembre de 1949. Al enterarse las autoridades comunistas, lo cambiaron de cárcel y lo condenaron a trabajos forzados. Fue enterrado en una fosa común.
Este grupo de siete obispos, no agota la lista de mártires católicos rumanos. Hubo muchos otros, como Ioan Ploscaru, también obispo, que murió en una Rumania ya libre, en 1998, a los 87, pero habiendo pasado terribles quince años en cárceles inhumanas; o Alexandru Todea, otro obispo ordenado en secreto en 1950, que pasó 13 años en prisión y, al ser liberado, en 1964, se dedicó a reorganizar la Iglesia greco-católica en la clandestinidad. A este último el papa Juan Pablo II lo hizo cardenal.
Testimonio un sobreviviente del gulag rumano
Finalmente, para que se tome dimensión de lo que implicaba ser preso político de aquellos regímenes, vale la pena leer este extracto -publicado por el sitio Religión en Libertad- del testimonio dado el 23 de marzo de 2004 en el Vaticano por Tertulian Ioan Langa, un sacerdote greco-católico, que sobrevivió al Gulag rumano y que falleció en 2013. Al momento de hacer este relato impactante tenía 82 años:
Con una varilla de madera nos raspaban la boca, bajo la lengua y las encías, en el caso de que nosotros, bandidos, hubiéramos escondido allí algo. La misma varilla nos perforaba las fosas nasales, las orejas, el ano, debajo de los testículos; era siempre la misma, rigurosamente la misma para todos, como signo de igualitarismo. Las ventanas de Jilava no estaban hechas para hacer pasar la luz, sino para obstaculizarla, puesto que todas estaban cuidadosamente cerradas con tablas de madera clavadas. La falta de aire era tal que para respirar nos acercábamos a turno, tres cada vez, boca abajo, para acercar la boca al resquicio de la puerta, posición en la que contábamos sesenta respiraciones, para que después otros compañeros pudieran recuperarse del desvanecimiento y de la falta de oxígeno.
Desnudos en el hielo
Desde Jilava [N. de la E: cárcel subterránea a 8 metros bajo tierra], tras largos años de profanaciones humanas, fuimos trasladados, con cadenas en los pies, a la cárcel de máximo aislamiento llamada Zarka, pabellón del terror de la prisión de Aiud. La acogida se desarrolló según el mismo ritual siniestro y diabólico de profanación del hombre creado por el amor de Dios. La misma raspadura, las mismas botas tremendas que se hundían en las costillas, en el abdomen, en los riñones. La celda en la que me metieron no tenía nada: ni cama, ni manta, ni sábana, ni almohada, ni mesa, ni silla, ni esterilla y tampoco ventanas. Únicamente barras de acero y yo, como el resto, solo en la celda: me asombraba de mí mismo, vestido sólo con mi piel y cubierto de frío.
Estábamos a finales de noviembre. El frío era cada vez más penetrante, como un incómodo compañero de celda. Al cabo de unos tres días, desde la puerta abierta con violencia me arrojaron unos pantalones desgastados, una camisa de manga corta, calzoncillos, un uniforme de rayas y un par de botas desgastadas, sin cordones, sin calcetines. Nada para cubrirse la cabeza. Y, además, una especie de letrina, un mísero recipiente de unos cuatro litros. Me vestí con la rapidez de un rayo. Helados, el cuarto día nos contaron. En lugar de mi nombre me dieron un número: K-1700, el año en el que la Iglesia de Transilvania se reunió con Roma. En el registro civil ya me habían asesinado. Sobrevivía sólo como un número estadístico.
Caminar o morir
Para sobrevivir al frío estábamos obligados a movernos continuamente, a hacer gimnasia. En el momento en que caíamos extenuados por el cansancio y el hambre, nos precipitábamos en el sueño; un sueño brevísimo, porque el frío era cortante. El pabellón, inmerso en el silencio lúgubre de la muerte, resonaba bajo nuestras botas sin cordones. Nos animaba la misteriosa voluntad de un pueblo de permanecer en la historia y la vocación de la Iglesia de seguir viva. Dejábamos de caminar alrededor de las 12:30, durante una media hora, cuando el sol se detenía, avaro, en el rincón de la celda. Allí, acurrucado con el sol en el rostro, robaba un instante de sueño y un rayo de esperanza. Y cuando el sol me abandonaba, yo sentía, sin embargo, que la Gracia no lo hacía. Con cada paso recitaba rítmicamente una oración, componía letanías, recitaba los versículos de los salmos.
Seguimos caminando así, para no tropezar con la muerte, durante diecisiete semanas. A quien le abandonaba la fuerza o la voluntad de moverse, moría. De los 80 hombres que entraron en Zarka, sólo sobrevivieron 30. Lentamente, las barras de hierro se revestían de escarcha, formada por el aliento de vida de nuestra respiración, brillante hábito de paso hacia el cielo.
No he escrito mucho sobre estas experiencias dramáticas de mi vida. ¿Quién podría creer lo que parece increíble? ¿Quién puede creer que las leyes físicas hayan sido superadas por la voluntad? ¿Y si tuviera que relatar los milagros que he vivido? ¿No se considerarían fantasmagorías? Sería más difícil para mí soportar esta incredulidad que más años de prisión. Tampoco creyeron en Jesús muchos de los que le vieron: “Desde entonces, muchos discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con él” (Jn 6, 66).
Nada sucede por azar en la vida. Cada instante que el Señor nos concede está cargado de Gracia –impaciencia benévola de Dios – y de nuestra voluntad de responderle o rechazarle. Nos corresponde a cada uno de nosotros no reducir todo a un simple relato duro, feroz, increíble y comprender, en cambio, que la Gracia acogida no frena al hombre, sino que lo lleva más allá de sus expectativas y de sus fuerzas. Espero de corazón que este testimonio abra una ventana de Cielo. Porque es más grande el Cielo sobre nosotros que la tierra bajo nuestros pies.