La proeza estaba hecha. Como Brasil le había ganado en primer turno a Polonia en Mendoza, Argentina quedó obligada a derrotar por al menos 4 goles a Perú para clasificarse a la final de la Copa del Mundo 1978. Y los muchachos dirigidos por César Luis Menotti cumplieron con su cometido. Es más, les sobraron dos tantos.
El 6-0 es un resultado histórico para el conjunto nacional pero siempre quedará bajo un manto de sospecha. Las suspicacias nacieron en la misma noche rosarina que vio festejar a Alberto Tarantini, René Houseman y -por duplicado- a Mario Alberto Kempes y Leopoldo Jacinto Luque.
Luque, que acaba de cumplir 70 años, tiene memoria privilegiada y relata todos los detalles que absorbió ese día. “Yo nunca les tuve miedo a los militares”, asegura. Ese Mundial quedó marcado a fuego para el Pulpo, no solamente por haber sido campeón, figura y autor de cuatro tantos a lo largo de la competición, sino porque sufrió pérdidas graves en medio de uno de los contextos políticos más delicados de la historia argentina.
Fue el atacante -que en ese momento jugaba en River- quien convirtió el primer gol de Argentina para empatar transitoriamente ante los húngaros en el debut (victoria 2-1) y también en el segundo compromiso para vencer a los franceses. En ese partido faltó alguien en el Monumental: su hermano Oscar había fallecido en un accidente automovilístico mientras viajaba desde Santa Fe para Buenos Aires a ver el cotejo. Fue la misma mañana del match a la altura de San Isidro.
El Pulpo recién se enteró al día siguiente. La noticia fue devastadora e hizo tambalear su confianza. Tenía decidido abandonar la concentración argentina, pero fue convencido por sus padres para seguir. El disgusto con los militares que gobernaban al país fue en aumento desde este triste instante. Él explica por qué.
(Los siguientes detalles no buscan impresionar a quien lee, sino hacer tomar dimensión de la durísima situación que vivió Luque antes de volver con la Selección).
“Había que reconocer el cadáver y les pedí a mis padres que no entraran. De hecho eso me había recomendado el tipo de la cochería. Iba a ir yo, cuando finalmente entró su mujer, que lo reconoció por un anillo y una cadenita que tenía. Estaba carbonizado, desfigurado. Ella tenía las puntas de los dedos negras, como si hubiera agarrado un carbón”.
Desgarrado, Leopoldo recibió dinero gracias a la vaquita que hicieron sus compañeros de selección, quienes lo contuvieron. Él se puso manos a la obra para organizar el traslado del cuerpo a Santa Fe y el velatorio. Con bronca, exclama: “De los dirigentes, no me refiero a los empleados ni administrativos de la AFA, sino a los de la cúpula, no hubo uno que se acercara a saludarme o a decirme ‘te acompaño en el sentimiento’. Nada de nada. No me brindaron apoyo emocional ni una ambulancia ni un helicóptero del ejército para trasladar a mi hermano”.
A la pesada mochila emocional que cargaba por la pérdida de Cacho se le sumó una luxación en su codo derecho que le impedía estar al cien por ciento de sus condiciones físicas. No obstante, pegó la vuelta.
Menotti decidió preservarlo en el triunfo ante Polonia por la segunda ronda y le devolvió la titularidad ante Brasil, en un 0-0 que otorgó poco fútbol y mucho roce y pierna fuerte.
Frente a los peruanos se le abrió el arco de nuevo. Argentina fue una aplanadora en el primer tiempo y se adelantó 3-0. Le quedaba un tanto más para clasificarse a la final del Mundial. A los 5 minutos del complemento, Leopoldo -de cabeza- convirtió el cuarto. Luego decretaría cifras finales en Arroyito: 6-0 y pase a la gran final ante Holanda.
El vestuario local del estadio de Rosario Central era una fiesta. Los jugadores se bañaban con gaseosa y soda. Hasta Menotti se sumó al jolgorio y roció con agua gasificada expulsada a chorros desde algún sifón a quien le pasara cerca. De repente se oyeron fuertes golpes en la puerta, alguien tocaba. Era Jorge Rafael Videla con sus secuaces.
Un guardia de seguridad se apostaba del lado de afuera de la puerta de los vestidores y otro lo hacía del lado de adentro. Se registró un silencio sepulcral cuando el dictador ingresó. Imantó las miradas de todos los presentes, cruzó el umbral de la puerta y dio apenas dos o tres pasos antes de alzar la voz. Dos hombres entraron a sus espaldas y se ubicaron uno de cada lado, dejándolo en medio.
“Con su voz de macho cobarde, nos dijo: ‘Muy bien, muchachos, hemos llegado a la final. El Mundial se cierra con nosotros’ (esa era una frase que nosotros usábamos constantemente). ‘El objetivo era llegar a la final y ahora vamos por el título'”. No hubo una palabra más, ni una menos, según Luque.
Los rumores de visita al vestuario de Perú están instalados desde esa misma noche. ¿Dónde estuvo Videla? ¿Permaneció todo el partido en su palco designado? Fueron varios los testigos incaicos que aseguraron haberlo visto junto al secretario general de Estados Unidos, Henry Kissinger. ¿Presión psicológica? ¿Amenaza tácita? Los jugadores albirrojos creyeron inoportuna su presencia. Las sospechas perdurarán por siempre.
“Nosotros no sabíamos nada de los desaparecidos. Los militares manejaban la información. Una camionetita llegaba a la concentración con revistas, El Gráfico, Gente, 7 días... El jugador de fútbol lee el diario al revés, arranca por la sección deportes. Pero en las otras no salía nada de lo que pasaba”, agrega Luque.
Otro capítulo que lo golpeó personalmente tuvo lugar en aquel nefasto tiempo de secuestros, torturas y dolor. Precisamente ese mismo año.
Meses después de la gloria ante Holanda en el estadio Monumental, el hombre que se instaló desde hace años en Mendoza y acaba de estrenar su película (“Leopoldo Jacinto, vida de campeón”), comenzó a percatarse de la magnitud de la que sería la dictadura más sangrienta de la historia argentina: “Tenía un amigo que era como un soldadito, no sé si le pagaban o qué, pero metía bombas abajo de los autos y tiraba granadas. Yo sabía eso, no lo justifico. Pero en diciembre del 78 viajó a ver un partido a la cancha de Rosario Central y no volvió más“.