Devaluación brutal, suicidios, deuda pública del 170% del PBI, corrupción y la eterna lucha sectaria. La respuesta populista a todos estos males se inclina hacia el grupo armado financiado por Irán.
Fueron cuatro suicidios en 48 horas los que terminaron de sacudir a El Líbano y crear una atmósfera de profunda tristeza. Uno de los suicidas, Ali al-Haq, un profesional de 61 años, se quitó la vida frente al Dunkin’ Donuts de la avenida Hamra, la principal calle comercial del centro de Beirut. Tenía en la mano una bandera libanesa y un papel con una frase de una emblemática canción de Ziad Rahbani –un símbolo del país, hijo de la mítica estrella de la canción árabe Fairouz-. “No soy un hereje”, había escrito Alí a mano con un lápiz. Y todos los libaneses supieron lo que significaba. La siguiente frase de la canción es: “pero el hambre sí es una herejía”.
Unas horas más tarde, miles de personas se congregaron en el lugar para protestar por la grave situación económica y social que llevaron a Ali al suicidio y a cientos de miles más a la miseria. Se autoconvocaron a través de las redes sociales con el hashtag #No soy un hereje. El coronavirus fue leve en el país con menos de 40 muertos, de acuerdo a cifras oficiales, pero agravó considerablemente la crisis que arrastra el país desde hace años. El Líbano está sumido en su peor crisis desde la guerra civil que finalizó en 1990. “La debacle económica no es la única razón de todo esto, pero está creando angustia mental a mucha gente que nunca la había experimentado antes”, dijo uno de los manifestantes a la cadena de televisión Al Jazeera. “Trabajaron duro toda su vida para tener un poco de dinero ahorrado y de repente los bancos se los llevaron. Perdieron su vida de clase media. El Líbano siempre tuvo una fuerte clase media”.
El pasado 7 de marzo, El Líbano por primera vez en su historia entraba en suspensión de pagos de la deuda exterior al no poder hacer frente a un vencimiento en eurobonos de 1.200 millones de dólares. El primer ministro, Hasan Diab, reveló que el país arrastra una deuda pública de más de 90.000 millones de dólares, lo que supone un 170 % del PIB. Además, admitió que más del 50 % de la población pronto se encontrará bajo el umbral de la pobreza. En un discurso a la nación el 24 de abril, Diab acusó directamente al gobernador del Banco Central libanés, Riad Salame, de la caída libre de la moneda local. Una pelea política que agravó aún más la situación.
La economía libanesa está fuertemente dolarizada. Los depósitos de individuos en los bancos, en su mayoría, son ahorros en dólares. Y ahora, los bancos, en una medida unilateral, decidieron no devolver el dinero de los ahorristas en la divisa extranjera. El que depositó dólares recibe libras devaluadas. A esto, hay que sumarle una vertiginosa subida de los precios de productos básicos, de entre un 25 y un 60%. Y una ola de despidos masivos que dejó a más de 220.000 personas sin empleo en los últimos tres meses.
Las protestas comenzaron el 17 de octubre del año pasado. Una eternidad en tiempos de cuarentena. Pero no para la memoria de los libaneses que vieron en ese período una devaluación estrepitosa de su moneda, la libra libanesa, y cómo la mitad de la población descendía a la pobreza. Cayó el gobierno de Saad Hariri en enero, sacudido por la corrupción, y asumió el ahora primer ministro Hassan Diab apoyado por una extraña coalición de los cristianos del Movimiento Patriótico Libre y los shiítas de Hezbollah y Amal. La pandemia dio un respiro al gobierno que pronto cerró casi todo lo que pudo y lanzó al ejército a la calle. La gente le reconoce a Diab que reaccionó temprano y bien, aunque saben que, como en buena parte del mundo, los pocos casos se deben a que no se hacen testeos y que anotan como causa de muerte otras enfermedades. Ahora, la tregua del virus terminó y los libaneses regresaron a sus problemas más acuciantes.
La libra libanesa se devaluó un 85%, a 9.500 por dólar en el mercado paralelo. Por 30 años se había mantenido a 1.500 pounds por dólar. De todos modos, los que tenían algún depósito en dólares ya los perdieron. La gente llama a esa moneda devaluada que les quedó en los bancos “Lollars”, un híbrido entre los billetes estadounidenses y los libaneses. “Lo que estás viendo es el resultado de problemas acumulados. Tuvimos una revolución, la gente estaba sufriendo, luego vino el coronavirus y la gente estuvo encerrada en sus casas durante un mes y medio sin que el Estado le asegurara comida ni nada”, explicó a la agencia AP, Abdelaziz Sarkousi, un manifestante de 47 años. “Ahora, llegamos a un estado donde desafortunadamente ya no se puede controlar a la gente. ¡La gente tiene hambre!”.
Si uno camina por la famosa Corniche, la costanera de Beirut sobre el Mediterráneo, o por el puerto Zaitunay con sus magníficos yates de magnates de los Emiratos Árabes, pareciera que se trata de la capital de un país muy próspero. Pero apenas uno va hacia el oeste o el sur del país, se da cuenta que todo ese lujo es apenas para unos pocos. Los 4,5 millones de nacionales, 1,5 de refugiados sirios, 300.000 de palestinos y unas 250.000 trabajadoras domésticas extranjeras, se encuentran atrapados en una dura situación.
Los libaneses están acostumbrados a las limitaciones, la muerte y la destrucción de la guerra civil (1975-1990) pero, incluso en esa época, la pertenencia a uno u otro grupo armado garantizaba la comida y las necesidades básicas estaban cubiertas.
Y en la raíz de todo el conflicto está el débil equilibrio político religioso que surgió de la guerra civil. El Líbano reconoce oficialmente 18 comunidades religiosas: cuatro musulmanas, 12 cristianas, la secta drusa y el judaísmo. Los tres cargos políticos principales – presidente, presidente del parlamento y primer ministro – se dividen entre las tres comunidades más grandes (cristiana maronita, musulmana shiíta y musulmana sunita, respectivamente). Los 128 escaños del Parlamento también se dividen por igual entre cristianos y musulmanes (incluidos los drusos). Y en el medio, el Hezbollah de los shiítas más radicalizados, que con el respaldo político-financiero de Irán se convirtió en una fuerza militar capaz de enfrentar con éxito al ejército israelí. Ahora, viene de combatir ocho años en la guerra civil siria a favor del régimen de Bashar al Assad. Y se erige como el único “partido” capaz de imponer orden y terminar con la corrupción rampante que atraviesa al país.
Desde el final de la guerra civil, los dirigentes políticos de cada secta mantuvieron su poder e influencia a través de un sistema de redes de patrocinio, protegiendo los intereses de las comunidades religiosas que representan y ofreciendo incentivos financieros, tanto legales como ilegales. El Líbano ocupa el puesto 137 de 180 países (180 es el peor) en el Índice de Percepción de la Corrupción de 2019 de Transparencia Internacional. La organización dice que “la corrupción impregna todos los niveles de la sociedad” y que los partidos políticos, el parlamento y la policía se perciben como “las instituciones más corruptas del país”. Agrega que “es el propio sistema de reparto de poder sectario el que está alimentando esas redes de patronazgo y obstaculizando el sistema de gobernanza del Líbano”.
Todo esto está ahora aparece cuestionado por la crisis económica. El salario mínimo pasó de unos 400 dólares al mes a menos de 60. El precio del pan subsidiado tuvo un incremento del 33%, de 1.500 a 2.000 libras el kilo. Y están los permanentes cortes de luz. No hay dinero para pagar el combustible que se necesita para generar energía. El Hospital Universitario Rafik Hariri, el principal centro de atención de los afectados por el Covid-19, venía teniendo cortes de una hora por día. La última semana pasó a 20 horas sin suministro. Las calles de Beirut, hasta hace poco colapsadas por el tráfico, ahora están cortadas por los enormes transformadores pagados por los vecinos y los consorcios de edificios. Como en Bagdad y Kabul, para tener electricidad hay que soportar la contaminación del gas oil y el ruido insoportable de las máquinas.
En este clima, muchos se preguntan en Medio Oriente ¿cuánto van a tardar los libaneses en recurrir al único grupo organizado, capaz de imponer el orden y conseguir la ayuda externa proveniente de China que tanto se necesita? El Hezbollah aparece como “el mejor de todos los males” y podría terminar siendo la respuesta populista a las protestas que se iniciaron en octubre en demanda de mayor democracia y autonomía de los deseos del régimen iraní.
fuente: infobae