Serán 26 años de cárcel. Una historia que debe ser leída. Y jamás vuelta a escribir.

Hay un caso de agresión a una mujer que conmovió a todo un país. El 14 de mayo de 2016 todo Chile amaneció con una noticia que nadie imagina en una nación civilizada. Una mujer llamada Nabila Rifo, de 28 años, había sido atacada por su pareja y padre de dos de sus hijos. El ataque fue casi tomado de una tragedia griega: el hombre le arrancó los ojos con sus manos.

En Chile las mujeres están muy desprotegidas. El país todavía no pudo aprobar una ley para castigar el acoso callejero. Y este año ya se han registrado dos docenas de femicidios.

Y Nabila, que sobrevivió, se convirtió en un símbolo. La noche del 13 de mayo de un año atrás estaba en su casa con Mauricio Ortega, su pareja. En Coyhaique, una ciudad ubicada a 1.400 kilómetros de Santiago. Era una pareja despareja. No por los 13 años que él le llevaba, sino porque ella era la que trabajaba y debía pasar el sueldo a un vago empedernido.

Hacía mucho frío ese día de mayo. Los hijos de Nabila dormían. La pareja estaba junto a unos amigos. Bebiendo en exceso. Y Mauricio empezó a gritar e insultar a Nabila. Un guión que se repetía desde hacía años.

Lo que le decía a Nabila era siempre lo mismo. La trataba de p… malagradecida. Cuando quiso empezar a golpearla, como siempre, los amigos lo detuvieron. Pero ya de madrugada los amigos se fueron. Y vino lo peor.

A las seis de la mañana Nabila salió corriendo de su casa rumbo a la de su madre, a cuatro cuadras de allí. Ortega la perseguía. Fueron 89 metros de huída. La Justicia los midió. El hombre la alcanzó y empezó a golpearla en la cabeza con una piedra. Hasta que la mujer cayó desmayada. El hombre se fue. Sólo unos metros.

Volvió sobre sus pasos y se arrodilló ante ella. Como un Edipo a la inversa, con sus propias manos le arrancó los ojos a su mujer. Y allí la dejó. Sin esos dos ojos cafés profundos. Que admiraban la vida. Aunque la de ella fuera una larga agonía en los últimos años.

Pero antes de su descenso a los infiernos, era otra mujer. Siempre fue alegre. Aunque no pudo seguir estudiando, que era lo que quería, y las aulas para ella se terminaron en séptimo, porque tuvo que salir a trabajar. A los 16 llegó el primer hijo. Al poco tiempo el segundo. Y con Ortega tendría otros dos. Ella trabajaba por seis. Por sus cuatro hijos, por ella y por un esposo golpeador.

Por culpa de ese hombre, Nabila pasó de ser una mujer dichosa a estar sumida en la tristeza. Sólo sus cuatro hijos la mantenían en pie. Eran y son su pasión. Y Ortega, que sabía que ella lo quería abandonar, la amenazaba con quitarle la potestad de las dos criaturas que tuvieron juntos.

Nabila no aprendía. Un día Ortega echó abajo la puerta de casa con un hacha. Ella no quería abrirle, harta de las palizas. Lo denunció. Todo terminó con un castigo al hombre que sonó más a castigo para la mujer golpeada: Ortega debía estampar una firma mensual en la comisaría y debía someterse a un tratamiento terapéutico. Lo primero lo cumplió sin esfuerzo, lo segundo nunca lo intentó.

Ortega tuvo varias parejas ante de Nabila. Y a todas las molió a golpes. Nunca pisó una comisaría. Hasta que se transformó en el hombre que le quitó la vista a una mujer indefensa. A la madre de sus hijos.

Fue preso. El caso de Nabila se convirtió en el caso emblema para todas las mujeres golpeadas en Chile. La presidenta Michelle Bachelet fue a visitarla varias veces a su casa: “La violencia sufrida por Nabila Rifo es la expresión del país que no queremos. Que su sufrimiento nunca deje de conmovernos y llamarnos a cambiar”, dijo la mandataria en una oportunidad.

Un par de meses atrás comenzó el juicio del criminal. Nabila asistió. Ciega. Con unas prótesis oculares y unas grandes anteojos negros. Y contó aquella noche: “Mauricio se molestaba por cualquier cosa. Principalmente por la comida. Decía que lo que yo hacía era un asco. Y no dejaba de repetir que yo era una p… Siempre me golpeaba. Una vez me arrastró de los pelos escaleras abajo. Aquella noche le pedí que no peleáramos. Y le dije que al otro día lo dejaría. Y allí vi que se me venía encima y salí a la calle corriendo. Me golpeó tres veces con una piedra y me hice la muerta para que no siguiera pegándome. Después ya no me acuerdo. Todo era oscuro”.

En el juicio declararon 50 testigos y 12 forenses. Y ella soportó con entereza al abogado defensor de su pareja, que la hostigó de manera cruel sin ser reprendido. Incluso, una vez, quiso dejarla ante los ojos de la gente como una cualquiera. El abogado dijo: “Que se puede esperar y pensar de una mujer que muchas veces no usa ropa interior”. El abogado también hubiera merecido unos años en la cárcel. Es un Ortega en potencia.

Nabila contó que se despertó en un hospital; “Tenía los ojos vendados. Le dije a la enfermera que por qué no prendía la luz. Me dijo que había tenido un accidente y que estaba ciega. Me contestó que me quedara tranquila, que me iban a poner unas prótesis oculares y yo, ingenua, le pregunté si con ellas volvería a ver…”. Estuvo 48 días en cuidados intensivos. Una eternidad sin luz.

El tribunal de Coyhaique, en un increíble fallo dividido de dos votos contra uno, determinó que Ortega fue el responsable del ataque. Él nunca se arrepintió. Y hoy, martes 2 de mayo, esperó la condena. Todo Chile la esperaba.

El castigo que le dieron a Ortega fue el pedido por la Fiscalía. Dividido en tres partes. Por el delito de violación de morada de manera violenta, 540 días. Por femicidio frustrado, 12 años y 180 días. Por el delito de lesiones graves gravísimas (sic), 12 años y 180 días.

En total, serán 26 años de cárcel. Además, cumplidas dichas penas, Ortega tendrá la prohibición de acercarse a la víctima y a sus familiares por dos años.

Justicia. Lo que siempre piden los que no la tienen. Un agresor feroz pasará 26 años en la cárcel. Una joven mujer está aprendiendo a reconocer olores, imaginar colores, recordar paisajes, tocar una y otra vez los rostros de sus hijos. ¿Es justo un castigo de 26 años para un hombre que dejó ciega a la madre de sus hijos?

Muchos dirán que es una pena ejemplar. Debe serlo. Se hizo justicia. Una mujer escuchó el fallo. Y mientras aprende, imagina y recuerda, toca una y otra vez los rostros de sus cuatro hijos. La justicia es ciega.

Fuente: Clarín

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