Juan Carlos se toma la cabeza y abre los ojos. Está confundido, incrédulo. Sentado en el living de su casa en Burzaco, lo invade una suerte de rencor e impotencia mezclado con ese sentimiento que ya había vivido hace algunos años. “Si me lo cruzo, lo mato”, dice, pero sabe que no lo hará. Hace tres semanas, en medio de la cuarentena por la pandemia del coronavirus, liberaron a su ex vecino de al lado, el hombre que violó a su hermana de 13 años. A principios de mes, la Justicia excarceló a Pedro Olmos, de 68 años, que hoy cumple prisión domiciliaria a 50 cuadras de donde abusó a la joven.
El 4 de abril, Olmos abandonó la alcaldía de Lomas de Zamora gracias a un fallo de la Cámara de Casación Penal bonaerense firmado por el juez Víctor Violini. La resolución le permitió volver a su casa con una tobillera que rastrea sus movimientos. En el escrito, Violini entiende que Olmos es uno de los presos en riesgo frente al coronavirus. Según el juez, el acusado padece distintas enfermedades que lo transforman en una persona en peligro de muerte si se contagiara el virus dentro de un calabozo. Para la familia de su víctima, no sería tan así.
“Ninguno de los argumentos que brindó la defensa fue acreditado en el expediente, no se entiende. Nunca hubo un informe médico que lo corroborase”, dice el abogado, de Juan Carlos, Gastón Santilli. Lo mismo señaló el fiscal de la Cámara de Casación penal bonaerense, Carlos Altuve, que apeló el fallo de Violini para que Olmos regrese a una celda.
El 13 abril del 2019, Olmos organizó el festejo de cumpleaños de uno de sus nietos. El chico cumplía 13. Reunió a sus amigos y a la gente del barrio para pasar un tarde de celebración. Hasta habían alquilado un pelotero. Entre los invitados estaba M. la vecina, que asistió junto sus otros 8 hermanos: todos eran amigos del agasajado y su familia. Juan Carlos, de 27 años, el hermano mayor de M., es camionero y trabaja para una empresa de lácteos; se encarga del reparto por distintos locales del conurbano. Ese día había trabajado desde la madrugada hasta el mediodía y a la hora del evento se fue a dormir una siesta.
Entre las cuatro y las siete de tarde, mientras M. jugaba en el pelotero, Olmos la llamó. La agarró del brazo y se la llevó a la fuerza al fondo de la casa, a una casilla donde él vivía. Ahí, la encerró y la violó. Tras abusar de ella, Olmos le ofreció plata para que no dijera nada de lo que había pasado. Ella la rechazó y escapó como pudo. Después, Olmos, como si nada, volvió al cumpleaños.
Todo sucedió sobre la misma calle. Una casa al lado de la otra. Vecinos de toda la vida de ese suburbio al sur del Gran Buenos Aires, con calles de tierra quietas y arboladas. Los que viven en la cuadra saben lo que pasó, pero callan. No se quieren meter: “Es para quilombo”, dicen.
Quizás tengan razón. Las dos familias solían ser amigas. Mantenían una buena relación, después de que la madre de Juan Carlos huyera de la casa tras la muerte de su padre, abandonando a sus hijos. Juan Carlos quedó a cargo de sus nueve hermanos. Ellos viven en el fondo. Él, junto a su pareja y sus dos hijos, adelante.
Siempre vivieron ahí. “Desde que nací lo conozco a Olmos y a su familia”, dice. Por eso la relación entre ellos fluía. Olmos también tiene varios hijos y nietos. Eran todos amigos, hasta que, 10 días después del hecho, todo cambió.
“La llamaron a mi esposa del colegio de la nena. Le dijeron que tenían que hablar con ella, pero no le avisaron por qué. Cuando fue, le contaron que M. no paraba de llorar en clase, que estaba desconcentrada y que estaba mal. Que necesitaba ayuda pero no sabían lo que le pasaba, esa tarde le preguntamos y nos contó todo”, dice Juan Carlos.
No bien la niña terminó de contar el traumático hecho, Juan Carlos fue directo a la casa de Olmos. “Le avisé a los hijos que el tema no era con ellos, sino con su papá, que no se metieran, que estaba todo bien con ellos. Y me fui directo a la comisaría a denunciarlo al hijo de puta ese”, dice. Cuando volvió, empezaron los problemas.
“Me cruzaron en la puerta y me empezaron a atacar. Nos agarramos a las piñas. Me decían que no me metiera con el padre que no sé qué”, cuenta. Después de la denuncia, la policía fue a buscar a Olmos. Pero ya no estaba. Se había fugado.
“Los problemas con los vecinos siguieron. El tema es que me gritan a mí, a mi mujer, a mi hermana, nos tiran piedras. Mirá, si no fuera que voy preso los prendería fuego. No se puede vivir así”, continúa Juan Carlos. Mientras Olmos estaba prófugo, sus hijos agredieron a la familia de su víctima en varias oportunidades. Una de las más graves fue cuando golpearon con fierros de construcción a uno de sus hermanos. Los denunciaron.
En julio pasado, Juan Carlos vio cómo los vecinos empezaron a construir una pared alta para separar aún más las casas y para que del otro no se viera más nada, vio cómo colocaron cámaras de seguridad, miró por la ventana y observó que en el patio levantaban otras casillas y le pareció extraño.
Dos meses después, el vecino de enfrente lo alertó. “Che, fijate, me parece que al viejo lo vi adentro”. Juan Carlos no le creyó. “Mirá si va a regalarse así”, pensó. Dos días después, uno de sus hermanos lo vio del otro lado de la medianera. Le avisó. “Quería ir a buscarlo, pero fuimos a la fiscalía a denunciarlo. Nos pedían fotos como prueba para mandar a la policía. Increíble”, dice.
“Me puse en contacto con el comisario y el jefe de calle y ellos lo agarraron”, interviene el abogado Santilli.
El 13 de septiembre, después de casi cinco meses prófugo, Olmos fue arrestado en la puerta de su casa y terminó en un calabozo de la comisaría 8a de Burzaco.
La fiscal de primera instancia había solicitado que se le realizara un juicio abreviado con la pena a cumplir de 8 años. El tiempo pasó y Olmos continuó alojado en aquella comisaría hasta que la pandemia del coronavirus dentro de las cárceles generó una seguidilla de pedidos de excarcelaciones. Uno de ellos fue el de Olmos.
El 27 de marzo pasado, siete días después de decretada la cuarentena total, la defensora oficial del imputado solicitó una morigeración de la prisión preventiva. El juez de Garantías que tenía a cargo la causa se la negó, pero habilitó un traslado a la Alcaldía de Lomas de Zamora.
Una semana después, el 3 de abril, el abogado de Olmos presentó frente a la Cámara de Casación penal bonaerense un hábeas corpus argumentando que Olmos era un preso en condición de riesgo frente al coronavirus. Según el escrito, Olmos padecía hipertensión crónica y osteoporosis, sostenía que necesitaba atención de un especialista en gastroenterología y en cardiología. El juez Violini hizo lugar al recurso y tomó por ciertos los argumentos del acusado sin contrastarlo con los informes médicos, según el abogado de la familia de la víctima.
Ante esto, el fiscal Altuve, apeló el fallo: argumentó que en la resolución que le otorgó el beneficio a Olmos no figuraba ningún informe médico que señale que el procesado sufre de aquellas enfermedades. Sumado al hecho de que estuvo prófugo eludiendo a la Justicia durante cinco meses; podría volver a profugarse. Olmos, desde el 4 de abril, se encuentra en una casa situada a 5 kilómetros de donde violó a M, a un remise de distancia.
De los 8 años de pena, solo cumplió 7 meses. Cuando salió, nadie le avisó a Juan Carlos. Otra mala costumbre de la justicia argentina: no prevenir a la víctima cuando se excarcela a su agresor.
“Me enteré por mirar el expediente, nadie nos notificó, es una vergüenza lo que está pasando”, dice Santilli. A pesar de que la llamada Ley de Víctimas lo impone con obligatoriedad, ni a la menor abusada ni a su familia les informaron desde el Poder Judicial que el acusado había salido de prisión. Además, en uno de los últimos fallos de la Cámara de Casación Penal bonaerense, en el marco de las liberaciones por personas en riesgo por COVID-19, se estipula que se le debe notificar a las víctimas este tipo de medidas.
“Cuando nos enteramos, inmediatamente le prohibimos a mi hermana consumir medios de comunicación. No la dejamos ver nada. Aún no sabe que Olmos está libre. La estamos resguardando hasta que sea inevitable o hasta que salga la apelación. Porque ya no sabemos qué hacer. Es una locura lo que está pasando”, dice Juan Carlos.
Sentado con las manos sobre la mesa en el living, ahora, Juan Carlos, mira hacia el techo. Sus perros ladran desde fondo, no lo dejan concentrarse en lo que quiere decir. Le cuesta hablar. Abre los ojos. Está nervioso. Se siente solo en esta lucha.