Fue 1-1 con Venezuela, a la que le había ganado todos los partidos como local. Sigue en puestos de repechaje.
El fútbol es tan imprevisible que cuatro de los delanteros más cotizados del mundo pueden valer menos que un aguerrido defensor suizo que juega para Venezuela. Lo que Messi, Dybala, Di María e Icardi no pudieron lo consiguió Rolf Feltscher: 26 años, zurdo, nacido en un cantón de Zurich y jugador de Zaragoza (Segunda de España). El muchacho, que en la Copa América de Estados Unidos se había ufanado de haberle ganado el duelo individual al 10 argentino a pesar del 4-1 en contra, fue quien anoche le devolvió algo del pulso a la selección en el momento más crítico de las Eliminatorias. Algo nomás; un empate de local contra Venezuela hace que la duda sea lícita: ¿con qué argumentos este equipo, que ayer se arrastró nervioso en el tramo decisivo del partido, va a conseguir ganarse el boleto al Mundial de Rusia?
El zurdazo en contra de Feltscher hizo buena aquella frase de los entrenadores: el gol suele ser un accidente. El suyo fue completo: metió en el arco propio un centro de Acuña cuando el murmullo del Monumental por la derrota momentánea se estaba transformando en histeria. Pero no alcanzó ese revulsivo para terminar de enderezar un guion intrincado. La Argentina fue un manojo de voluntades nerviosas amontonadas en el campo rival en ese segundo tiempo, sin rebeldía ante la adversidad ni una respuesta anímica que encontrara la llave del triunfo. También, en ese combo, resalta Fariñez, el arquero visitante, que había sido vital en el final.
Pero reducir la explicación de este agrio 1-1 a las virtudes de un rival es apuntar mal. Es errarle al diagnóstico. Y en eso, ahora que los nervios aprietan, es justamente en lo que no puede fallar este grupo. Ahora, también, cuando la calculadora se vuelve un arma de consulta permanente. Porque las respuestas que se habían insinuado en Montevideo naufragaron en la noche fría de Buenos Aires.
El contagio que había pedido Sampaoli debía ir de adentro hacia afuera, y no al revés. No hay caso, por más invocación al patriotismo que surja, por más convocatoria a los más de 40 millones de argentinos (palabras escritas en el manual de estilo del entrenador), el público que va a ver a la selección mira más de lo que vibra. Observa más de lo que alienta. “¡Masche, Masche!”, se podían escuchar las indicaciones que Sergio Romero, en medio del primer tiempo, daba a más de 100 metros de la tribuna.
Es que motivos para levantar un ratito a los espectadores de sus asientos había, al menos en ese comienzo. Fueron 25 minutos de pases en cadena, los primeros, con la velocidad necesaria para que la numerosa defensa venezolana tuviera que correr mucho detrás de la pelota. Una jugada iniciada por Mascherano, justamente, fue la mejor pista de la noche: un central-marcador (Sampaoli dixit) en campo rival, conduciendo y metiendo un pase filtrado que dejó mano a mano a Icardi con Fariñez, el gran proyecto de arquero que tiene la Vinotinto. Pero no terminó en gol esa, ni la otra, ni la otra. No faltaba movilidad, se dijo, ni paciencia, pero siempre una pierna visitante aparecía al final, o el propio arquero, y también las malas definiciones.
Esta vez, el entrenador argentino eligió juntar a dos pasadores como Pizarro -más retrasado- y Banega para asegurar una buena transición defensa-ataque. Cerca de ellos, tal vez más de lo recomendable, empezó a merodear la estrella alrededor de la cual orbita la pretensión argentina de ir a Rusia: Messi, el que corta boletos y hace que el Monumental complete su capacidad. El capitán buscó conectar especialmente con Banega en ese primer tramo para llevarles la pelota a Icardi y Dybala a veces, o intentar su propia jugada en otras. Di María, pobre de él, seguía con su mala estrella: su buen comienzo, que tuvo desbordes y centros bien colocados, se deshizo por una contractura en el isquiotibial de la pierna izquierda que lo sacó de la cancha a los 24 minutos.
La salida del volante desactivó al equipo, que se desinfló de a poco y perdió ritmo. Ocasión para que el batallón que comandaba Salomón Rondón tuviera un respiro. Un pequeño rush en el final de la etapa tampoco alcanzó para cortar la racha sin hacer goles: buena parte del partido contra Chile, todo el de Bolivia y todo el de Montevideo.
Pero esa tensa calma se convirtió en miedo cuando una pérdida en mitad de cancha, a poco de andar el segundo tiempo, transformó en un buen pase de Córdova y gol de Murillo en el primer tiro al arco de Venezuela. Empezaba otra película, la del suspenso y el temor. La que incluiría a Feltscher, a un buen Marcos Acuña, a un insípido Pastore, a un improductivo Icardi y hasta a un Messi que por momentos pareció absorto, como cansado de tanto intentar y no conseguir.
Es la misma película que terminaría con algunos silbidos y sin ningún héroe. Y con una incertidumbre que se estirará por lo menos un mes más. Si es que la historia no se termina de escribir en un repechaje contra Nueva Zelanda en noviembre. Una rareza que, mirando el mapa de estas eliminatorias, no sería ningún castigo para la Argentina: el que mal anda, mal acaba.