La cantante de cumbia de 58 años reveló que no tuvo una vida nada fácil. Su infancia estuvo signada por la violencia doméstica, la pobreza y el abandono. Pero logró salir adelante dándole alegría a la gente con su música.
Su vida no fue fácil. Nunca. Ni siquiera ahora, que es una estrella consagrada y pudo dejar atrás los golpes y la miseria que sufrió durante su infancia. Es que, a sus 58 años, Gladys, La Bomba Tucumana todavía sigue luchando por ser feliz a pesar de los obstáculos que se presentan en su camino. Y aunque nunca permite que se desdibuje la sonrisa de su rostro, durante su entrevista con Infobae las lágrimas le brotan de los ojos al mismo tiempo que los recuerdos afloran de su boca. Pero así como la música la salvó a ella, ella decidió utilizar su canto para llevarle alegría a la gente. Y eso es algo que sigue ocurriendo cada vez que se sube a un escenario.
“Estoy presentando varios temas. Hice Dr Psiquiatra, una versión cumbia del hit de Gloria Trevi, que me encantó. También saqué un tema de Camilo Sesto a mi estilo, que es Vivir así es morir de amor. Le hice un homenaje a Lía Crucet con dos temas de ella: La Güera Salomé y Qué Bello. Y grabé Herida de Miguel Hernández, una canción que no es habitual en mí porque en general no hago letras así. A mí me gusta el estilo de La Pollera Amarilla…¡Todo divertido y sanito!”.
—Suena paradójico que haya elegido una profesión para alegrar a la gente, habiendo tenido una existencia tan dura…
—Mi vida no fue para nada fácil. Hoy que ya soy una mujer grande, por ahí miro al pasado y pienso: “¿Cómo hice para superar esto?”. Yo tuve una infancia muy fea en Tucumán, no tengo nada lindo para contar de esa época. De hecho, recuerdo muy poco y no es grato. En mi adolescencia empecé a salir adelante, porque ya a los 15 años comencé a trabajar de moza, de encargada de un bar, de promotora de gaseosas de una empresa muy importante… Llegué hasta cuarto año del secundario y, ahí, ya me empezó a gustar la música.
—¿A esa edad empezó a cantar?
—Sí. Decidí incursionar en esto que me fascinaba, porque en mi casa se escuchaba mucha música. Mi madre, Adela, que gracias a Dios sigue conmigo aunque está enfermita, compraba los discos de pasta y los pasaba en el tocadiscos una y otra vez. También le gustaba celebrar los cumpleaños con fiestas cuando yo era chica.
—Lo que dice no es menor, porque lo único positivo que recuerda de su niñez está relacionado a la música…¿Acaso era la forma que tenían de escaparse de la violencia?
—Yo pienso que tiene mucho que ver. Nosotros éramos siete hermanos, de los cuales quedamos seis porque mi hermana mayor, Olga, murió en pandemia. Y si yo sufrí, me imagino lo que debe haber sufrido mi madre que era la que recibía la mayoría de los golpes de mi padre…Terminó yendo de un lado para el otro con sus hijitos, alquilando una pieza o compartiendo una taza de mate cocido que calentaba en un brasero. ¡Te estoy hablando de un nivel de humildad terrible! Pero ella siempre trabajó. Y pienso que, de alguna manera, trataba de compensar el sufrimiento con una fiestita, con lo poco que tenía, a veces solo una tortita. Pero siempre con música. Era como que quería darnos alegría. Igual, eso fue después de mucho…
—¿A qué se refiere?
—A que eso pasó cuando yo cumplí los diez años, más o menos. Hasta mis cuatro, todos los recuerdos que tengo son horribles. Me vienen a la mente cosas de los dos o tres años, que son muy feas.
—¿Todas relacionadas a su padre?
—Claro. Mi papá se llamaba Valentín Jiménez. Era policía de la provincia de Tucumán. Y para mucha gente fue un héroe, porque él murió en la época de la subversión, en 1975, en un acto de servicio. Fue condecorado y todo. Mi mamá ya estaba separada de él, pero yo que tenía 10 años tuve que ir a la ceremonia. Y fue espantoso también, porque yo nunca lo tomé como alguien digno de honores.
—¿Él fue violento con usted también?
—Sí, conmigo y con mi hermana mayor. Nosotras éramos las que más golpes recibíamos. No sé por qué, qué le pasaba por la cabeza… Mi mamá no estaba, ella ya se había escapado. Entonces se la agarraba con Olga y conmigo.
—¿Adónde había escapado su madre?
—A buscar un trabajo. Hasta que consiguió alquilar un cuartito. Y, un día que mi papá se había ido, nos vino a rescatar a mis hermanos y a mí. Ella se mantenía comunicada por carta con mi hermana mayor, que tenía que esconder todas esas notas porque si mi padre llegaba a encontrar algo de eso nos mataba a todos. Así que le preguntó qué día trabajaba él, tomó coraje y vino a buscarnos. Me acuerdo que puso agua a hervir en un fogón, nos bañó a todos porque andábamos descalzos por la calle al costado de una vía, y nos robó.
—¿Cuántos años tenía usted cuando su madre los tuvo que dejar?
—Yo era tan chiquita que ni me acuerdo. Pero no tendría más de 3 años. Y en todo ese tiempo que tardó en venir a buscarnos, que habrá sido un año, yo pensé que no tenía mamá. ¿Se entiende? En mi mente de niña, creía que no tenía madre, que solo tenía a mi padre…¡Porque yo no la veía a ella! Y la única que sabía todo era Olga.
—¡Qué fuerte!
—Encima, mi papá un día llevaba a una señora a dormir, otro día a otra…Y, por ahí, se iba a trabajar y le decía: “Cuidá a los chicos estos”. Nosotros nos quedábamos con cualquiera, que por ahí nos tiraba un arroz de lástima. Mientras tanto, mi mamá estaba haciendo de todo para poder reencontrarse con sus hijos. Hasta que un día apareció y me di cuenta de que yo sí la recordaba.
—¿Volvió a tener contacto con su padre después de su madre la rescatara?
—No. Una vez nos llevaron a Tribunales a mi hermana Liliana y a mí, que éramos las dos más chiquitas, para preguntarnos si queríamos estar con él. Yo tenía pánico, estaba agarradita de mi mamá cuando lo vi entrar. Porque él quería tenernos, pero a su estilo. Y nosotras teníamos mucho miedo. Fijate que yo no fui al jardín de infantes ni a primer grado, porque mi madre tenía miedo de que nos secuestrara. Fue re triste no poder vivir nada de eso. Estábamos encerrados, por el terror que teníamos de que él nos pudiera matar.
—O sea que el pánico siguió aún después de haberse ido de la casa de su padre y hasta que él murió…
—Sí, claro. Es feo lo que voy a decir, pero todos los hermanos deseábamos que se muriera.
—¿Era la única manera en que iban a poder vivir sin miedo?
—Exacto. Y cuando murió nos fueron a buscar, porque era policía y, como perdió la vida en un enfrentamiento con la guerrilla, lo ascendieron en el acto. Pero yo pensaba: “¡Qué suerte, ya nadie va a golpear a mi mamá y nadie me va a pegar con un látigo!”.
—¿Con un látigo?
—Sí: con un látigo trenzado santiagueño. Él tenía un arma, que cuando llegaba la ponía arriba de la heladera y a mí me daba terror. Y por ahí se sacaba el cinto del uniforme, que tenía una hebilla grande, y nos daba con eso. Pero lo peor era el látigo de cuero, que lo tenía colgado. Cuando nos pegaba con eso nos arrastraba. Yo me acuerdo que me escondía abajo de la cama e igual me quedaban todas las piernas lastimadas. Yo lloraba. Porque, además, pensaba que no tenía a nadie, no sabía que mi mamá nos iba a venir a buscar en algún momento…
—Qué escena…
—Espantosa. Él llegaba de trabajar y decía: “¿Dónde están chinitillas?”. Y ya entraba a sacarse el cinto. A Olga le preguntaba: “¿Las has visto a tu mamá?”. Decía que nosotros teníamos la culpa de todo. Y después nos empezaba a pegar con el látigo. A mi hermana, que sufrió un montón, la mataba a golpes. Y ella después me venía a curar a mí. Me echaba agüita en las lonjas que me quedaban marcadas en las piernas. Porque el látigo te envolvía el cuerpo y te quedaba todo marcado como en las películas. Horrible. Gracias a Dios que mi madre después pudo revertir todo eso.
—¿Pero cómo hizo usted para lograr que eso que vivió no la atara al pasado de por vida?
—Yo también fui mamá de Tyago Griffo, que ya tiene 31 años. Y lo que yo viví con él fue todo lo contrario. No hablo de cosas materiales, más allá de que todo lo que logré fue para que no le faltara nada a él. Hablo de los sentimientos. Yo lo amé desde que supe de su existencia. Y todos los días de mi vida le dije que lo amo, algo que a mí nunca nadie me había dicho de chica. A mí nadie me cuidó. Por eso pienso que tengo un Dios aparte, porque no permitió que nadie abusara de mí por ejemplo. Y como yo no querría repetir la historia que sufrí, siempre me ocupé de darle mucho amor a mi hijo y a la gente en general.
—¿O sea que su hijo la ayudó a sanar a su niña?
—Sí, porque lo amo con todo mi corazón. Y se lo digo, cosa que a mí no me pasó ni siquiera con mi madre. Mirá que ella ha hecho de todo…
—Pero también era una víctima y tal vez no pudo…
—Lo sé. Ella mataba por nosotros y, de hecho, no le importó arriesgar su vida. Pero no podía demostrar afecto. Y yo soy quien soy gracias a ella. Soy una buena persona, criada en la humildad. A mí los Reyes Magos me traían un paquete de galletitas, nada más. Pero eso ya pasó. Hoy tengo la posibilidad de darme algunos gustos y pude criar a mi hijo sin que le faltara nada. Pero, fundamentalmente, le pude demostrar mi amor de todas las formas que existen.
—A veces el hecho de haber tenido un padre violento puede llegar a afectar las relaciones de pareja de una mujer, ya sea por el temor a entregarse a un hombre que pueda lastimarla o por la elección inconsciente de personas que no saben querer…¿Le pasó algo de eso?
—Es probable. Yo soy una mujer muy fuerte y nunca dependí de ningún hombre. De hecho, siempre estuve sola. O, si estuve en pareja, no les he dado un lugar destacado en mi vida a esas personas. Quizá fui muy egoísta por el hecho de no haber tenido una figura paterna positiva. Y en el fondo, creo que todos son malos, golpeadores, asesinos…Pero, gracias a Dios, no me pasó nunca de estar en una relación violenta.
—¿Se llegó a enamorar de verdad?
—Con el papá de mi hijo, Ariel Griffo, que fue con quien me casé, tuve una relación linda que duró unos seis años en total. Si me preguntás, no creo que haya sido un gran amor, fue un deslumbramiento de jóvenes. Y en las relaciones que siguieron nadie llegó a ocupar un lugar importante en mi vida. Quizá yo estuve muy cerrada y no dejé que nadie entrara en mi mundo.
—¿Lo trató en alguna terapia?
—No. Sinceramente, no era algo que me interesara. Pero ahora, de grande, sí me enamoré de Luciano Ojeda. Al menos hoy te puedo decir eso, no sé qué pasará mañana. Pero es un amor diferente, libre y elegido, que ya lleva dos años.
—Pero, como si no hubiera tenido que superar pruebas en su vida, él se enfermó y usted tiene que acompañarlo en este proceso…
—Exacto. En el momento en el que encontré a alguien que de verdad me va, a quien sería capaz de dejarle saber cosas que no le conté a ninguna otra persona, porque realmente tengo confianza con él y siento que nos conocemos de otra vida, pasa esto. Él está atravesando una situación muy delicada de salud, porque le encontraron un tumor en el riñón. Y a mí me tocó estar con él en este momento. Pero mi corazón está bien, porque lo quiero.
—Igual no es fácil acompañar a una persona que está en esa situación…
—No. Y nadie se da cuenta de lo difícil que es para el que está al lado. Menos en mi caso, porque como yo no me quejo piensan que siempre puedo con todo. A veces hablo con Luciano y le digo: “Acordate que yo soy grande, que me canso también”. Porque él tiene 37 años y piensa que yo tengo su edad.
—Pero, más allá del cansancio físico, está el desgaste emocional que implica.
—¡Todo! Yo estuve internada con él 20 días, 10 días…Porque, se va de alta, y al tiempo tiene que volver a la clínica. Así que, físicamente, es un montón. Pero mentalmente también es desgastante. Porque yo no estudié psicología y no tengo herramientas como para ayudarlo cuando está mal. Imaginate que es un chico que se mató estudiando, se recibió de Licenciado en Higiene y Seguridad y ahora le pasa esto…¡Uf!
—¿Cómo está ahora?
—Lo operaron por tercera vez en menos de dos años. Cuando yo lo conocí, él ya estaba enfermo pero no lo sabía. Pero es lo que me tocó y lo acepto con dignidad. Ahora le sacaron un tumor de casi 5 kilos de la panza. Y la quimioterapia le arruinó el único riñón que tenía, porque en la cirugía anterior le habían sacado el otro. Así que se está dializando tres veces por semana y su situación es complicada, pero la está peleando. A veces le ponemos un poco de humor a toda esta cosa fea, entonces lo molesto diciéndole: “¡Te llevo más de veinte años y soy yo la que te tengo que cuidar a vos!”. Pero bueno, yo sé que el amor lo va a sanar.
—¿De dónde saca la fuerza para sobrellevar todo lo que le pasó en la vida?
—No sé. Yo estoy muy entregada a Dios, aunque no soy de ir a la iglesia y nada de eso. Pero hablo con él todos los días. Pongo en sus manos mi vida, la de mi hijo, la de mi madre, la de mi novio…Y confío en él que nunca me defrauda. Porque todo lo que le pido, siempre se da. Y eso es lo que me da fuerza. Porque yo no soy de esas mujeres que se ponen a llorar por todo lo que les pasa.
—Daría la sensación que, por el contrario, cada adversidad la ha fortalecido…
—Es verdad. Cada cosa que me ha pasado me ha servido para aprender un montón de la vida. Y cada lección me ha hecho más fuerte. Es más, desde que murió mi hermana, que yo lo sufrí como si me arrancaran un pedazo de mi alma, me di cuenta de que todos vamos a partir. Y que no tenemos tiempo para perder. Hay que vivir y no preocuparse por otra cosa que no sea disfrutar de cada momento. Yo, ahora, lo único que quiero es ser feliz lo que me quede.
—¿La música la hace feliz?
—Sí, es magia. La música es mi otro amor. Es mi mundo, donde soy yo y puedo dar todo lo que tengo. Por eso nunca renegué de lo que hago, que es cumbia de la auténtica. Y estoy segura de que voy a seguir siendo la reina del género por muchos años más.
fuente: infobae