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Cuentos Navideños de la Academia de Literatura Infantil y Juvenil: Compilación. Marcelo Bianchi Bustos, Alejandra Burzac Saenz; contribuciones de Carlos Rubio; compilado por Marcelo Bianchi Bustos; Alejandra Burzac; coordinación general de Marcelo Bianchi Bustos; editor literario Alejandra Burzac; Marcelo Bianchi Bustos; prólogo de Marcelo Bianchi Bustos y Alejandra Burzac Saenz – 1a ed – San Miguel de Tucumán.

Cuentos Navideños Compilación. Para acompañarlos en esta (y otras) Navidad

Navidad, un momento del año en el que se unen tradiciones, recuerdos… Una fiesta religiosa pero para muchos solo una fiesta familiar, uno de los días en los que se unen todos para celebrar. Un día en el que se nace a una nueva vida.
Evocaciones de fiestas pasadas, recuerdos de los que ya no están, esperanza al
ver a los más pequeños en torno a un árbol y al nacimiento. Y la emoción de los mayores
recordando otras navidades.
Este año tan particular por el que se ha atravesado resignifica el sentido de la
Navidad. Hoy más que nunca es una fiesta del amor y la de un nuevo nacer, el de él, y de
cada uno de nosotros que renacemos con más fuerza y con esperanza.
Estas son algunas de las ideas que nos motivaron a proponer a los miembros de
nuestra Academia enviar sus cuentos para conformar esta antología.
Deseamos profundamente que estos cuentos los acompañen cada día en esta preparación para ese día tan esperado. Y los hagan vivir la mágica alegoría de la Vida, del
Amor, de la Esperanza que nace cada año para renovarnos desde lo más profundo de nuestro ser, Jesús nace en la simpleza de un pesebre y con ese nacimiento se ilumina la humanidad año tras año. Seamos luz como él y con simpleza iluminemos el mundo por la Paz, la Armonía.

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Alejandra Burzac Saenz y Marcelo Bianchi Bustos
Vicepresidentes Academia de literatura Infantil y Juvenil.

 

Pinocho, Caperucita y Cenicienta camino a Belén (Carlos Rubio -Costa Rica)

Bastante sorprendido quedó Pinocho cuando una estrella bajada del
cielo iluminó su rostro de madera. “¿Acaso será la Niña de los Cabellos Azules?”,
pensó, “la buena hada me ayudará a convertirme, algún día, en un niño de verdad”. Y
se sintió avergonzado, pues había decidido no ir, ese día, a la escuela. Dobló en la
esquina hacia la calle empedrada y se encontró, frente a frente, con un ángel de
anteojos y pecas en la nariz. Tal vez parecía más un ángel porque llevaba un ramito
de mirto atado en el cordel de su cintura.
—¿En qué le puedo servir, señorito ángel? —preguntó Pinocho cambiando de dirección, como si hubiera recordado, de repente, que iba hacia sus clases?
—Debes visitar al más poderoso de los
Reyes; gracias a Él las estrellas titilan
y el son nos anuncia su sonrisa dorada día
a día.
—Pues yo, por ser Pinocho, le llevaré
mi vestido de papel y un par de bizcochos,
8 | Cuentos Navideños Compilación
—dijo el títere y corrió cuesta abajo, dejando oír el traqueteo de sus rodillas atornilladas.
Guiado por su instinto, se adentró en
el bosque tenebroso. Quién sabe por qué
extraña razón las ramas de los árboles, al
moverse, parecían sables retorcidos. Se
quedó muy sorprendido al ver a una niña,
con un capuchón rojo, recogiendo florecillas
silvestres bajo los tímidos rayos de sol
que se filtraban por en medio de la espesura
de las hojas. Enseguida la reconoció:
—¿Pero, qué haces tan sola por aquí,
Caperucita? —preguntó la marioneta.
—Mi mamá me ha pedido que lleve a la
abuelita esta canasta con una torta, un tarrito de mantequilla, pero me he encontrado
con el compadre Lobo y me ha pedido que me
enrumbe por este camino —hablaba sin dejar
de hacer ramilletes de flores—. El bosque es
tan hermoso y me entretuve corriendo tras
las mariposas y cortando flores de santa lucía.
—Pues te cuento —afirmó Pinocho—, que me
topé con el señorito ángel, con anteojos,
pecas y un ramito de mirto atado en su cintura, y me pidió que visite al más grande de
los Reyes, el que pinta las nubes de color
violeta durante los atardeceres. Y yo, por
ser Pinocho, le llevaré mi vestido de papel
y un par de bizcochos. La niña, resuelta,
agregó:
—Pues yo, por ser Caperucita, le regalaré un trozo del pan que llevo a mi abuelita.
Ambos se tomaron de la mano, saltaron
de piedra en piedra la quebrada y corrieron
por un camino cubierto con hojas secas. El
compadre Lobo se quedó muy confundido, y se
preguntaba qué asunto tan importante podría
haber cambiado el rumbo del cuento; y los
persiguió con los ojos saltones, los colmillos afuera, sin dejar de menear el rabo.
Se escondió detrás de un arbusto y estuvo a punto de atraparlos, si no se hubiera
escuchado el sonido de las ruedas de una
carroza dorada, tirada por caballos. Eran
raros esos caballos, pues tenían las orejas
muy parecidas a las de los ratones; también
viajaban seis lacayos con caras de lagartijas. Su única pasajera era una joven con
vestido de tisú, adornado con oro y plata.
Se quedó muy sorprendida al encontrarse con
los dos niños en un sitio tan solitario.
Pidió que se detuviera el vehículo, y asomándose a la ventana, les preguntó:
—¿A dónde van con tanta prisa?
La niña de la capucha roja le explicó:
—Un ángel con anteojos, pecas y una ramita de mirto en la cintura ha dicho que
debemos visitar al más grande de los Reyes.
Gracias a Él llueve durante el invierno y
el agua dulce y bienhechora corre por los
ríos y alegra a los peces. Por eso, Pinocho le llevará su vestido de papel y un par
de bizcochos y yo, por ser Caperucita, le
regalaré un trozo del pan que llevo a mi
abuelita.
La joven de la carroza no dudó en decir:
—Pues yo, por ser Cenicienta, le daré
un zapatito de cristal y una cinta de seda.
Y sin dar más explicaciones, uno de los
lacayos con cara de lagartija abrió la puerta y dispuso una pequeña escalinata para que
Caperucita Roja y Pinocho subieran al carruaje y pudieran viajar a un destino desconocido, el cual parecía encontrarse bajo
una estrella.
No se percataron de que los perseguía el
compadre Lobo, con su incesante movimiento
de rabo, y un gato con botas, con un sombrero de ala ancha, que se sentía más atraído
por delicioso olor a ratón que emanaba de
los caballos.
Al anochecer llegaron a un monte que parecía haber sido confeccionado con un arrugado y oscuro papel. Nunca habían visto
tantas de esas flores que llaman estrellas
federales. ¿Por qué los árboles movían sus
ramas adornadas con esferas de colores y
velas encendidas? ¿Quién pudo haber imaginado caminitos de aserrín rojo y verde?
¡Qué hermosos eran esos peñascos coronados
con musgo fresco y las bromelias escondidas
detrás de las casitas de barro!
Los viajantes de la dorada carroza comprendieron que habían llegado a su destino, pues una estrella resplandecía encima
de sus cabezas. ¿Acaso estaban frente a
un palacio? Pues no, tan solo tenían una
cueva ante sus ojos. Bastaba el fuego para
iluminar a una mujer con un manto tejido de
luciérnagas, un hombre con barbas de virutas de madera y un recién nacido que se calentaba con el tierno vaho que salía de la
boca de un buey y de la paja, que aún estaba
fresca.
Pinocho le entregó su traje de papel y
un par de bizcochos, Caperucita le regaló
un trozo del pan que llevaba a su abuelita
y Cenicienta le dio un zapatito de cristal
y una cinta de seda. Al Compadre Lobo se le
humedecieron los ojos y ojos y el Gato con
Botas no pensó más en sables ni en guerras.
A Belén llegaron también Blancanieves,
los siete enanos y la Bella Durmiente con un
coro de hadas buenas.
El Niño Jesús, al verlos, abrió los brazos hacia ellos, les sonrió y se imaginó
jugando con todos, elevando barriletes por
encima del planeta, brincando a la rayuela
y hasta danzando mientras cantaban la ronda
del aserrín, aserrán, los maderos de San
Juan…

La estrella de Oriente (Sarah Mulligan)

Había una vez, hace mucho pero mucho tiempo, un nene que pastoreaba ovejas en la colina de un tan lugar lejano que no es posible siquiera encontrarlo
en los mapas. Desde la cima podía ver las
luces del pueblo y sus gentes moviéndose de
aquí para allá. El cielo estaba plagado de
puntitos titilantes y la brisa era sedosa y
fresca.
—¡Qué noche preciosa! –murmuró.
—¿Qué dijiste?- le preguntó una voz
dulcísima y firme que venía de todos lados y
de ninguna parte.
El pastorcito pegó un salto, asustado, y se
escondió tras un arbusto:
—¿Quién me habló?
—Soy yo. ¡Ey! Acá arriba- El chico miró
hacia todos lados.
—Aquí, eyyy, ¿no me ves?? Soy la Estrella del Oriente, dijo con orgullo y brilló con tanta fuerza que dejó chiquititas
al resto de estrellas.– ¿Podrías repetirme
lo que dijiste?
—Que… que… que está linda la noche,
balbuceó el nene.
—¿Cómo no va a ser hermosa, si hoy se
festeja la llegada del amor?.
—¡Ah! –exclamó, sorprendido el chico y
dos lágrimas se asomaron por sus ojos grandes.
—¿Qué pasa, chico?
—Nada. Es que… mi familia está lejos.
Mucha venida del amor pero no tengo con
quien festejar.
—¿Cómo que no? ¡Te acompaña la mismísima Estrella del Oriente! –rió la estrella.
Y, como bien se sabe, cuando las estrellas
se ríen hacen un desbarajuste de luces en
el cielo. El nene quedó maravillado con las
piruetas que hizo su nueva amiga y también
se rió.
—¡Ven conmigo! –lo entusiasmó la Estrella.
—¿Adónde?
—¡Si no vienes no te enteras!
Como no tenía mejor cosa que hacer aquella noche, decidió seguir a su enigmática
amiga. Hizo un sonido con el cuerno y sus
ovejas los siguieron por la ladera de la
colina.
De pronto vieron a un leñador que cargaba una inmensa bolsa sobre la espalda y se
apoyaba sobre el hacha como si hubiese sido
un bastón.
—Eyyy, leñador… ¿qué haces trabajando?
¿Sabes que hoy es día de fiesta?- Le preguntó
la estrella.
—Ah, sí –dijo el leñador, ensimismado,
sin mirar de dónde venía aquella voz y sin
percatarse del niño.
—¡Eyyyy! – gritó más fuerte la Estrella
del Oriente. -¿Acaso no te alegra?
—Me da lo mismo. Perdí a toda mi familia. ¿Qué me importa?
—Pues aquí hay una. Te presento al…
¡Pastorcito de los brillantes cabellos del
color de las castañas y –señalándose a sí
misma con un haz de luz- a la mismísima Estrella del Oriente! ¿Qué tal?
—Sí. Je. ¡Vaya Familia!
—¡Ven! ¡Sígueme!
—¿Adónde?- dijo el leñador, intrigado
ante tanto alborozo.
—¡Si no vienes no te enteras! -El hombre
dudó un instante. Miró el pueblo animado y
ruidoso y supo que ahí se sentiría más solo
que nunca. ¿Qué perdía siguiendo a la simpática Estrella? Así que los siguió. Caminaron un buen trecho. La Estrella no paraba
de hablar.
—¡Hooooola! –gritó la Estrella del
Oriente a una ancianita sentada sobre una
roca que cascaba unas nueces.– ¿Qué haces,
abuelita?
—¿Abuelita? Ni un solo nieto tengo. ¡Ja!
¡Abuelita!
—Vamos, aquí tienes uno- le dijo la estrella mostrándole con un dedo luminoso al
pastorcito que no había abierto la boca. La
anciana lo miró y gruñó:
—¡Bahh! ¡Estrella mentirosa! ¡Habráse
visto! Y siguió cascando nueces.
—¿Piensas quedarte aquí con tus nueces?
¿Qué te parece si vienes con nosotros?
—¿Adónde?
—Pues… ¡Si no vienes no te enteras!- y
la estrella dio otra voltereta, destellando
luces de colores.
La anciana estiró sus piernas y se dio
cuenta de que hacía mucho tiempo que estaba
sentada en la misma posición sobre la roca.
Mal no me vendría caminar un poco, se dijo.
Se levantó con esfuerzo y los siguió.
Al rato se escuchó una bella melodía navideña. Caminaron unos pasos y encontraron
a un joven, de barba negra que cantaba al
son de la guitarra.
—¡Epa! ¡Qué bien cantas!
—¡Oh! Canto para mi esposa de ojos ver-
des y también para los amigos que dejé en el
Gran Continente. Me vine a trabajar a este
lugar perdido y ahora…
—¡Oh! ¡Sígueme!- lo invitó la estrella.
¡Pero trae tu guitarra! ¿Eh?
El hombre, cautivado por la alegría de
la estrella, se paró y los siguió sin dejar
de tocar el instrumento.
El camino se llenó de música y al rato
vieron a un hombre alto que sostenía a una
joven embarazada.
—¡Hooola bonita pareja! ¿Qué andan haciendo?
—Mi esposa está por dar a luz. Pedimos
ayuda, pero la verdad es que nadie nos deja
pasar a su casa. ¿Pueden creer?
—¡Oh! No se hagan ningún tipo de problema. ¡Conozco un lugar que les va a encantar!
¡Síganme!
—¿Adónde?- preguntaron el hombre y la
mujer embarazada.
—Ahhh ¡Si no vienen, no se enteran!
Los jóvenes no tenían mucho tiempo para
pensar y como no tenían un mejor plan, la
siguieron.
Cerca del pueblo había a un establo. Una
vaca se acercó enseguida a recibirlos.
—¡Bienvenidos! ¿Qué andan haciendo por
aquí a estas horas?
—¡Hola vaquita linda! -dijo la Estrella
del Oriente- Esta gente necesita un favorcito. Está por nacer su bebé. ¿Tendrías un
buen lugar donde ubicarlos?
—¡Claro que sí! ¡Claro que sí! ¡Adelante! ¡Pasen, pasen!- La vaca estaba tan
contenta que la campanita que colgaba de su
cuello se movía de un lado al otro. Entraron
al establo: el pastorcito, el leñador, la
anciana, el hombre de la barba negra con su
guitarra, la pareja de jóvenes y, por supuesto, la Estrella del Oriente.
—¿Qué les parece? ¡Mi propia cama!, la
vaca los hizo les mostró un montón de heno
amontonado en el fondo. El nene, que seguía
sin decir palabra, estiró sobre el heno su
túnica de pastor y el joven ayudó a la chica
a recostarse. Enseguida se acercó un caballo; después, un buey y dos burros. Las
ovejitas le pidieron al nene permiso para
entrar. ¡Por nada del mundo se iban a perder
el nacimiento del bebé!
—¡Qué bien estamos acá!- dijo la joven.
Mientras tanto, el leñador abrió su bolsa y con los maderos hizo una fogata. El
chico ordeñó a la vaca y sirvió leche en
unos cuencos que encontraron en el establo;
la anciana cascó unas nueces y las repartió
y el muchacho de barba negra cantó al compás de su guitarra mientras la Estrella del
Oriente hacía piruetas de colores.
De pronto, se oyó el llanto de un bebé.
El muchacho alzó al niño, y lo colocó sobre
el pecho de la joven madre. Sin saber por
qué todos cayeron de rodillas pues la escena era muy bella y allí reinaba una paz
desconocida.
Entonces la joven vio a la anciana tan
emocionada que le permitió sostener a su
hijo. Por unos instantes, la mujer sintió
que mecía a su propio nieto y sintió un amor
inexplicable. El leñador -que había perdido a su familia- levantó en alto al bebé
y en ese momento sintió que recuperaba la
alegría de otros años. El cantor reconoció
en los ojos del niño la verde mirada de su
esposa. El pastorcito sintió por un momento
que aquel bebé podía ser su hermano pequeño
y jugó con sus dedos diminutos.
Mientras tanto, el hombre de barba negra
cantó una bella historia: hace muchos, pero
muchos años, en un pueblito llamado Belén,
hubo en un pequeño establo donde nació un
rey sencillo. Estaba rodeado de seres soli-
tarios que le ofrecían sus dones: su túnica
de pastor, sus nueces, su música, sus leños
y el recién nacido les ofreció el calor de
su amor por siempre jamás. La guitarra sonó
hasta que todos se quedaron dormidos.
Al amanecer, el pastor, la anciana, el
leñador, el músico, la vaca, el caballo, el
buey, los burros y las ovejas se despertaron felices. ¡Habían vivido la mejor Nochebuena de sus vidas! Sin embargo, la pareja
de jóvenes y el bebé ¡habían desaparecido!
Los buscaron por todos lados, ¡y nada! Tampoco tuvieron noticias de la Estrella del
Oriente, aunque eso era esperable porque se
sabe que a las estrellas solo se las ve por
las noches.
Cuando abrieron la puerta del establo,
un rayo de sol iluminó la estancia. Entonces, vieron algo que los hizo estremecer.
Sobre la pared, había unas figuras esculpidas en la piedra. Se acercaron un poco más
y pudieron reconocer los rostros resplandecientes de la joven, del flamante padre y del
bebé recién nacido. Sobre ellos, pudieron
ver la inmensa sonrisa de la Estrella del
Oriente.

 

El Cofre (Alejandra Burzac Saenz)

Hace muchos años, en un viejo depósito, en la casa de un anciano
que según dicen vivió más de ciento veinte
años, un grupo de jóvenes encontró muchos
objetos definitivamente extraños. O si no
extraños, extravagantes, o si no extravagantes, desconocidos, y si no desconocidos,
misteriosos. No sabría decirles que eran
exactamente ya que eran extraños, extravagantes, desconocidos y misteriosos.
El anciano vivió tantos años ya que según él mismo decía necesitaba dejar un heredero que cuidara aquellos objetos que eran
de mucho valor para la humanidad.
Entre todas las cosas había un pequeño
cofre dorado. Sus grabados y relieves eran
de tan exquisita belleza que a simple vista
quedaba la sensación de que debieron pertenecer a alguien de la realeza, y que era
muy, muy antiguo. Observándolo de cerca podía verse entre las formas que lo decoraba
la silueta perfecta de un dromedario.
—Los dromedarios son de Medio Oriente,
–dijo uno de los jóvenes entusiasmado.
—Sí, es verdad, –aseveró otro.
—¿Dromedario, rey…? –preguntó un tercero.
Todos quedaron en silencio, pensando en
dromedarios, esos camellos con una sola joroba y reyes, y objetos.
—El más alto de los jóvenes dijo:
—Rey mago.
—¡Sí! –dijeron los otros. El dueño puede haber sido un Rey mago.
¿Un cofre, con la silueta de un dromedario de Medio Oriente podría ser de un rey
mago? Se dijeron.
Seguro el cofre era el que levaba Gaspar, el joven de barba dorada que llegó
montado en un dromedario, siguiendo la estrella de Oriente. Allí debe haber llevado
el incienso.
El incienso era muy común en Medio Oriente. Lo utilizaban para la elaboración de
perfumes. Valorado además porque se usaba
en los altares. Gaspar obsequió al Mesías
incienso, pues se trataba del hijo de Dios,
y a las divinidades se les rendía culto quemando incienso.
Dentro del grupo venía un pequeño, que
era descendiente del anciano longevo, que
era el que cuidaba aquellos singulares objetos. El niño era muy conocido por su extrema
bondad, prudencia y sabiduría, a pesar de
sus apenas siete años. El niño se acercó al
misterioso cofre y diciendo unas palabras
en araméo, la lengua de cristo, que sólo él
entendía, levantó la tapa. Una luz cegadora
salió del pequeño recipiente.
El incienso se expandió en toda la habitación. Era aroma y luz. Las partículas del aire
parecían interpretar una sinfonía sagrada.
Las manos del niño brillaban y de ella
salían arcoíris. El pequeño, al introducir
su mano en la pequeña cavidad del cofre,
provocó una llama viva. Como una fogota con
siete lenguas de fuego.
Algunos juraron que, mientras veían las
llamas y el perfume invadía el espacio, pudieron ver ángeles con trompetas en las cuatro esquinas de la habitación. Y querubines
celestiales giraban en el techo.
Cuando las llamas estaban agotándose un
silencio se impuso. La luz volvió a la caja
y se cerró en seco.
Al cerrarse, estrella fugáz, cayó ante
los ojos atentos de los presentes. Era un
veinticuatro de diciembre, y las campanas
de la iglesia cercana daban con algarabía
las doce campanadas navideñas.
Todos quedaron mudos. Ninguno podía decir si eso pasó o fue un sueño. Pero desde
entonces dicen que aquellos muchachos encontraron la sabiduría de pensar, decir y
hacer que tenía el niño, y junto a él recorrieron el mundo enseñando a todo el que
quería aprender los misterios de la vida y
la verdad. Por donde pasaban había un profondo aroma a incienso, a sagrado, a divinidad.
Se los conoció por siempre como los hombres más fraternos, justos y libres de la
faz de la tierra.

 

Regalo de Navidad (María Julia Druille)

Eso de los regalos para Navidad no
es para nosotros. Nunca tuvimos.
Pero mi papá a veces se las ingenia para
hacernos sentir ricos.
Cuando llega, cansado de haber acarreado el carro por toda la ciudad no tiene más
ganas de nada, pero ese día era Nochebuena
y él venía con algo escondido.
Estábamos muy ansiosos por lo que se
traía entre manos, pero dijo que recién lo
mostraría a la noche, después de las doce.
Creo que mamá tampoco sabía nada porque
se sorprendió tanto como nosotros cuando
trajo ese paquete enorme que nos pidió que
abriéramos.
Era un barco azul de papel y madera que
encontró en la puerta de un colegio, entre
la basura que habían sacado después de la
fiesta de fin de curso.
Era bonito, muy bien construido pero
el encanto del barco fue otro, fue lo que
papá nos fue contando porque en ese barco
subimos todos y viajamos por los mares de
la China y soportamos los tifones ateridos
de frío y llegamos a li+a costa de una isla
solitaria, comimos los frutos silvestres,
descubrimos una cueva y nos cobijamos y nos
habituamos a disfrutar de la naturaleza y
fuimos respetuosos con ella y solo pescamos
los peces que necesitábamos para comer y
sobrevivir. Luego emprendimos viaje nuevamente y surcamos las costas de India y de
Arabia y llegamos a África.
¿Y después?, bueno, después nos dormimos sobre los almohadones, tirados en el
piso y ahí sí que viajamos, hacia las estrellas más lejanas, hacia más allá de la
galaxia, felices, como navegantes que por
fin han cumplido su más ansiada aventura.

Navidad en el pueblo donde no había ningún árbol (Olga Fernández Latour de Botas)

Había una vez un pueblo muy pequeño, enclavado en la ladera de
una montaña y rodeado de un paisaje desierto. Sus habitantes eran pastores de ovejas
y cabras, gente muy laboriosa, que con la
arcilla y la arena de los terrenos que los
rodeaban hacían lindos y resistentes objetos de cerámica y con la lana de sus ovejitas tejían, en telares rústicos, mantas,
ponchos, fajas, con colores brillantes que
sacaban de los pocos arbustos achaparrados
que crecían en esos arenales o que iban a
buscar cuando, bajando hasta la quebrada
más próxima, se acercaban al río.
Todos los naturales de ese pueblo eran
muy religiosos, creyentes en los misterios
del catolicismo, y adoraban especialmente
al Niño Dios, como que era el patrono de su
pueblo llamado, por eso, Villa Divino Niño.
Así es que, aunque celebraban con Fe y entusiasmo todas las fiestas del calendario
cristiano, la más importante de todas era
para ellos la Navidad, y el Nacimiento de
Jesús era motivo para que todas sus sencillas viviendas abrieran sus puertas y deja-
ran ver, en su interior, hermosos pesebres
transmitidos y mantenidos de generación en
generación. Allí rivalizaban en belleza las
imágenes de la Sagrada Familia – Jesús, José
y María-, las de los ángeles, las de los
pastores que fueron a adorar, las de los Reyes Magos con sus clásicos camellos y toda
suerte de animalitos que parecían querer
unirse, en ese escenario devoto y doméstico, a la gran celebración.
Cierta vez llegó al pueblo, de paso hacia otros pagos, una niña que viajaba con
sus padres, procedentes de las zonas boscosas que quedaban a varios días de marcha
de la Villa Divino Niño y, como era tiempo de Adviento y ella vio los preparativos
para la Navidad que en las casas se hacían,
comentó entusiasmada: “¡Esta es la Navidad
más linda que conozco! ¡Sólo le falta la
adoración del árbol!”. “¿Y qué es la adoración del árbol?, preguntaron los chicos
del pueblo. “Es una danza que hacemos en el
lugar de donde yo provengo, por la cual los
chicos vamos girando alrededor de un árbol
florecido en el cual hemos colocado una imagen del Niño Jesús, mientras cantamos coplas de alabanza”.
“¡Cómo nos gustaría bailar esa danza
a nosotros también”, dijeron los chicos,
“pero aquí no tenemos árboles alrededor!”.
La niña visitante, que era muy buena y linda,
les dio entonces una hojita de papel donde
había escrito varias coplitas que tenía en
su memoria y dijo, antes de partir: “¿Y si
hicieran un árbol de cerámica y le pusieran
fajas de colores clavadas en su cumbre, que
caerían a tierra como ramas y flores tejidas
en telar. Ustedes podrían tomar las puntas
de esas fajas y girar cruzándose, alrededor del tronco de barro cocido hasta revestirlo, como hacemos nosotros con el árbol,
mientras cantan las coplas que yo les dejo,
y luego realizar el recorrido hacia el otro
lado diciendo, por ejemplo:
“Destrencen las trenzas,
vuelvan a trenzar
que el Rey de los Cielos
se va a coronar.”
Y así fue como, desde entonces, en aquel
pueblo donde no había ningún árbol, cada
Navidad florece un tronco de cerámica, adornado con fajas de los más vivos colores de
cada uno de cuyos extremos inferiores se
toma un chico o una chica que, cantando villancicos para adorar al Divino Niño, giran cruzándose de tal manera que el soporte
quede cubierto por las fajas trenzadas por
obra de la universalmente famosa Danza de
las cintas.

Complicidades (María Paula Mones Ruiz)

La llegada de diciembre era sinónimo de alegría por el entusiasmo
que generaba en mi, ese momento de armar el
pesebre. Lo que más me gustaba era acostar
al niño Jesús y asegurarme de colocar a sus
papás lo más cerca posible. Luego los Reyes
Magos, en fila, con sus presentes.
Cada noche, antes de ir a dormir, me
sentaba un rato cerca del pesebre para confirmar que el niño ahí seguía acostadito.
Recuerdo que lo cubría con un pañuelo blanco y, como no sabía rezar, le cantaba el
arrorró…
Hasta el momento ignoraba que la escena
había sido presenciada por dos espectadores
ocultos: mis hermanos (apenas más altos que
yo). Los descubrí pero no les dije nada. Y
por cierto creyeron que no los había visto
salir corriendo descalzos y meterse de nuevo en la cama tapándose la risa.
¿Me habrían estado observando cada noche o solo esa vez?
En vísperas de Navidad agregué algunos
adornos al árbol y observé que el niño Jesús
no estaba en el pesebre. Segura de la tra-
vesura de mis hermanos, segura de que ellos
lo tenían, enojadísima fui a culparlos. Se
miraron con esa complicidad incuestionable
y con las manos detrás confirmaron su respuesta, diciendo:
-Si adivinás quién de los dos lo tiene,
te lo devolvemos -.
Entonces pensé en lo infalible del abrazo que siempre cerraba nuestras discusiones. Y eso hice, los abracé y pude espiar en
puntas de pie sus manos escondidas.
Juntos, los tres, colocamos al niño Jesús en el pesebre.
La Navidad ya estaba en nosotros.

 

Una historia que comienza (Ana María Oddo)

Esa mañana, las cosas sucedieron
como siempre: el gallo cantó y ese
fue el comienzo de la historia. Porque entonces, el sol salió y cada uno se dedicó
a sus tareas de todos los días: los campesinos a trabajar la tierra, los mendigos a
mendigar, los soldados a hacer la guerra y
los poderosos a dar órdenes. Cuando llegó
la noche estaban todos tan pero tan cansados que se prepararon para ir a dormir. Pero
entonces algo ocurrió. En el cielo apareció una luz poderosa, brillante. Y algunos
dicen que ese fue el verdadero comienzo de
la historia, porque provenía de una estrella tan pero tan grande como jamás se había
visto. Si hasta parecía que si uno estiraba
la mano podría llegar a tocarla. Todos, los
campesinos, los mendigos, los soldados, los
poderosos se quedaron tan asombrados que no
podían dejar de mirarla. En conclusión, que
en ese reino lejano del oriente esa noche
nadie durmió. Las luces del amanecer hicieron desaparecer el fenómeno y ese día todo
se desarrolló normalmente. O casi. Porque
la gente no dejaba de murmurar y preguntarse
unos a otros qué podría significar aquello.
Lo asombroso fue que al llegar la noche,
otra vez la estrella se hizo presente con su
gran tamaño y su luz brillante. Y lo mismo
pasó la tercera y la cuarta. La quinta noche
algo inesperado ocurrió: la estrella empezó a parpadear como si quisiera guiñarles
un ojo a sus admiradores y, ante la mirada
absorta de todo el pueblo, empezó a moverse
lentamente hacia el oeste.
Sin decir palabra, los habitantes de
aquel reino, uno tras otro, se pusieron en
marcha decididos a seguir su recorrido. Sobre el fondo oscuro de la noche, alumbradas
por la estrella, se recortaban sus figuras.
Allí iban los poderosos, los soldados, los
campesinos, los mendigos. Los animales de
la granja no quisieron quedarse atrás: también iban las vacas, los corderos, los conejos, los caballos, las gallinas. Y dicen
que hasta el león quiso estar presente. Por
eso hay quienes piensan que ese fue el verdadero comienzo de la historia.
Lo cierto es que la caravana cada vez
era más grande porque al pasar por los distintos reinos la gente se iba incorporando.
Y así durante días y días, semanas y meses.
Hasta que un día, de pronto, la estrella
volvió a parpadear y se detuvo. Era tanta
la gente que se amontaba debajo de ella que
nadie podía ver exactamente dónde se había
detenido.
-Seguramente sobre un campo rebosante
de trigo- dijeron los campesinos.
-No, tiene que ser un castillo fortificado- dijeron los soldados.
-No, si caminamos tanto tiene que tratarse de un magnífico palacio- dijeron los
poderosos.
-No, miren bien- dijeron los mendigos
-es un pesebre.
-¡¡¿¿Un pesebre!!??
-Sí, y se escucha el llanto de un niño.
Entonces, poco a poco, se fueron acercando y vieron que era verdad: allí, en una
cunita de paja, envuelto en pañales, había
un niño recién nacido. Su carita era más luminosa que la estrella que los había guiado
y tenía sus bracitos en alto, como llamándolos. Y entonces sí, ya nadie lo dudó, ese
fue el verdadero comienzo de la historia.

 

Celeste y el Burrito Belín (Honoria Zelaya Nader)

Todos los días, a la hora exacta en
la que las flores exhalan sus mejores fragancias, Celeste debía recogerlos.
Él era el responsable de trasladar hacia
cielo, las fragancias del Tucumán.
Linda tarea ¿Verdad?
Además, te debo decir que Celeste era
un ángel juguetón. Y dueño de una gran imaginación. Tanta… que a veces transformaba
a las nubes en caballos alados y practicaba saltos hípicos entre los rayos del sol,
pero… cierto día tras galopar y galopar sobre los helechos del Aconquija llegó tarde
a su trabajo y los dueños de los aromas,
molestos por su impuntualidad decidieron no
atenderlo. Además, ya les habían regalado
sus aromas al viento.
¡Imagínate! Tratá de imaginarte ¡Todos
los perfumes dispersos..!
¿Y ahora…?
Ahora, era imposible recuperarlos. Y
como si fuera poco lo que le había pasado,
en el cielo y lo estaban esperando.
No era simple lo que le había ocurrido.
No. No era nada simple. Y tan angustiado
estaba por lo sucedido que empezó a llorar y mientras las lágrimas se deslizaban
copiosamente por sus mejillas, un burrito
que pasaba por ahí, al verlo tan angustiado
se conmovió. y a Celeste, le bastó mirarlo
para sentir que estaba frente a un amigo.
Sin titubear decidió contarle lo que le pasaba.
El burro, sin decirle ni media palabra,
empezó a aspirar hondo. Muy hondo. Una vez.
Y otra vez.
Y otra vez.
Y lo que aspiraba luego lo exhalaba en
las alas del Ángel.
Tras unos pocos instantes, Belín había
logrado rescatar a todos, a todos los aromas dispersos ¡El problema estaba resuelto!
Celeste no podía salir de su asombro.
Ahora sí que podía regresar habiendo cumplido su cometido pero en el momento preciso en el que se disponía a retornar lo
detuvo una Voz:
—¡Espera, Celeste! ¡Espera! Ponle tus
alas a Belín y dirígete hacia Belén . En una
horas, ahí nos hemos de ver.
Fiel a lo indicado así lo hizo. Y partieron los dos.
¡Era una maravilla ver volar a un Ángel
en un burro alado!
Por donde pasaban les cantaban:
Arre borriquito
vuela hacia Belén
Que en Belén un Niño
pronto ha de nacer.
Al llegar al sitio indicado se encontraron con un Niño más hermoso que el mismo
amor, pero hacía tanto frío en ese lugar
que hasta Belín se estremecía. Pero no sólo
temblaba por él. Le preocupaba el Niño.
¡Había que darle calor! Sin más, ni más
empezó a hacerlo con su aliento. Un aliento que sabía a jazmines, cedrones, quimpe,
poleo.
Un aliento que perfumaba al humilde establo con las fragancias del Tucumán.
María, lo miró con ternura. José, lo
acarició y el Niño le regaló una sonrisa,
y en ese preciso instante las fragancias
se transformaron en luces voladoras que se
prendían y apagaban como estrellas juguetonas.
Belín no entendía nada. Celeste se lo
explico:
—Es un regalo que te da el Niño.
—Regalos, dices…?
40 | Cuentos Navideños Compilación
—Sí. Son bichitos de luz. Unos bichitos
que en las noches muy oscuras, alumbraran
tu camino. ¿Y sabés por qué lo hace…?
Porque este Niño – que se llama Jesúses el Hijo de Dios y ha venido a la Tierra
para…
¡Escuchá! ¡Escuchá! Ya los Ángeles y
los Arcángeles lo dicen:
—¡Paz en la Tierra a los hombres de
buena voluntad!
¡Paz! -respondió con emoción, Belín, –
mientras el Niño Dios y Celeste le hacían
eco.
—¿Los escuchás…?

 

Una estrella para el árbol navideño (Graciela Pellizzari)

“Esta noche es Nochebuena
y mañana es Navidad …”
(villancico folklórico)
No eran ‘BUENOS’ los ‘AIRES’ de la
ciudad… aquella tarde, en vísperas de Nochebuena.
Los húmedos y gomosos vahos nos envolvían, en una sensación soporífera.
A pesar de la pesadez climática, esperábamos la Navidad con ansias renovadas…
Completábamos nuestro árbol navideño
con una ESTRELLA confeccionada en cartulina. La decoraban unas manitos pequeñas, con
brillantina dorada.
Plegada y pegada luciría en la punta y
la iluminaríamos con las luces preparadas
para la ocasión, en esos pocos días al año.
La humedad ambiente hacía que la brillantina se pegoteara en sus pequeños deditos que querían ponerle el color adecuado.
Esperamos pacientemente, que no se resbalara o desprendieran los tonos dorados,
para lucir nuestra ESTRELLA, en la punta
del pino verde, muy verde.
Llegó el momento anhelado: colocar la
ESTRELLA en el lugar indicado. Lo hicimos
en un momento de íntima complicidad familiar.
De repente esas manitos ´doradas´ se
unieron en oración, para decir susurrando:
-¡Qué todos los que están enfermitos se
curen, pronto!
-¡Y, qué todos los hombres que se están
peleando en las guerras, no se maten más!
-¡PAZ!
Ese era su rezo nocturno, lo decía diariamente. En ese momento, frente a ‘la estrella de nuestro árbol navideño’ le surgió, espontáneamente.
Esta oración fue lanzada al universo
con natural unción y con la mejor intención
del corazón puro de una niña.
Puntualmente, cuando lo indica el calendario en esta latitud- longitud esperanzadas, se dijo-dice-dirá…. por siempre, con
el mismo anhelo y deseo de aquel día.
Después, la familia reunida continúa
con el ritual, cantando:
“Comeremos un pan dulce
cortado a la mitad …”
¡FELIZ NOCHEBUENA Y FELIZ NAVIDAD PARA TODOS!

 

Magia Navedeña (María Fernanda Macimiani)

Días antes de Navidad, en el nuevo paseo de compras de Primero de
Mayo pasó algo rarísimo. Todo estaba decorado para las fiestas navideñas. Los comercios habían invertido muchísimo en las
fiestas de fin de año.
Lamentablemente esto no duró mucho.
Solo una semana antes de Nochebuena, toda
la decoración había desaparecido como por
arte de magia. En una noche habían robaron
todo lo que embellecía al paseo de compras.
Así fue que comenzaron a investigar la
desaparición de bolas y bolitas, campanas y
campanitas, nieve falsa y duendes de plástico, luces y guirnaldas. Hasta el mismísimo trineo con sus renos había desaparecido.
Solo había quedado en pie un Papá Noel
gigante en la entrada del paseo, pero en
muy mal estado, sucio y con un gesto extraño. El personal de limpieza se ocupó de
dejarlo más o menos en condiciones para reabrir el centro comercial, ni bien hubieron
terminado las pericias judiciales. También
limpiaron el barrial que quedó en las veredas y calles linderas, seguramente debido a
la lluvia del día anterior. Porque en esta
parte de Argentina no tenemos nieve en Navidad, bueno…, nunca tenemos nieve.
La investigación estaba casi detenida
porque, en estas fechas todo se complica y
porque pensaban que podía tratarse de una
broma.
Pero había alguien que no había parado
de pensar y pensar en el móvil del delito,
quería descubrir al culpable. Era alguien
que no estaba apurado por las compras navideñas.
Él tenía tiempo para jugar. Él podía ver
un montón de personajes y monstruos con solo
recostarse en el pasto mirando las nubes.
Él era un poco volador (según su maestra).
Él era un chico con suerte, (según su
mamá). Siempre entraba al centro comercial
y lo recorría, conocía cada rincón. También
podía subir a los juegos del patio infantil y dejar que su imaginación lo llevara
aún más lejos que el Trencito del terror.
Fue en una de esas vueltas infinitas que las
nubes dibujaron todo en su mente. Él vio de
golpe lo que había pasado por alto antes.
Entonces corrió a su barrio, caminó por las
veredas y con ojos sorprendidos vio las casas llenas de luces y adornos y guirnaldas
y campanitas que nunca antes había visto
en esos lugares. Pensó en ir a contarle su
descubrimiento a la policía, o a la directora del colegio, o a la seño, o a su mamá…
pero… Él había notado destellos de colores
en los ojos de su mamá, desde que la casa se
transformó como las otras.
Lo que no les conté, es que la mamá de
este chico, trabajaba en el centro comercial Primero de Mayo. Tampoco les conté que
el chico se llamaba Dany.
Dany se dio cuenta de que sus vecinos
nunca habían estado tan contentos. Nunca
los había escuchado cantar así. Nunca los
vio preparar tantas cosas ricas y compartirlas en las veredas. Pero se dio cuenta
de que ya había visto la cara llena de luces
de su mamá, alguna vez. “Se parece a la que
pone cuando recuerda sus juegos de niña”,
pensó el chico. Ella contaba que en Pablo
Podestá los chicos jugaban en las veredas,
los baldíos y los patios.
Dany pensó que la locura navideña lo
había enfermado. Trató de justificar cada
cosa, pero fue imposible. Así que preguntó
a los chicos si sabían quién había decorado las casas. Nadie supo contestarle. Solo
sabían que el barrio se había transformado
46 | Cuentos Navideños Compilación
la noche del robo. Las cámaras no mostraban nada, no había testigos, ni huellas, ni
sospechosos. Nadie podía acusar a los vecinos porque ellos también estaban sorprendidos. Todos hacían bromas y decían que al fin
la magia navideña había llegado al barrio.
Así que Dany no tuvo más dudas. Él corrió
y se abrió paso entre los clientes llenos
de bolsas, se paró frente al muñeco de Papá
Noel y vio que su gesto ya no era extraño,
su nariz y mejillas estaban como pintadas
nuevamente. Solo por si acaso, revisó las
suelas de las botas negras que seguían con
manchas de barro, y se dio cuenta de todo.
A pesar de los gritos de los guardias, logró llegar al cuello de Papá Noel por una
escalerita secreta. Ante las miradas de los
vecinos y clientes, puso sus manos “así”,
en la oreja del muñeco, para que nadie escuchara el secreto. Le dijo algo al oído,
y le dio un abrazo graaaaaaaaande como una
nube llena de luces.
Nunca se resolvió el caso de aquella
Navidad tan especial.

 

Cuento de Navidad (Cecilia Glanzmann)

Soy un árbol de Navidad, bastante
grande, parecido a los naturales.
Tengo mis años en la casa donde vivo, y
he visto crecer a los niños de Elvio y de
Mercedes, como antes mi antecesor, que era
un verde pino de verdad, los vio crecer a
ellos. Y… ¡ji, jo !, vengo viendo crecer
a los hijos de esos niños que se hicieron
grandes y me dieron el gran título de “Abuelo Árbol de Navidad”.
Los chicos primeros armaban con su mamá
un pesebre con papel madera con engrudo,
sobre piedras y cajas. Hacían sus cartitas
o sus pedidos al “Niñito Dios” y las ponían
en el pesebre. Después de unos años, las
colocaron en mí, que estaba adornado con
cuanto se les ocurría fabricar y con guirnaldas que me hacían sentir en cada diciembre y hasta después del día de Reyes vestido
de fiesta, como para ir a un baile como el
de Cenicienta con el Príncipe. He visto las
caras felices de los cinco hermanitos cuando a la mañana siguiente o a la medianoche
veían que no estaban ya las cartitas y sí
regalos para ellos.
Y un buen día… con los nietos pequeños…,
apareció Papá Noel en la vida de todos. A
mí me dio pena que se olvidaran un poco del
Niñito Dios… Las cartitas ya las dirigían a
Papá Noel y las colocaban en mis ramas. Pero
siempre se siguió armando el pesebre en el
hogar de la chimenea.
Les voy a contar la historia de una Nochebuena en esta casa.
Aquellos niños que jugaban a las escondidas, cantaban villancicos y me contagiaban su alegría en cada Navidad, se han
hecho grandes y viven en distintas partes
del país y del planeta. No siempre pueden
reunirse y extrañan todo aquello que vivían
y que yo… bien recuerdo.
Es que ellos disfrutaban de ir a misa a
vivir con muchos otros el espíritu precioso
de compartir el encuentro con Jesús Niño,
cenaban en familia agradeciendo el estar
juntos, el estar sanos, el saber que siempre el abrazo de Dios estaba presente. El
Espíritu de la Navidad ponía estrellas encendidas en los ojos que sonreían desde el
corazón, en los chicos y en los grandes. Y…
cuando se escuchaban las campanas, o la sirena a las 12 de la noche…, venían corriendo
a ver si les habían dejado algún regalo.
En diciembre del 2019 empezaron a llegar a esta casa donde ya les dije que vivo
desde hace un tiempo incontable. ¡Pero eran
muchísimos!, no los cinco de los que les
hablé. Aunque no era la primera vez que los
veía, no siempre era a todos todos todos.
Cuántos abrazos, lágrimas de alegría, horas
contándose cuanto no habían podido del mismo modo por whats app o por video-llamada o
por zoom. En cuanto me vieron, me saludaron
contentísimos de volverme a ver y yo… me
hamaqué un poquito, con el tilín tilín de
mis adornos y luces. De tan contento, casi
aterrizo. Qué desastre hubiese hecho.
—Hola Abuelo Árbol de Navidad -me dijo
un pequeño con acento español.
—Hola, ¡qué bueno volver a verte!
—No sabes qué ilusión tenía de venir y
de encontrarte. El viaje fue larguísimo, no
te imaginas, pero mereció el esfuerzo. También para mamá y papá.
—Te recuerdo, ¡ pero has crecido mucho!
—Ni me doy cuenta yo, pero me lo dicen a
cada rato los tíos, los primos, los abuelitos. ¿Te puedo dejar la carta que traje ya
preparada desde Zaragoza?
—¡Dale!, aquí tenés un buen lugar. Te lo
estaba reservando.
—¿Tienes ese escondite mágico para los
regalos, si es que viene Papá Noel?
—¡Claro que sí!
—Te quiero abrazar! Y sin esperar respuesta me abrazó. Nos fuimos los dos al
suelo, vaya complicación que hicimos. Un
estruendo, bolas de colores corrían por el
living, algunas se rompían, las luces se
desconectaron y sentí que esto no tendría
arreglo.
De tanto que conversaban y se reían los
grandes que estaban en el patio, ni supieron lo que nos había ocurrido. Pero… qué
pasaría cuando me viesen. Mi amiguito se
levantó, con una rodilla un poco raspada
y nada más. Y se fue hasta el pesebre. De
pronto, lo escuché decir:
—Niñito Dios que estás por nacer, por
favor ayúdanos. No puedo solo levantar al
Árbol Abuelo y esta noche todos tenemos que
estar felices para celebrar que nacerás de
nuevo en nuestros corazones para recordarnos que siempre estás, para que vivamos con
paz y amor. Eso es lo que Tú quieres y yo…
te escucho adentro. A mamá también le pasa
y sé que a otros.
Una gran luminosidad nos envolvió y
volví a estar no solo en mi lugar, sino con
toda mi elegancia de fiesta. Miré a mi amigo
y estaba diciéndole al Niño del pesebre:
—¡Gracias! Yo sabía que nos ibas a ayudar. Cuánto te quiero.
De pronto, una gran algarabía. Entraron los grandes que estaban en el patio y me
vieron. Varias voces se superponían.
—¡Hola nuestro amado árbol!, siempre
estás hermoso, esperándonos. Esta noche,
después de nuestro encuentro en familia con
la alegría de estar todos juntos de nuevo
para celebrar la Nochebuena, vendremos a
visitarte.
Y alguien se animó a preguntarme: ¿podemos poner nosotros algunas cartitas, como
cuando éramos chicos?
Le guiñé un ojo a mi compañerito y entre
los dos les dijimos: buenísimo. Siempre habrá un espacio. Aunque me digan ya Abuelo,
soy el de toda la vida: el Árbol de Navidad.

 

Cuento navideño (María Isabel Greco “Marisa”)

Alguien leyó un artículo de Claude Lévi- Strauss y se enteró que
en la tarde del veintitrés de diciembre de
mil novecientos cincuenta y uno, se había
condenado a Papá Noel a morir quemado en
una hoguera. No era “el de verdad” sino una
representación que primeramente ahorcaron
en las rejas de la catedral de Dijon y luego incineraron en el atrio, ante más de dos
centenares de niños. El pobre condenado se
había incorporado a los festejos navideños
proveniente de una publicidad de gaseosas
estadounidenses en plena época de pos guerra, racionamiento y otras yerbas.
El motivo de la dura sentencia era que
se lo consideraba una figura usurpadora y
herética que paganizaba la fiesta cristiana.
Alguien sintió curiosidad sobre esta
celebridad conocida como Papá Noel o Santa
Claus y quiso saber de dónde viene, si tiene otros nombres, otras tradiciones, otras
imágenes, una auténtica condensación de
creencias arcaicas y tiempos modernos.
Y aquí comienza el cuento, o los minicuentos, o los títulos con los distintos
conceptos del foráneo gordo bonachón (aunque algunos no sean ni gordos, ni bonachones).
Casi todas las versiones del personaje
lo conciben trayendo regalos en el mes de
diciembre: a comienzos, para Nochebuena y
Navidad, para Nochevieja y hasta pueden extenderse en unos días de enero, antes de la
llegada de los Reyes Magos.
Santa Claus se llama Sinterklaas en los
Países bajos. Usa mitra, llega en un barco proveniente de España acompañado de sus
ayudantes, los Pedritos. Ellos arrojan galletas especiadas a la gente que los espera
en el puerto, desde donde Sinter parte en
un caballo blanco.
Jolupukki visita a los finlandeses entrando no por la chimenea sino por la puerta
principal de la casa y entrega sus regalos
solamente a los niños que se han portado
bien.
Los 13 Yule Lads, los Hombrecitos de la
Montaña habitantes de Islandia, descienden
al llano a partir del día doce de diciembre,
de a uno por vez, para agasajar a los pequeños bien educados y llevarse a los traviesos
como ellos mismos, luego de haber buscado
y paladeado los restos de los manjares que
quedan en los platos.
Amu Nowruz es el anciano iraní de barba
plateada, ataviado con ropa y gorro al estilo de su cultura en tanto que Ded Moroz o
el Abuelo del invierno ruso, con traje y gorro rojo ribeteado de piel y su larga barba
blanca, llama a la puerta golpeando su vara
y pide poéticamente un poema o una canción
a cambio de un obsequio. Llega asistido por
su nieta, la Doncella de la nieve, en un
trineo arrastrado por renos o por tres caballos blancos.
En el norte ibérico los vascos tienen a
un carbonero tragón, Olentzero, un hombre
gordo y desarrapado manchado de carbón, que
interrumpe sus comidas pantagruélicas para
obsequiar a los vasquitos y vasquitas. Sus
vecinos cántabros disfrutan a El Esteru, un
leñador que deja de trabajar para Navidad
y con su ayudante El burru, fabrica los juguetes de madera para repartir en vísperas
de Reyes.
Alpalpador o Pandigueiro revisa la panza de los galleguitos y galleguitas para
ver si la tienen llena y aunque estén bien
nutridos, les deja castañas. Su colindante
asturiano, L’Angulero, el pescador de angulas vestido de marino con campera amarilla,
gorra con visera y pipa, el más joven nacido en el año dos mil ocho, es el que lleva
regalos a los asturianitos y asturianitas.
Pero el hispano más cómico es el escatológico Tío de Nadal o La Toza, un tronco
al que los catalanes y aragoneses más chiquitos apalean mientras le piden (con otras
palabras) que defeque dulces.
Y hay más premios repartidos por Papá
Noel o Santa Claus con otros nombres, como
Colacho, derivado de Nicolacho, que entró
a Costa Rica de la mano de las gaseosas,
el Viejito Pascuero en Chile (porque los
chilenos llaman Pascuas a la Navidad), el
nonno Babbo Natale. También hay una dama,
la strega Befana, una bruja italiana que en
la noche anterior a la Epifanía deja caramelos y chocolates en los calcetines de los
chicos que se portaron bien, y a los otros,
pedacitos de carbón o bolsitas de cenizas.
Nisse es el protector de los granjeros
noruegos. Viste como ellos, cambia de aspecto, se hace invisible. Es muy generoso
pero también muy susceptible, se ofende fácilmente y le disgustan las personas irrespetuosas. Para que realice sus favores hay
que dejarle un plato con avena.
El Crist Kind, el Niño Cristo pasa dejando sus regalos en los hogares de Alemania, Suiza, Austria, y toda la región hasta
parte de Croacia.
El buen Papá Noel, con tantos nombres
diversos y otros que le disputan su reino,
tiene sus contrafiguras en el Pére Fouettard, el Coquemitaine ( el Coco o el Cuco).
Los krampus feos y malos asustando con
sus máscaras y cuernos son especialistas
en la distribución de castigos . En América, los katchina del grupo Pueblo usan
disfraces para no ser reconocidos y premian
o castigan de acuerdo con las conductas infantiles.
En Japón hay un dios panzón, Hoteiosho,
que lleva una bolsa de juguetes y una especie de abanico. Tiene ojos en la frente y
en la nuca porque vigila cómo se portan los
menores y hace sus entregas según lo que
merezcan.
Dun Che Lao es la versión china, tal
vez uno de los dioses de la fortuna, el que
se mueve entre coloridas guirnaldas y adornos de papel, mezcla de Oriente y Occidente
con traje de brillantes estampados y sombrero cilíndrico o cónico.
Cuando Alguien era chico/a oía decir,
como en casi todos los lugares mencionados,
que había que portarse bien para recibir
los regalos de Papá Noel.
Alguien recuerda las cenas de Nochebuena con no menos de veinte comensales, el
sencillo arbolito en un rincón, las fuentes
abundantes de comida casera hecha por la
madre, la bebida puesta a refrescar en un
piletón con barras de hielo por el padre,
las tías ayudando a poner la mesa y los primos y hermanos corriendo por el patio como
bandoleros, mientras las primas jugaban a
la mancha de las estatuas y todos esperaban los bastones de caramelo, el regalo que
llegaba con las doce campanadas.
En los últimos años, Alguien se cansó
de ver juguetes sofisticados: juegos electrónicos, muñecos-robots que hablan, Tablet
aerodinámicas, pistolas interplanetarias,
todopoderosas espadas mitológicas, ajuares
estrambóticos, coches alados, trenes ultrarrápidos y cientos de plásticos que cubren
varios pisos de lúdicas estanterías destinados a algunas nenas y nenes que festejan
un rato y se olvidan pronto, para empezar
a desear otra cosa que seguirá el mismo
destino, ignorando que otras nenas y otros
nenes tienen suertes diferentes.
Como falta poco para la Navidad que
es nacimiento renovado, milagro repetido,
por qué no pensar en otros regalos, necesarios y acariciadores, recuperadores de
las pequeñas cosas que se valoran cuando
están ausentes y que lleguen a Todos los
Niños juntando los poderes de Santa Claus,
Pere Noel, Sinterklaas, Jolupukki, los 13
Yule Lads, Amu Nowruz, el Abuelo del Invierno, Olentzero, El Esteru, Pandigueiro,
L’Angulero, La Toza, Babbo Natale, Befana,
el Colacho, Viejo Pascuero, Nisse, el bello
Crist Kind naciente y hasta los asiáticos
Hoteiosho y Dun Che Lao, para poder creer e
ilusionarse “en la generosidad sin control,
en una gentileza sin segunda intención, en
un breve intervalo durante el cual estén
en suspenso cualquier temor, cualquier envidia, cualquier amargura” (Lévi.Strauss,
1953).
Seguramente ellos pueden volver a utilizar los viejos elementos, resignificar la
rama de pino o acebo y colgar junto con
golosinas y dulces, abrazos y besos, caricias y sonrisas, protección y seguridad
para todos los niños y las niñas, los de los
cuatro puntos cardinales, los de todas las
ciudades, todos los campos, todas las mon-
tañas, todos los mares, todos los bosques,
todos los desiertos, todas las praderas y
aún todas las estrellas, sin importar dónde
viven ni cómo son, solo que tienen patente
de Niños.
El Esteru responde y comienza un rectángulo hecho con dos varas de tejos y dos
varas de abedul, el Viejo Pascuero pinta
una mirada de verde austral, le sigue Dun
Che Lao con tres trazos dorados semejantes
a un pico y Jolupukki con un círculo Ártico
celeste . Cada uno de los restantes aporta
algo a la obra colectiva: unas rayas, algunas pinceladas, muchísimos colores. Los
Papás Noeles y sus sucedáneos pueden hacer
más y mejor. Lentamente, con fruición, pergeñan juntos bocetos y tejen historias.
Hay un señor que tiene colibríes volando dentro de su cabeza con forma de piña.
Una bandada de golondrinas ondea por el cielo llevando un pan dulce. Las torcazas dan
vuelos cortos debajo del ciruelo repleto de
frutas. El hornero hace su casa en el brazo
de una estatua de turrón. A su alrededor,
cantan villancicos los jilgueros y los zorzales, grandes copleros, derraman notas entre las nubes y sobre las flores.
¿A dónde van aquellos pájaros? Entran
en un árbol, navegan en un globo, crecen
en las raíces y en las copas de los robles.
Un funambulista anida un tucán. Dos payasos acunan varias palomas. Una señora y un
hombre miran al pichón minúsculo en el nido
grande. De un violín salen huevos brillantes y hay un árbol de gruesas raíces entre
las que danza una bailarina, donde florecen
ciento siete aves.
Un lápiz gigante diseña un corazón y una
gaviota sonriente que crece y crece, dibuja
figuras con su pico para que los Niños y las
Niñas se asombren y rían, para que Todos los
Niños y las Niñas del Mundo tengan en la
Navidad 2020, un mundo en paz, la pancita
llena y el corazón contento.

 

La peregrina del monte (Marta Cardoso)

Al acercarse las festividades decembrinas, mamá, antes de dormir,
nos contaba historias de los inmigrantes.
Se sentaba a los pies de la cama y comenzaba diciendo:
—Hace muchos años, después de atravesar
varios caminos, Amaro y Rosalía llegaron al
monte más espeso de la pampa. La densa arboleda les daría el abrigo que necesitaban
después de las penurias de la guerra. Los
pocos pesos que traían se invirtieron en
esa parcela montesina.
Apenas bajaron del barco, los arrinconaron con la oferta. No dudaron, tampoco
tuvieron demasiado tiempo para pensar. Fue
un viaje complicado, pasaron muchas penurias, pero, ya en la pampa, la grandeza del
monte los enamoró para siempre.
Mi hermana Emilce, que estaba en la edad
de las preguntas, la interrumpió:
—Mami, ¿por qué se fueron a vivir tan
lejos?
—Vas a tener que escuchar la historia,
mi amor. Sigo contando:
Día a día iban familiarizándose con la
espesura. Tenían la esperanza que en ese
ambiente arbolado se aliviarían las penas
que los acompañaban.
El lugar los fue cautivando. Alentados
por las voces de los animales y el murmullo
de las hojas.
—¿Tenían casa ahí? —Quiso saber Olguita.
—¡Ay, niñita, no seas ansiosa! Con tantas interrupciones, no voy a poder seguir.
—¡No interrumpas más! —ordené a mi hermana.
Mamá prosiguió así:
—Cerca de un árbol poderoso, el inmigrante comenzó a construir la vivienda.
Mientras, su mujer recolectaba frutos y cazaba algún animal, cuya carne le daría sustento a una generosa comida. Como no había
ríos, ni surgentes, ni lagunas, cavó unos
huecos sobre el tronco del árbol e hizo
tinajeras que le permitirían almacenar el
agua de la lluvia. Hasta que un día, por
esos misterios misteriosos que ocurren muy
de tanto en tanto, se formó un pequeño lago
de agua cristalina, donde un lúcido cisne
nadaba contento.
Amaro construyó la casa más bonita que
pudieran imaginar y Rosalía estuvo en todos
los detalles de la decoración. Era un pequeño hogar con estilo de postal navideña,
tanto se parecía a esas imágenes que, desde
las ventanas, salían chispeantes lucecitas
que enamoraban a las luciérnagas.
Mientras, Rosalía cocinaba mermeladas
y jaleas de los frutos que les proveía el
monte y otros dulces que producía con sus
hábiles manos. Amaro construyó un carruaje,
luego caminó hasta unas chacras vecinas,
necesitaba comprar un caballo para tirar
el carro. Al no conseguir, se puso triste,
¡muy triste! Rosalía, al verlo tan apenado,
dijo:
—No te preocupes. Lo traerán los ángeles.
Su esposa siempre tenía palabras amorosas para calmar las penas.
Al otro día, comenzó a oírse un relincho
tras otro. Amaro salió corriendo. Un caballo blanco se miraba en el espejo del lago.
Cuando Rosalía lo vio llegar con el animalito, sacó su pañuelo rojo y lo atusó en
el aire diciendo:
—¡Gracias, angelitos! Sabía que no me
iban a fallar. En el carro tirado por el
hermoso caballito, Amaro llegó al poblado
más cercano a ofrecer los dulces y jaleas
que producía su esposa. En cada frasco, se
trasmitían los mensajes secretísimos de “La
peregrina del monte”.
Enseguida comenzó a difundirse la noticia de los dulces, los secretos mensajes
y el misterio de la mujer del monte. Todos
preguntaban por ella.
Para no desalentar a la gente, Amaro le
propuso a su mujer:
—¿No te gustaría acompañarme, Rosalía?
—Prefiero quedarme. Hay mucho trabajo
aquí.
Cada vez que su marido la invitaba, ella
encontraba una excusa para no acompañarlo.
—¿Por qué no lo quería acompañar? —preguntó Emilce, con mucha curiosidad.
Mamá bajaba la voz:
—Quizás allí estaría la clave del misterio, pequeña niña. No sé.
Un día Rosalía vio que se avecinaba una
terrible tormenta de viento. Amaro no había
llegado a la casa, calculó que aún le faltarían varias horas. La mujer caminó hasta
el lago, sacó su pañuelo rojo, lo atusó en
el aire tres veces.
A los pocos minutos, Amaro llegó con la
noticia:
—Había una horrible tormenta. Estaba
buscando un refugio cuando el caballito comenzó a galopar con tanta velocidad que tuve
que cerrar los ojos. Te aseguro, Rosalía,
el caballo no trotaba; volaba.
Mientras su marido descansaba del largo
viaje, ella salió al patio, miró al cielo,
atusó el pañuelo rojo y dijo:
—¡Gracias, angelitos! Sabía que no me
iban a fallar.
Luego de la cena, Rosalía siguió con
su tarea. Deseaba cumplir una misión. Una
misión que se había prometido a sí misma y,
para lograrla, debía trabajar mucho, mucho.
Semana a semana, Amaro viajaba hasta el
pueblo con su carrito de dulces y sorpresas
que Rosalía enviaba a la gente.
Se sorprendían cuando leían los mensajes y se preguntaban:
¿Cómo sabría la peregrina que la abuelita estaba enferma o que la señora Tita había tenido un nuevo bebé? Por los mensajes
que recibían, la gente del pueblo estaba
cada vez más convencida de que la peregrina
era sabia, profeta o bruja. Todos preguntaban por ella. Seguían llegando los mensajes
y comenzaron a tejerse cientos de fantasías
e inquietudes que caían como gotas de agua:
—¿Por qué no viene la peregrina a vender
sus dulces? —preguntaban las mujeres.
—A mi esposa le gustaría conocerla —le
dijo, un día, el intendente del pueblo.
—¿No la puede traer en alguno de los
viajes? —insistían los niños que dejaban
la pelota para acercarse al vistoso carro,
adornado con flores, frutos y ramas destellantes.
—Mamá, ¿qué misión sería esa, que no
podía salir de la casa? —preguntó Gloria.
Emilce y yo dijimos a coro:
—¡Seguí, mamá! No cortes la historia.
—Bueno, no se enojen —Mami tomó unos
sorbitos de agua y continuó.
Ella, sin salir de su casa, se había
convertido en la persona más atrayente de
la zona. Solo podían imaginarla e inventar
las más interesantes fábulas.
En la escuela, los niños comentaban sobre ella:
—Me contó mi abuelo que la peregrina es
una mujer muy viejita, tiene el pelo largo, largo hasta los pies, y de andar por el
monte se le puso verde —alardeaba José con
mucha euforia.
Rita agregaba lo suyo:
—Me dijo mi tía Violeta que la peregrina camina descalza. Durante las noches, le
canta a la luna y a las estrellas, pero los
días oscuros invoca a los seres del universo para que los niños de todo el planeta
reciban amor.
A partir de entonces, Amaro regresaba
al monte cargado de mensajes.
Eran cartas de niños, de abuelos, de
madres, de mucha gente que le contaba sus
problemas y pedían sus deseos. ¡Comenzaron
a llegar cientos y cientos! ¡Tantos que la
peregrina tuvo que responderlos, únicamente, para Navidad!
—¿Qué decían esos mensajes? —Olga estaba inquita por conocer más y más de la
historia.
—Era un misterio, solo los destinatarios podrían contarlo. Esos mensajes llegaban en el momento justo.
—¿Vos recibiste alguno, mamá? —pregunté
con más curiosidad que antes.
—Nunca le escribí porque cuando yo nací,
Amaro no venía hasta el pueblo. Los chicos
dejaban los mensajes en el buzón de la esquina y ponían la dirección en el sobre,
pero yo no lo hice.
—¿No te hubiese gustado recibir uno de
esos regalitos y comer el dulce que preparaba la peregrina? —Quiso saber Gloria.
—Me hubiese encantado. Lo que se dijo
mucho tiempo después fue que la peregrina
era una inmigrante que había perdido a sus
hijos en la guerra. Al llegar a La Pampa,
decidió confinarse en el monte y se propuso cumplir una misión enviando mensajes de
paz, amor y esperanza.
—Entonces, ¿los angelitos que ella invoca son los hijos que murieron en la guerra? —pregunté a mamá.
Emilce salió corriendo, fue al costurero de mamá y apareció con un pañuelo de
gasa roja.
—¿Qué vas a hacer con ese pañuelo?
—Les voy a pedir a los ángeles de la
peregrina que cumpla un deseo.
—¿Qué deseo?
—Es un secreto, no te puedo contar.
Al otro día, cuando Emilce regresó de la
escuela, venía cantando de alegría.
—Mami, mami, los angelitos de la peregrina me cumplieron el deseo. Ahora te lo
puedo contar porque ya se cumplió.
—Sí, ¿Qué era eso?
—Les pedí que curaran a la señorita Clara. Como ya se curó, mañana volverá a darnos
clase.
Olga y Gloria miraron a mamá:
—Mami, ¿le podemos escribir una cartita
a la señora del monte?
—Sí, escriban esas cartas y quizás, para
Navidad, reciban sus noticias.
Esa noche nos fuimos a dormir, esperando ansiosas que al otro día nos despertara
el sol, para mandarle una carta a la peregrina del monte.

 

Regalo de Navidad (Darcy Mell)

Escondida debajo de la mesa los veo
pasar a montones, patas peludas,
otras con plumas, dinosaurios en manada,
organizados con armas en busca de creadores, de pensadores, de los dueños de la magia.
Día a día, siempre de 5 a 6, ellos de
manera inevitable rastrean incansablemente
por todos lados, con sus narices humeantes
de vapores repugnantes y con sus ojos odiosos y esos dientes punzantes de filo cruel.
Buscan, a paso firme, y se escuchan como
si fuesen corazones a punto de estallar
de ira, porque sí, con furia y si nos
encuentran nos llevan al Valle del no Pensar.
Los dinos ya se llevaron a muchos y no
quiero ser una más.
Por suerte, al menos, solo lo hacen de 5
a 6, el resto del día no pueden detectarnos,
por lo que continuo con mi vida “normal”;
escribo, bailo, canto -me encanta cantar-,
imagino, divago, me voy más allá, e invito a
las hadas, a los duendes y hasta al Ogro que
vive por allá, todos… el Lobo Feroz, el
Ratón Pérez, el Ratón González, un pez volador, la ballena de Pinocho, (Pinocho también) y todos, los conocidos y los otros,
están invitados a pasar.
Mi mesa es grande para merendar pero de
5 a 6 nadie puede pensar, imaginar sería
letal.
El Elefante volador siempre tarda en
llegar porque trae en su lomo a quienes no
pueden viajar. Él es tan bueno y memorioso,
que recuerda a todos y los pasa a buscar.
Es peligroso transitar si los dinos están, aunque sólo de 5 a 6 te pueden atrapar; el resto del día es normal, monstruos,
gallinas parlanchinas y hasta un oso polar,
dialogan sin problemas por el qué dirán.
Un gnomo me viene a saludar y me regala
un lápiz que escribe sin tocar.
Vivimos en el tiempo del azar, había una
vez, dos y otra más, ¿quién sabe cuál será?
Casi no tenemos miedo, hasta me hice una
alfombra voladora con motor ultra D, así
ayudo al Elefante, que de tanto viajar por
los aires quedó más flaco que un grisín.
Las historias nacen cualquier día, menos de 5 a 6, después crecen, se comparten
y se van…
Viajan en las voces de los juglares y en
los castillos y en los pueblos los niños y
niñas las suelen escuchar pero jamás de 5 a
6, ustedes ya saben por qué.
Cierren los ojos, empiecen a mirar,
vean con cuánta imaginación crearán, escriban, que nada se pierda; total los dinos
solo vienen de 5 a 6. Antes o después nada
te harán.
En mi casa, que es un pueblo, la mesa
crece, se hace más larga, las paredes no
tienen más remedio que crecer también. Maravilloso, la mesa larga tiene principio y
no tiene fin.
De 5 a 6 nadie pensará. Habrá silencio
total; los dinos pasan y pasarán pero a nadie encontrarán.
Bajo mi mesa larga, larga sin final, siguen llegando los que quieren crear…
“Una vez un niño inventaba un cuento y
estaba tan divertido que no pudo parar, los
dinos llegaron pasadas las 5 y 10… Y lo
descubrieron, le robaron los párrafos y el
resto del cuento sin finalizar, lo pusieron
en una caja de metal y lo llevaron al Valle
del no Pensar”…
“Los dinos son fantasmas -dicen por
ahí-, almas malas, frustradas, rencorosas
y, obvio, sin risas”.
Podemos echarlos aun de 5 a 6, si todos
juntos reímos una, dos y tres.
De 5 a 6, una vez salimos unidos a reír
y los dinos no sé si vinieron o murieron
pero yo vi un humo negro muy negro, tan negro como el gato más negro del cuento más
negro de la bruja más negra de todas las
negruras la más negra y desde ese día desde
el Valle del no Pensar se escuchó la risa
de todos, hasta la del niño que no había
terminado el cuento.
Ese día, al fin, merendamos todos de 5
a 6, comimos torta, facturas, chupetines y
helados y el niño que no había terminado su
cuento nos regaló el final de su historia en
mi infinita mesa sin final.
Y la Nochebuena y la Navidad de ese año
fueron las mejores que se recuerdan desde
esa vez porque todos juntos y unidos cenaron
en la mesa sin fin, compartiendo la ilusión
y la esperanza de vivir en un mundo mejor
donde todos opinan y se respetan. Un mundo
donde todas las personas podemos compartir
y soñar con libertad.

 

Armar El árbol (Mari Betti Pereyra de Facchini)

De repente se acordó que hoy era 8.
Miró el reloj. Pronto se-rían las
diez de la noche y aún estaba en preparativos para la escueta cena. Había programado
acomodar el pesebre y pre-parar el arbolito
de Navidad o al menos cepillar sus partes
y ensamblarlas, para ir adornándolo durante
la semana, pero Alfredo no lo había bajado
del altillo. La escusa le venía bien porque
estaba rendida.
Terminaron de comer y limpió la cocina. Al guardar los últi-mos utensilios, se
prometió ocuparse de lo navideño al día siguiente.
Se acostó tarde y le costó conciliar el
sueño. Quizás fuera el cansancio. En una
especie de duermevela veía pasar los arbolitos decorados en su niñez y -lo más
lindo- a su mamá coordinando la tarea con
el entusiasmo de una niña. Con su hermana,
proponían, en una especie de competencia,
la rama en que colocarían al adorno nuevo
que, según la costumbre,
le agregaban cada año. Siembre buscaban
en las vidrieras de los negocios uno que les
resultara raro.
Tal vez pasaron unos sueños fugaces.
Después, nuevamente, la figura del árbol entre las sienes. Ahora eran sus hijos quienes participaban de la escena Los primeros,
en medio de un desorden de papeles y brillos en torno a la mesita donde lo armaban,
cuando vivían al lado de la Nona Amalia, a
la que corrían a buscar para mostrárselo
al terminar de decorarlo. A la abuela le
gustaba ubicar el suyo sobre la heladera .
Después fue en la casa nueva. Mientras
desenvolvían globos, aparecían las figuras
del pesebre, luces intermitentes, guirnal-das… Valeria acomodando una serpentina
dorada, donde apo-yar la cuna en que acostaría al Niño Jesús. Siempre terminaban poniendo dos: el de yeso y el de plástico, el
viejito, el que fue de la abuela Rosario,
que también les compraba una bombita nueva
para ellos. Mientras Fernando, trepado a
una silla, probaba puntales que competían
con la estrella.
Cree que fue ahí cuando se despertó. Tal
vez la conciencia de saber que ahora ellos
tienen su casa y su árbol.
Recordó que el año anterior lo había
armado ayudada por Galo, con bombas plateadas y azules como las lucecitas que Néstor,
el hombre de al lado les comentó dónde conseguirlas porque en el centro ya no había.
Durante los cinco años anteriores le habían
colgado globos y juguetes más coloridos,
todos los que había en la caja, aún los más
antiguos, que en definitiva resultaban más
atractivos para su nieto, sobre todo cuando
era casi un bebé y sólo manoteaba entre los
envoltorios desparramados en el piso algo
que le llamaba la atención. Años atrás, su
mamá había comprado una guirnalda cuyas luces semejaban pequeñas frutas escondidas
entre las hojas de papel verde, y que al fin
fue elegida para adornar la galería donde
cenaríamos todos juntos. Le parece que fue
la vez en que llenó al árbol de moños rojos
que compró en la tienda de Carmen, la que
está cruzando la calle.
El rojo trajo a la memoria el año en
que los chicos fabricaron cajitas rojas y
doradas que ataron con cordones brillantes,
para
darle un toque original. A las tías les
encantó verlo. En otra oportunidad juntaron
piñas de los pinos de la costa del río y
los pintaron, colgándolos entre pequeñas
bombas verdes.
Cierto final de octubre, fueron a Buenos
Aires y aprovecharon a comprar adornos novedosos – lo importado había irrumpido en
el país – Así el árbol estrenó muchas cosas
que mostraban con alegría a los amigos que
venían a jugar. Quisieron ponerlo en la galería o el patio, pero temían que el viento
rompiera algunas. La mayoría era de vidrio
y se quebraban con facilidad. Fue cuando se
reunieron en su casa los hermanos: Dante,
Silvia, Mirta, Dora y sus familias.
¿Por qué torearía tanto su perro Pirata?
Quizás intuyera lo que ella estaba evocando. También él con su madre, la dálmata
Jacinta, había estado jugueteando junto a
otros perros, alrededor del pino de la plazoleta, que adornaron dos o tres años con
los vecinos en esa esquina compartida. Los
nietos de Cleire eran los que más se animaban a subir a la escalera para enganchar
los adornos en la parte más alta. Mientras
Teresita, Carmen, Luisa, Dolly …le alcanza-
ban las cosas.
En ese lugar estaba la ermita de Nuestra
Sra. de la Medalla Milagrosa. Allí, muchos
años antes, sus niños y demás chicos del
barrio, vestidos por sus madres como los
personajes del pesebre de Belén, habían representado el nacimiento de Jesús. También
lo hicieron los jóvenes del barrio. ¡Y hasta los mayores se animaron una vez! Ella se
había vestido de pastora y recitado un poema y su esposo representó a uno de los Reyes
Magos. Otros cantaban, rezaban el rosario o
repartían golosinas. Las señoras más grandes: Tía Alcira, Doña Nelly, Petra, Carmen
Mansilla, Luisa de García, Isabel Alaniz…
eran las primeras en llegar y contemplaban
la escena con un sentimiento religioso teñido de ternura y amistad.
Cuando los hijos estaban en la universidad, le tocó armarlo sola, muchas veces.
Alfredo ocupaba su tiempo en la tapicería,
aunque al cerrar el taller le ayudaba con
los detalles, sobre todo con las luces y
las cintas de papel. laminado. .
Un fin de curso en que tomaba los primeros
exámenes, al re-gresar de la escuela se relajaba dibujando círculos de distintos ta-
Marcelo Bianchi Bustos / Alejandra Burzac Saenz | 79
maños en cartulina de colores. Luego, mientras tomaba mate, escribía en ellos breves
frases como deseos : ”¡Más compren-sión!
.Mucha alegría. Más justicia. Te quiero.
Dame Fe. Todo mejorará…” Y los ataba con
un moño
a modo de bombita. Al entregar los regalos, cada cual podía arrancar uno y llevárselo como un augurio. Quizás fue aquel
diciembre en que ambas abuelas se pusieron
mal de salud.
Se puso a rezar. Quería dormir pues mañana debía levantarse muy temprano. En el
último avemaría, los párpados le pesa-ron,
pero antes de cerrarlos se alcanzó a ver:
estaba bajando de la parte alta del placard
una vieja caja con tarjetas navide-ñas que
había recibido y guardaba desde hace mucho.¡Claro! Ese año las colgó a todas en el
arbolito. Su madre las solía co-locar sobre
las ramas a medida que las recibía, pero
ella las puso solas, sin otro adorno que el
una estrella. Fue entonces que creyó vislumbrar una idea. Pero el sueño la venció.
Al despertar fue a preguntarle a su esposo si con su vecino Peralta adornarían
a los árboles con franjas verdes y rojas,
como otras veces. Al cruzar el jardín vio
al paraíso que se alza-ba cerca del portón.¡Cómo había crecido! En ambas veredas
crecían árboles custodios, pero su copa era
tan grande, tan generosa…!
Entonces se concretó en su mente la idea
apenas insinuada esa madrugada, antes de
dormirse : el paraíso sería su árbol de
Navidad 2020. Un árbol vivo, plantado en
medio de la vereda y compartido, como la
vida, con la gente que quería. Pudo sonreír
porque ya sabía cómo lo adornaría : Con cartas, algunas con destinatarios concretos de
su familia y del barrio, otros, sin nombre,
para una persona del pueblo que estuviera
sola o, simplemente, para alguien que al
pasar, sintiera la necesidad de unas palabras dedicadas a él.
Desde ese día cada noche se acostaba más
tarde. Alfredo sus-piraba pero la dejaba
hacer; sabía que cuando ella quería escribir, nada la detenía.
El 23 a la siesta, terminó todos los
mensajes. Esa tardecita perforó un ángulo
de los sobres donde a la mañana siguiente
ataría, una lana de color .
El 24 fue la primera en levantarse..
Desayunó parada junto a la mesada mientras
repasaba mentalmente los regalos. Esta-ban
todos. ¿Se asombrarían al notar que no tenían la acostumbrada tarjeta navideña? ¡Ya
la descubrirían en el árbol!
Era temprano .Buena hora para preparar
la ensalada de frutas antes de que comenzara a sentirse el calor, pero antes quiso
abrir la ventana para que el aire fresco
ventilara la cocina. Además, estaba ansiosa
por mirar al árbol, como si quisiera explicarle lo que más tarde haría en él.
Corrió las cortinas, destrabó al ventanal y estiró con fuerza sus brazos para
abrir los postigos. ¡Oh, Dios mío, lo que
vio!
El viejo paraíso, dejaba bailar sus hojas con un verde inusual, con un no sabía
qué que lo hacía parecer más alto, majestuoso y vívido. Su tronco lucía ese brillito que siempre le queda después de llover y
de sus ramas colgaban temblorosas cintas
de seda, de colores radiantes, en cuyos extremos se enlazaban
los sobres con las cartas que había redactado y entendió que muchas otras, pues
ella no había escrito tantas como veía.
Quiso correr hacia él, pero su cuerpo se
movía tan levemente que creyó que un ángel
la llevaba a upa.
Vecinos y parientes, acudían a mirarlo
y se maravillaban al encontrar un mensaje
para cada uno. Al terminar de leerlo sonreían con un leve suspiro y regresaban a su
hogar con una especie de resplandor que se
derramaba desde los ojos a las manos y se
escapaba de la boca al saludar a los otros.
De la rama más torcida, una que hasta
ayer parecía medio seca, pendía un sobre
de ambiguo color, al que cada vez que quería mirarlo de cerca, una brisa tibia se lo
sacaba de las manos, Sólo pudo agarrarlo
pasada la medianoche, cuando todos habían
sido retirados por sus dueños. En el dorso
estaba su nombre y no tenía remitente.
Nunca puede terminar de agradecer el
asombro y la alegría que la habitó, la misma que descubrió en los rostros de quie-nes
vieron la luz de Navidad en la cuadra de
siempre.

 

Shamo (Mario Fidel Tolaba)

El colectivo llegó a San Salvador de Jujuy después de largas horas de viaje. Dudó
en bajar, se quedó meditando por un instante sobre el motivo que lo llevó allí. No
encontraba razón más que la de escapar del
ruido de la ciudad y querer olvidar aquel
amargo trago en su vida. En ese momento
subió un niño de unos ocho o diez años y
tomó el asiento de al lado sin decir palabra. Sorprendido, el hombre preguntó:
—¿Viajás solo?
El niño no contestó la pregunta, solamente lo miró con unos grandes ojos negros
que irradiaban tristeza.
—¿Hacia dónde vas? – insistió el hombre.
—A La Quiaca –respondió en voz baja,
casi en silencio.
—¿Y tu mamá?-
—Se ha muerto ayer- dijo secamente y
dejó escapar un profundo suspiro.
El hombre, se quedó contemplando la figura del niño, eso lo detuvo, no bajó, decidió seguir.
El resto del viaje permanecieron en si-
lencio. Había algo que lo intrigaba.
Al llegar a la terminal de La Quiaca, destino final del colectivo, ambos bajaron y se despidieron amablemente deseándose
suerte. El hombre quedó mirando perderse
la figura diminuta en la sombra de la noche.
Pensativo, no lograba comprender su presencia allí. Luego salió en busca de alojamiento para descansar.
Al día siguiente se levantó temprano,
miró el cielo y lo vio más azul que nunca,
respiró un aire más puro. Esto lo conmovió tanto que dejó caer algunas lágrimas.
Salió del alojamiento y comenzó a caminar
por las calles, sin rumbo fijo. Miraba las
casas, algunas personas lo saludaban al pasar. Todo era nuevo para él.
Salió de la ciudad y caminó por el campo, medi-tando en su interior sin tener en
cuenta lo que había a su alrededor la melancolía y el recuerdo del hijo muerto en
Malvinas, invadía el paisaje. ¿Qué hacía
Elebrando Avaca, un empleado del Banco Hipotecario Nacional, el que tomó el primer
colectivo que encontró en la terminal de
Retiro en Buenos Aires, sin rumbo cierto,
qué hacía aquí?
Hasta que llegó al pie de un cerro y
decidió subir. Al llegar a la cima contempló
la inmensidad del paisaje. Sintió estar más
cerca del cielo y se puso a conversar con
su hijo perdido. Le contó sus tristezas,
sus deseos, le dijo cuánto lo extrañaba. No
se dio cuenta del paso de las horas en ese
lugar tranquilizador.
Al caer la tarde, inició el regreso,
pero, siguió un rumbo equivocado. A medida
que avanzaba se alejaba más de la ciudad.
De pronto, a lo lejos le pareció ver un
resplandor. Eran las chapas del techo de
una escuelita en me-dio del campo. No veía
casas cerca. Se encaminó hacia ella. La
maestra lo atendió amablemente y lo invitó
a pasar la noche en una de las pequeñas aulas.
En el amanecer, observó la llegada de
los niños. Entraban temblando de frío, con
las ojotas y zapa-tos rotos, los pantaloncitos viejos, envueltos en sus ponchitos y
mantas descosidas. Cansados después de haber caminado dos, cuatro, seis kilómetros.
Le pareció encontrar en cada uno de
ellos la misma imagen de aquel compañero de
viaje, cuyo recuerdo aún le daba vueltas en
la cabeza.
Los chiquilines saludaban con amabili-
dad y lo miraban con desconfianza, algunos
se alejaban. Les causaba temor la mano que
le faltaba, la que perdió en un accidente.
Entre cuchicheos decían:
—¡Es manco! ¡Es manco!- Señalaban su
mano.
Compartió con los niños y maestros un
jarro de mate cocido con leche y un pedazo
de pan casero preparado por Asunción, la
cocinera de la escuela.
Divagando en sus amargos recuerdos, por
un instante entendió que su sufrimiento era
mínimo al lado de estos niños. Trazaba en
su mente la manera de poder alegrar la vida
de esos pequeños olvidados en las alturas
de la patria.
Regresó a la ciudad, corriendo por un
sendero de tierra. No sentía el cansancio,
ni la quemazón del sol, solo la mirada de
esos niños que se metieron en sus retinas
lo animaron a seguir.
Al llegar al pueblo compró algunas latas de pintura y volvió a la escuela. Se
pasó la noche dibujando y pintando niños
que jugaban en un parque, rostros de soles,
nubes alegres, pájaros cantores y coloridas flores en cada una de las paredes.
La mañana siguiente, fue inmensa la ale-
gría de los changuitos, al ver tanto color
en las paredes de su escuelita. Contemplaban incrédulos cada dibujo, a ratos saltaban, se abrazaban, reían y corrían in-cansablemente.
El hombre entendió que tenía una gran
razón de vivir y desde entonces pasó por
distintas escuelas de la Puna, pintando las
paredes con alegres dibujos infantiles.
Al final de cada dibujo dejaba su firma
con el nombre: SHAMO. (Solidaridad, Honestidad, Amor, Modestia, Optimismo) y pedía
silenciosamente:

“Don Dios
cuando ya no esté
cuidalos siempre
a mis changuitos…”

Cerca de fin de año, una flor amanece
sobre el monolito de la avenida Héroes de
Malvinas. Es signo del regreso de Shamo,
benefactor de la Puna. Es la llegada de la
Solidaridad – la Honestidad – el Amor – la
Modestia y el Optimismo a los confines puneños.
Shamo llega cargado de panes de navidad, ropas y juguetes que junta durante el
año en la gran ciudad. En noches lluviosas,
iluminadas por relámpagos y el retumbar
de truenos que se pierden entre los cerros;
en madrugadas de frío que congelan hasta
los huesos; o mediodías de horno expuesto
al sol; o en tardes arremolinadas de viento
y tierra; aquel hombre, como un ángel toca
tenuemente la puerta de algún recóndito rancho de la enigmática Puna, para compartir
su amor con sus coyitas del corazón.
En nochebuena alguna puerta de un rancho perdido entre los cerros se abre para
recibirlo. Y a la mañana siguiente algún
niño sale en su bicicleta reluciente, para
el día de los inocentes una pelota nueva
rebota entre las peñas, para año nuevo
las muñecas se reúnen al costado de los corrales y para reyes se escuchan silbatos,
camiones y autos en caminos de tierra.
Liborio, un joven que anda en la silla
de ruedas que le regaló, corre por los pasillos del hospital de La Quiaca para recibirlo con un fuerte abrazo.
Hasta que se fue en un enigmático atardecer. Alas abiertas al viento, siete águilas se reunieron en vuelo circular
para recibir un amigo que venció al tiempo
y eternizar la inquebrantable relación
cosmos- hombre – naturaleza.
Hojas en blanco se llenaron de ilusión,
manos abiertas leerán sus mensajes con ojos
del corazón. Las distancias, ni los silencios borrarán las páginas escritas con
amor. Su alma solidaria seguirá por los
senderos trazados con su huella, como los
rayos de luz que atraviesan las nubes.
(En memoria de Elebrando Avaca, SHAMO)

 

La Estrella de Belén. Un cuento de Navidad (Gladys Abilar)

Agustín bajaba del cerro arriando
a su mula que llevaba una parva
de yuyos sobre el lomo. Su madre le solía
encargar esta tarea ya que vivían de la venta de yerbas medicinales que luego vendían
en el pueblo. Habían quedado desprotegidos
desde que su padre los abandonara.
De pronto algo llamó su atención. Un
tenue destello entre las piedras a la otra
orilla del río, se encendía y se apagaba.
Agustín reparó en él. Ató la mula a un algarrobo, arremangó sus pantalones y cruzó las
aguas heladas. No podía creer lo que estaba
viendo. ¡Una estrella! Estaba lastimada y
sangraba. El niño la recogió y la observó de
cerca. Quedó atónito cuando ella balbuceó:
-Ayúdame por favor… tengo que llegar.
-¡Puedes hablar! ¿Qué te pasó? ¿Dónde
quieres ir?
-He sido atacada por mis hermanas, no
podían aceptar que yo haya sido la elegida.
-¿Elegida para qué?
-Para alumbrar el camino a los Reyes
Magos hasta el pesebre donde nacerá el Me-
sías, en un portal de Belén. Tengo que llegar, –sollozaba- ¡Ayúdame!
-Estás herida. Te llevaré a casa y te
curaré. ¿Queda lejos ese lugar?
-Muy lejos. Tengo un largo camino por
delante.
Agustín la llevó a su casa, un humilde
rancho de adobe con techo de ramas. Su madre
lo vio llegar y pronto le prodigaron a la
estrella todos los cuidados. La colocaron
en una caja cubierta con lana de oveja para
que se sintiera protegida. Le aplicaron compresas, ungüentos y otros remedios caseros.
Pero la herida no paraba de sangrar y ellos
no tenían medicina. Agustín decidió bajar
al pueblo a comprar lo necesario. Debía hacerlo caminando pues la mula estaba esguinzada y el trayecto era escabroso. La madre
le dijo que esperara hasta el otro día pues
ya casi era de noche.
El niño insistió aludiendo el grave estado en que se encontraba la estrella. Como
no tenían ni un centavo, la madre le ordenó
vender la única oveja que les había quedado
luego del ataque que sufriera el rebaño a
merced del lobo.
Agustín tenía miedo. No había nadie que
lo pudiera acompañar. Sólo la oveja. Sin
embargo juntó coraje y emprendió el viaje.
Decidido a salvar a la estrella para que
cumpliera su misión, acortó camino y cruzó
ríos, montañas, desafió precipicios y así,
con las rodillas y las manos lastimadas de
trepar por las piedras, llegó a la farmacia
del pueblo con su oveja. Estaba cerrada.
Golpeó a la puerta con fuerza. Nadie respondía. Insistió hasta herir sus nudillos
y por fin una ventana se abrió y un anciano
cascarrabias lo atendió. Primero soportó el
insulto por haberlo despertado en medio de
la noche, y aceptando el tributo de la oveja
el hombre le entregó la medicina.
Agustín desanduvo el camino con prisa, superando los miedos, la oscuridad, los
ruidos nocturnos hasta llegar a su hogar y
sentir la tibieza de ese refugio.
La estrella había empeorado. Sólo se
oía un gemido “debo llegar, debo llegar…”
El niño cayó de rodillas junto a ella.
—¡Estrellita, estrellita, no te mueras!
Yo te curaré. Traje los remedios que te salvarán y podrás ir a ese lugar donde te esperan. ¿Sabes? Ahora que eres mi amiga, no
quisiera que te vayas. –No pudo continuar,
la voz se le quebró, las lágrimas rodaban
por su rostro. La estrella alargó con dificultad sus manitos y se las secó.
-No llores. Todos tenemos una misión en
la vida. Debo cumplir con la mía. Tal vez
alguna noche me veas brillar en el cielo. Yo
te protegeré por siempre.
El niño lloraba en silencio, no se apartó de su lado hasta lograr sanar sus heridas. Cuando el sol brilló al amanecer, la
estrella estaba curada.
-¡Estrellita, estás curada! –la tomó
con cariño y la apoyó en su pecho.
-Gracias a ti Agustín. Me cuidaste toda
la noche. Eres mi mejor amigo.
Agradecida, se despidió del niño y su
madre y se elevó al cielo hasta desaparecer.
Ese día, Agustín y su mamá bajaron al
pueblo a vender yuyos y comprar comida; era
la cena de Noche Buena. De regreso recordaban con nostalgia a la dulce estrella.
Cuando próximos a llegar una gran sorpresa
los paralizó.
-¡Mira mamá! ¡El rancho desapareció!
¡Hay una casa y un corral con ovejas!
-¡Ha llegado la Navidad!

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