Mientras hojeaba La razón de mi vida, el libro autobio­gráfico de Eva Duarte de Perón, y degustaba las mieles del poder, Lázaro Báez jamás imaginó que la corrupción sería televisada. Menos aún la suya.

Su caída libre comenzó luego de la muerte de su amigo Néstor Kirchner. El día anterior habían compartido varios whiskys en su casa en El Calafate. Lo veía decidido a ser candidato a presidente en las elecciones de 2011. Todo cambió con su inesperada muerte. Cristina Kirchner y su hijo tenían otros planes para Báez. En su entorno están convencidos de que fueron los máximos responsables de su detención: “Luego de perder las elecciones de 2015, la gente quería ver presos a los kirch­neristas. Después de Cristina, el símbolo de la corrupción era Lázaro. Era ella o el amigo. Cristina lo negoció”.

En abril de 2013, el programa televisivo de Jorge Lanata difundió una histórica investigación periodística denomina­da “la ruta del dinero K” en la que incluyó testimonios del financista Federico Elaskar y el “valijero” Leonardo Fari­ña; este último, en dos cámaras ocultas. La opinión pública comenzaba a tomar por válida la denuncia de Elisa Carrió —realizada en 2005— en la que aseguraba que Báez era un simple testaferro de Kirchner.

“Si Lázaro y Néstor hubiesen tenido testaferros no habrían terminado así. La querían toda para ellos. La avaricia lo llevó a la cárcel”, concluye el confi­dente del empresario, contrariando a la líder de Cambiemos. “Lázaro nunca fue el testaferro. Eran socios con Néstor. So­cios en todo”, afirma Leonardo Fariña. En la única entrevista que realizó Báez en prisión, a fines de julio de 2016 al autor de este libro, coincide en esa hipótesis, aunque para Lázaro se trataba de amistad y de “participación” en negocios.

El fiscal José María Campagnoli comenzó a investigar el envío al exterior de 55 millones de euros durante seis meses, tras la muerte de Kirchner, por parte de sociedades vincu­ladas con la familia Báez. Ya nos hemos referido al aparta­miento del histórico financista de Néstor Kirchner, Ernesto Clarens, en beneficio del contador Daniel Pérez Gadín. Así se quebró la confianza entre los protagonistas y el sistema de acumulación de poder y dinero comenzó a derrumbarse. El 15 de abril de 2013, el juez federal Sebastián Casanello quedó a cargo de la investigación. La procuradora general Alejandra Gils Carbó inició una feroz embestida contra Campagnoli para apartarlo. Cristina comandaba el ataque desde las sombras. Los servicios de inteligencia obedecían, mientras un sector dirigido por Antonio “Jaime” Stiuso filtraba información al Grupo Clarín.

Báez respondía con una conferencia de prensa desde una de sus estancias, rea­lizando una visita guiada para mostrarles a los periodistas locales su flamante bodega, contrariando la denuncia de Mariana Zuvic, diputada de la Coalición Cívica, que asegu­raba que allí se guardaba el dinero. En diciembre de 2014, la Cámara Federal cuestionaba el lento accionar de Casanello y pedía al juez realizar una investigación patrimonial de los sospechados. Lo haría luego del cambio de gobierno nacio­nal y del recordado video en el que se vio al hijo mayor de Báez contando dinero en La Rosadita con Pérez Gadín. En 2016, el juez procesó a Lázaro Báez, a su hijo Martín, a su contador y a su hijo Sebastián, junto con el piloto Walter Zanzot, el abogado Jorge Chueco, Julio Enrique Mendoza, Claudio Fernando Bustos, César Fernández y el mediático Fabián Rossi. El 18 de abril, detuvieron al empresario en el aeropuerto de San Fernando ya que, según la Justicia, existía peligro de fuga. No tenía plan de vuelo, dato que fue desmentido.

El mediodía del 24 de junio de 2016, Lázaro Báez llegó a los tribunales de Comodoro Py custodiado por personal del Servicio Penitenciario Federal. Trasladado desde la cárcel de Ezeiza, el empresario debía declarar ante la Sala II de la Cámara Federal para aportar información sobre el su­puesto encuentro, producido en septiembre de 2015, en la quinta de Olivos, entre el juez federal Sebastián Casanello y la ex presidenta. “Yo estaba y los vi”, me dijo un mes después Báez. Ese día lo recibieron los camaristas Eduardo Farah y Martín Irurzun. Horacio Cattani no asistió por un problema de salud. El fiscal de cámara Diego Velazco fue quien realizó las preguntas más incisivas al empresario. Según Báez, los camaristas lo escucharon atentamente ante la gravedad de sus denuncias.

La supuesta visita de Casanello a Cristina Kirchner en Olivos era la excusa perfecta para apartar al juez de esa causa. (…) Apartar al juez que, hasta diciembre de 2015, no había avanzado en forma constante y regular en la investigación, no implicaba la absolución del empresario. Había otros intereses, pues ese juzgado es clave para “controlar” al ac­tual gobierno en dos causas clave como Panamá Papers y la fiesta electrónica de Time Warp, además de la supuesta influencia en la justicia del dirigente futbolístico amigo de Macri, Daniel Angelici.

¿Cómo ibas a confiar en un juez al que le pagabas para que no te investigara?, se preguntaban en el entorno de Báez. Si el empresario pagó por protección, la plata jamás le llegó a Casanello. Hubo dos abogados, vinculados con los servicios de inteligencia, que le dijeron al empresario detenido que tanto el juez como el fiscal Marijuán pedían dos millones de dólares para apartarlo de la causa. Si Báez pagó o no esa suma, es un misterio. Lo cierto es que hubo otro abogado que debió renunciar en medio de un fuerte cruce de acusaciones por un faltante de dinero.

Pablo Medrano fue el cerebro judicial en las sombras durante gran parte de la defensa de Báez. El ex hombre de confianza del suicidado Alfredo Yabrán era señalado por el entorno de Báez por haber elegido una estrategia demasiado pasiva en su defensa. El empresario quería otra cosa. Después de la dupla Rubinovich y Sal Lari, relacio­nados con Eugenio Zaffaroni, Liliana Costa convenció a Lázaro Báez de contratar a un abogado que lo instalara en los medios como una víctima y un perseguido político. Maximiliano Rusconi le ganó la pulseada a Fernando Bur­lando tras convencer a la familia de su futuro defendido de que él se había reunido con el juez que lo investigaba y que había negociado la prisión domiciliaria. Según las fuentes consultadas, el supuesto encuentro jamás existió, pero ese rumor y sus antecedentes en la increíble defensa de Die­go Lagomarsino inclinaron la balanza en su favor frente a la mediática propuesta de Fernando Burlando. Sus peleas con los abogados defensores de los hijos de Báez resulta­ron antológicas. Los clientes son los verdaderos perdedores cuando los abogados pierden el tiempo peleándose entre sí. A esa altura, para los adláteres del ex poderoso empresario, Báez era “el preso del Grupo Clarín”.

Rusconi todavía no estaba en los planes de Báez aquel mediodía del 24 de junio de 2016. “Ese día iba a contar todo; aún nos preguntamos qué lo hizo cambiar de parecer”, re­vela una fuente de extrema confianza del empresario, y agrega: “Se había orquestado una reunión previa en la que Báez había pedido algunas condiciones para apuntar con­tra Cristina y, si estaba todo bien, él hablaría”. La señal que esperaba Báez —comunicarse con un detenido de sus características no es tarea sencilla ya que, en prisión, las llamadas se graban y están monitoreadas— era una corbata. Si Martín Irurzun acompañaba su elegante traje con una corbata amarilla, Báez tenía vía libre para ventilar todos sus secretos financieros y su verdadera relación con el saliente gobierno. La señal solo la conocían cuatro personas. Una de ellas aguardaba detrás de la puerta. La corbata era la acordada, pero Báez insistió en que no entendía por qué seguía detenido.

Fuente: Infobae

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