A través de la historia, los aportes regionales y españoles convirtieron al locro en un plato muy singular.
Es imposible contar la historia del locro en Argentina sin atarla al derrotero histórico del maíz en toda Latinoamérica, cultivo que la une de norte a sur desde las prácticas agricultoras de los habitantes originarios.
El maíz en el centro de la escena
Así, todos los países en los que crecía el maíz, desde México hasta Tierra del Fuego, tenían en su menú habitual algún tipo de guiso con ese ingrediente como rey, acompañado de verduras y de alguna proteína. Por eso, es imposible etiquetar a una sola persona como el gran inventor del locro: es una creación colectiva y, como tal, con recetas variables de acuerdo a cada región y a través del tiempo.
Aunque a veces la textura espesa venía de la mano de las papas, la introducción del zapallo plomo -de cáscara gris y gruesa- para brindar color y espesor a la preparación apareció en épocas tempranas.
En aquellas versiones, la carne utilizada era usualmente de llama y en forma de charqui (carne seca): los productos de cerdo -como las patitas, las orejas o los embutidos- llegaron de la mano de los españoles, al igual que derivados vacunos como el mondongo.
La única directiva era que cualquier producto animal que se agregara al guiso tenía que estar listo para soportar cocciones largas.
Receta libre
Es por eso, también, que la receta “definitiva” del locro no existe, no sólo porque su misma naturaleza fue y es cambiante, sino que al nacer como plato popular donde muchas veces iban las sobras o descartes de comidas anteriores -o las partes animales que no servían para otros platos-, se adecuaba a la necesidad de cada momento.
Se piensa que el locro pasó del norte al resto del país durante la guerra independentista nacional y, especialmente, cuando los gauchos que combatieron en el Ejército del Norte aprendieron a cocinar el plato y lo llevaron a sus territorios de origen.