El emblemático jugador del Xeneize, que también pasó por River, tenía 75 años.
A los 75 años murió Ernesto Mastrángelo. Y con él se fue una parte de aquel fútbol de los años ‘70, donde fue un implacable goleador, pero también un permanente animador de las concentraciones. Líder positivo se diría ahora. El Heber lo era, siempre con un chiste en la gatera, listo para ser disparado, como aquellos remates certeros que vencían a los arqueros. Jugó en Atlanta, River y Unión, pero el poster de su vida deportiva, se perpetuó con la camiseta de Boca, en los tiempos del Toto Lorenzo, donde ganó todos los títulos posibles.
“Llegué a los 15 años a la Capital, para jugar en Atlanta, directo a la pensión que el club tenía en Pampa y Forest. Al primero que me encontré fue al Loco Gatti, al pie de la escalera, por donde yo tenía que subir y él bajaba. Desde ese momento anduvimos siempre juntos, aunque él ya jugaba en River. Hugo fue siempre igual, un verdadero personaje. Empecé como centro delantero y luego pasé la punta derecha. Por ese conocimiento del frente de ataque es que hice muchos goles metiéndome en diagonal”.
Aquella disfonía que gozaron los hinchas Bohemios, festejando las 26 conquistas de Mastrángelo, ahora pasaba a ser potestad de un club grande, cuando al iniciarse 1972 mudó sus goles a River Plate, sediento de títulos, en una sequía que ya había consumido 15 almanaques: “Llegué para formar parte de un plantel espectacular, pero nuestro drama fue que éramos muy jóvenes y eso nos pesó. De mitad de cancha para adelante formábamos con J. J. López, Merlo, Alonso, yo, Morete y Mas. El Beto era un jugador espectacular, que hacía lo que quería con la zurda y Pinino tenía el arco entre ceja y ceja. Le pegaba desde cualquier lado con una puntería tremenda. En el Nacional del ‘72 ganamos por goleada muchos partidos y pudimos ser campeones, pero nos mató el reglamento, porque San Lorenzo ganó su zona y avanzó directo a la final, descansado una semana y nosotros tuvimos que jugar la semi contra Boca un miércoles y el domingo el partido decisivo con ellos en cancha de Velez, que perdimos 1-0. En ese torneo le hice goles a Boca las dos veces que los enfrentamos: en la semifinal y en el histórico 5-4 de la primera fecha”.
Fueron tres años con la camiseta de River, donde la maldición de no poder salir campeón se acentuaba cada vez más. Parecía no alcanzar con los destacados equipos que se conformaban, porque siempre llegaba alguna defección a la hora de las instancias decisivas. Al comenzar 1975 llegó Ángel Labruna a la dirección técnica para cambiar la historia y Heber fue parte del inicio del proceso.
“Arrancamos la pretemporada en Necochea e incluso jugué un par de partidos en el torneo de verano en Mar del Plata, donde me sentí muy bien, sin embargo, en todas las charlas, Labruna hablaba de los goles de Morete y los de Pinino, pero a mí no me nombraba. Y en ese momento apareció la gente de Unión, que se portó de manera impecable y se hizo el pase. Me pagaban el hotel, la comida y hasta la tintorería (risas). Me atendieron como en el Real Madrid. A Don Ángel no le gustó, quiso que me quedara, pero yo ya había tomado la decisión, que no era fácil, porque había que irse de River a Unión, que recién había ascendido. Se armó un cuadrazo con el maestro Lorenzo como técnico y donde no fuimos campeones porque teníamos la camiseta de Unión. Cuando veníamos a Buenos Aires, ya nos cobraban un penal en contra en el túnel (risas). De locales terminamos invictos, incluido el que jugamos en Velez contra River. Ganamos 2-0 y Gatti le atajó un penal a Alonso. Allí lo conocí a Juan Carlos Lorenzo y me di cuenta que yo no sabía nada de fútbol. Era un adelantado”.
Un año inolvidable con los colores Tatengues donde marcó nada menos que 21 goles en los dos torneos que quedaron en el recuerdo. La consecuencia lógica era que aparecieran las ofertas, las que surgieron de casi todos los grandes. La más firme fue la de Independiente, en una historia poco conocida: “Faltando unos meses para terminar el ‘75 me vinieron a buscar y Lorenzo me dijo: “Quedate conmigo en Unión hasta fin de año, que pasamos juntos a Independiente, que ya tengo todo arreglado. Venís vos y Gatti también”. Esto no la sabe nadie, pero fue así. En enero, estaba de vacaciones en Rufino, mi pueblo y me llamó el Toto para decirme que no arreglara con Independiente, que él estaba por firmar con Boca y me quería. Pasaban los días y el pase no se hacía, porque había problemas con el 15% que me correspondía por la transferencia. Me empezaron a llamar los dirigentes, pero yo no atendía a nadie, hasta que el mismo día del cierre del libro de pases, vine a la Capital para reunirme con el Puma Armando. Me dio lo que le pedí y me entregó toda la plata del contrato en la mano. Una locura. Un amigo que me acompañaba se la llevó para mi casa, porque de ahí me sumé a la delegación que partió en tren, algo impensado ahora, desde Constitución para Mar del Plata para la pretemporada que se hizo en Tandil”.
El Toto fue el gran alquimista pintado de azul y oro. Logró combinar rápidamente a los destacados futbolistas que estaba en el club (Pernía, Mouzo, Tarantini, Benítez, Felman), con otros llegados de diferentes clubes (Pancho Sa, Toti Veglio), más los que arribaron con él desde Unión (Gatti, Suñé y Mastrángelo). El resultado: un equipo inolvidable, que ganó todo, aferrado al viejo estilo boquense de garra y efectividad: “Ya en el primer torneo (Metropolitano) fuimos campeones y cerramos el año de manera excepcional, ganándole la final del Nacional a River en cancha de Racing. En la previa de ese partido hay una grandiosa de Lorenzo. Yo tenía lastimado un tobillo, pero iba a jugar de cualquier manera. Me hizo vendar el otro, para que los periodistas me vieran y sacaran las fotos. Yo no entendía nada y le dije: “¿Para qué es todo esto maestro?” a lo que respondió como siempre con un guiño: “Para que te peguen en el sano” (risas). Fue una final increíble. Siempre me fue bien contra River con la camiseta de Boca, al punto que solo perdí un partido oficial de los 12 que jugué”.
Alberto J. Armando fue uno de los primeros dirigentes, quizás el precursor, en darle importancia a la Copa Libertadores. Se había quedado en la puerta en 1963 ante el Santos de Pelé, pero ahora se presentaba la chance de una revancha. Boca tomó la participación en la edición 1977 con el único objetivo de ser campeón. Y aquella vieja obsesión se convirtió en dulce realidad ante Cruzeiro en Montevideo con Hugo Gatti como protagonista estelar al atajar el penal decisivo de la definición, de la cual Mastrángelo recuerda una gran anécdota: “Yo estaba contratado por Adidas, que me daba los botines. Allá por abril del ‘77 fui un día a la empresa, me encontré con Amadeo Carrizo, que trabajaba ahí y le pedí un par de guantes de arquero, que por supuesto me regaló. Al otro día en el entrenamiento se los di a Gatti. Cuando terminó la final con Cruzeiro, en medio de la locura y la alegría por el título, se los sacó y me dijo: “Tomá, estos guantes son tuyos”, en un gran gesto, sobre todo porque para que Loco te de algo lo tenés que operar sin anestesia (risas). Ahí me confesó que eran aquellos que le había regalado y que había usado toda la Copa, muy descosidos, pero llegaron hasta el último partido de cábala”.
A partir de la gloria ante el cuadro de Belo Horizonte, en una noche lluviosa y llena de épica en el estadio Centenario, Boca se instaló definitivamente como un equipo copero. Un romance que iba a perdurar eternamente y del que Mastrángelo fue partícipe infaltable en sus inicios: “Fui el único del plantel que disputó todos los partidos internacionales de Boca en ese ciclo. No falté ni en las Libertadores (77 – 78 – 79) ni en la Interamericana contra América de México ni en las dos finales Intercontinentales frente a Borussia, donde hice goles acá y allá. Yo me cuidaba, pero el Toto también, porque antes de los encuentros decisivos en las copas, no me ponía en el torneo local. Es verdad que fuimos campeones del mundo, pero a mí dame siempre la Libertadores”.
En junio de 1978 estaba el gran evento: el Mundial en condición de local. Heber había estado en la selección a comienzos de la década, pero nunca fue convocado por Menotti. En el mes de marzo, el entrenador lo colocó en la selecta lista de 40 que podían disputar la Copa del Mundo, pero él no se hizo ilusiones: “El Flaco me pasó la factura porque a comienzos del ‘72, yo estaba entrenando con él en Huracán y luego firmé para River, que me ofrecía mejores condiciones”.
A fines de 1979 se cerró el exitoso ciclo de Juan Carlos Lorenzo en Boca. La campaña de 1980 fue una de las peores de la historia del club, pero Mastrángelo solo estuvo en el primer partido, ya que una operación de meniscos lo dejó convaleciente y recién volvería a ponerse la azul y oro en 1981 con un nuevo y estelar compañero: “Diego era un pibe bárbaro al que quise mucho. Siempre mantuvimos el contacto y la última vez que hablamos fue cuando estaba en Dubai y lo escuché muy bien, fenomenal. Fue un dolor inmenso el de su muerte porque era una persona excepcional. Cuando vino en el ‘81 hablaba poco porque nos respetaba a los más grandes. Un fuera de serie”.
A lo largo de su extensa carrera se dio muchos lujos y uno de ellos fue tener como compañeros y rivales a dos grandes del arco que marcaron una era indeleble: Fillol y Gatti. “Eran completamente distintos en todo. El Pato no salía a cortar los centros, mientras que el Loco era un especialista en eso, porque lo había aprendido viendo a Amadeo Carrizo en las prácticas de River. Fillol era un monstruo debajo de los tres palos, casi invencible. Le tenías que patear de segunda, tras un amago, porque de primera te la sacaba casi siempre, así le hice el recordado gol en el Monumental en la Libertadores del ‘78, cuando pasamos a la final. De Gatti me asombraba la visión de los palos que tenía, algo impresionante: ubicado de espaldas, sabía dónde estaba el arco”.
Sus goles trascendieron las canchas, a tal punto que muchos años después de retirado, el gran Roberto Fontanarrosa, que no lo había disfrutado con sus amados colores de Rosario Central lo evocó así: “Recuerdo una noche, particularmente amarga, tras haber perdido Central un partido importante contra Unión. Faltaba poco para el final con un 0 a 0 salomónico. A poco de terminar salió un pelotazo para Mastrángelo, puntero derecho Tatengue, que lo dejó cara a cara con el arquero, sobre la derecha, pero en un ángulo bastante cerrado. Mastrángelo le pegó un derechazo bárbaro, alto al primer palo y la mandó adentro. Después lo vi hacer más de un gol de la misma forma, tanto que los pocos que se convierten de esa manera me llevan siempre a pensar que son convertidos “al estilo Mastrángelo”. Heber se emociona con esas palabras: “Que fenómeno Fontarrosa… No sabía que había escrito eso de mí. Un honor inmenso. Me acuerdo de ese gol en la cancha de Central, porque se lo marqué a mi amigo Carlos Biasutto. Fue una noche con mucho barro y en el pique, se hizo difícil dominar la pelota, entonces me abrí, le pegué alto y fue gol. Casi todos mis goles eran de chanfle, con tres dedos. Pero nada estaba estudiado, era por instinto. Definía despacito y eligiendo el lugar”.
La hora del retiro llegó en 1982 y al colgar los botines las redes descansaron de uno de sus visitantes más asiduos. Al poco tiempo, ya estaba trabajando nuevamente en Boca, como lo hizo a lo largo de más de 30 años en diversas etapas y lugares: “Arranqué en el ‘84 como ayudante de campo de Dino Sani, que era el DT de la primera y luego con Alfredo Di Stéfano, al que todos le tenían un poco de miedo, pero yo le hacía bromas y lo hacía reír. Era como un diario mojado, no se le entendía nada cuando hablaba (risas), pero sabía de fútbol una barbaridad. Cuando llegó Menotti en el ‘87 nos echó a todos los que trabajábamos en el club, pero luego pude volver y me di el gusto de ganar 14 campeonatos como entrenador con la 5° y la 6° división de Boca”.
En la década del ‘70 a nadie se le pasaba por la cabeza que podían existir las cadenas de indumentaria deportiva. Era algo utópico y fantasioso. Para conseguir esa ropa, había que ir a la casa de deportes del barrio, que tenía los elementos básicos, aunque a veces nos podía sorprender con alguna maravilla que nos hacía abrir los ojos. En una caja, habitualmente ubicada debajo del mostrador, descansaban tesoros hermosos, que eran los números de plástico con pequeños agujeros, para ser cosidos en camisetas y pantalones. Un clásico era que los chicos pidieran el 7. Con la idea de poder parecerse a ese delantero implacable. Ese mismo que hoy nos dejó, pero que queda en el recuerdo y en el homenaje eterno de aquellos que fueron buenos dentro de una cancha, pero mucho mejores fuera de ella.