Mariela de apenas 14 años, tez clara, pelo oscuro y largo, campera roja gastada, jeans azules sucios, ojos hundidos en el cráneo, abordó a una mujer en la esquina de Córdoba y Garay en Mar del Plata, una militante de una organización popular de base de la ciudad. No la abordó para mendigarle plata, para venderle pañuelos descartables, como la chica solía hacerlo en ese entonces frente a la Municipalidad de la ciudad costera, en la Peatonal San Martín, y en varias plazas. Le preguntó dónde estaba la comisaría más cercana, le pidió información.
Luego, Mariela le pidió otra cosa.
“Me escapé, ayudame”, le dijo.
Alarmada, la militante llamó a una compañera de su movimiento para que fuera a ayudarla. Le explicó que tenía a esta chica con ella, que estaba asustada, que le diera una mano, que la subiera a un taxi y que la encuentre en la Municipalidad en Luro e Yrigoyen. Juntas, frenaron a un auto y le dijeron al chofer: “Llevela, yo le pago cuando llegue”.
Mariela comenzó a hablar, le hizo preguntas al taxista. “¿Cuánto sale un viaje a Moreno?”, quiso saber. Tenía un hermano allí, quizás la única persona en la que podía confiar. “Unos siete mil pesos”, contestó el conductor. “Mirá que por micro te sale más barato”, le agregó. La chica le dijo que no, que micro no, que se había escapado de la casa en donde estaba. Un corte por una manifestación en la calle San Luis le impidió al taxista llegar a la Municipalidad. La chica bajó en la vereda y se fue. El conductor, que se negó a cobrarle el viaje, la perdió de vista.
Al día siguiente a las 22:30 en la Comisaría 1º de la ciudad, una mujer del barrio Bosque Alegre se presentó para hacer una denuncia por averiguación de paradero. Quería que encontraran a Mariela. Lo que dijo fue extraño quizás, difícil de tragar: la chica, según denunció la mujer de poco menos de 40 años, perteneciente a la comunidad gitana, era su nuera, la esposa de su hijo de 16 años. Se habían casado, aseguró la denunciante a un policía, de acuerdo a las costumbres de su comunidad tras una arreglo entre ella y el hermano mayor de la menor, con el que vivía en la zona de campamentos gitanos de La Plata sobre la calle 155.
La mujer dio su domicilio en el Bosque Alegre. Así, su denuncia disparó una causa por averiguación de paradero en una fiscalía marplatense. La Bonaerense allanó la casa dos días después. Las personas de la comunidad en el barrio no estaban muy dispuestos a hablar. Decían que ellos mismos se encargarían de la búsqueda. La mujer que denunció la desaparición de la menor no estaba. Decían sus vecinos que se había ido “a Moreno”.
Mientras tanto, Mariela aparecía en el hogar de menores Gayone en la calle French, un adulto la había llevado hasta ahí y un Juzgado de Familia la supervisaba. El hogar tenía un régimen abierto. Mariela podía irse cuando quisiera. Decidió quedarse. No tenía su DNI encima. Ni siquiera sabía leer y escribir.
El 20 de marzo de 2017, Mariela declaró en cámara Gesell frente a una psicóloga en una sala de vidrios espejados. No declaró en el marco de la causa de averiguación de paradero. Para el Estado ya no era una adolescente perdida, sino algo mucho más grave. Ya era un caso de trata de personas. Laura Mazzaferri, fiscal federal de Mar del Plata, estuvo a cargo de la investigación.
Así, con la psicóloga que la miraba fijo, Mariela empezó a hablar. Contó cómo su padre biológico había muerto dos años antes, cómo su madre se juntó con un hombre nuevo, un gitano, y cómo le habían dicho que iban a ir a visitar al barrio Bosque Alegre a la mujer que denunció su desaparición, a su marido y su hijo del medio, B., de 16 años.
Parecía emocionante: Mariela -un nombre de fantasía para preservar su identidad- apenas conocía Mar del Plata, tenía un recuerdo tenue pero grato de B., con el que había jugado de chica en la plaza de su barrio.
Luego, volvió a su madre y padrastro. Ya no estaban de paseo. Su padrastro se lo dijo claramente: debía casarse con B., dos años mayor que ella, un joven violento, agresivo, que salía a gritarle a vecinos que pasaban por su vereda. No quiso. Mariela, según su relato,recibió amenazas tras negarse, golpearían a su madre si no lo hacía.
Así, en la casa del barrio Bosque Alegre, una boda gitana fue celebrada entre dos menores, fuera del Estado y de la ley, bajo amenazas. “Ellos me entregaron y se lavaron las manos”, dijo Mariela de su madre y su padrastro. “Me casaron a la fuerza y se fueron”, reveló.
La vendieron, según su relato. Primero, por una oferta de 60 mil pesos que los padres de B. rápidamente cambiaron: serían 30 mil en efectivo y una camioneta blanca, una Renault Kangoo, que, se deduce de la investigación, nunca fue entregada.
Mariela se convirtió en una esclava poco después. Comenzaron a ordenarle que limpie y cocine. Tenía que levantarse antes que nadie en la casa y ser la última en irse a dormir a las 2 AM. Apenas salía al supermercado chino de enfrente. No solo tenía que atender a sus “suegros” y a su marido por la fuerza. Una decena de personas, todas de la comunidad gitana, ocupaban la casa, con otro domicilio contigüo donde vivían otros miembros de la familia de B.
En la cámara Gesell, Mariela reconstruyó el grupo familiar del que ella era poco más que una hornalla y un trapo de piso. Enumeró a “las dos pibas que se casaron, tres cuñados, dos chicos más mi suegro y mi suegra, en total 10 personas a las que yo tenía que atender. Había veces que hacía mal el desayuno y me lo revoleaban. Se los tenía que llevar a la pieza de cada uno”. Recordó apodos: “El Tonto”, “Peluche”, “Pachorra”, a dos hijas mayores de sus captores que se habían casado con gitanos de “otros pueblos”.
Su “suegra” la golpeó, sopapos con la mano abierta, su “suegro”, un analfabeto que se dedicaba a la venta de coches usados, también. Pero B., su “marido”, era el peor de todos. Terminó por mandarla al hospital, probablemente el Materno de Mar del Plata. Volvió enyesada luego de que la lanzó por las escaleras porque se olvidó comprar “las galletitas favoritas” del adolescente violento. Le dijo a los médicos que la atendieron que se había caído por accidente. “No se la creyeron”, agregó Mariela.
Al volver a la casa, una decena de personas esperaban en la cocina. “Atendelos, prepará té y mate”, le dijo su suegra.
-¿Cómo querés que haga? No puedo– contestó Mariela, señalando su yeso.
-Fácil, mamita: tenés la otra mano.
Uno de los invitados derramó el té. La “suegra” obligó a Mariela a limpiar el piso. Preparó un balde, mezcló detergente y lavandina. Comenzó a mojar el piso, los invitados se quejaron. La “suegra” la golpeó frente a todos. Nadie hizo nada por ella.
Y después estaba el imperativo.
“Tenés que darnos un nieto”, le decía su”suegra”. Mariela compartía la cama con B. cada noche, pero se negaba a tener sexo. En algún punto de diciembre de 2017, poco antes de la Nochebuena, B. la forzó –de acuerdo a su relato–, sin su consentimiento y sin preservativo. Un peritaje posterior determinó “desfloramiento” en la joven, la ausencia de himen. Los intentos de fuga ya habían comenzado para ese entonces: los otros gitanos del barrio la llevaban a rastras de vuelta a la casa cuando la veían en las cuadras cercanas.
Luego de ese abuso, los padres de B. comenzaron a obligarla a mendigar. “Que vaya y que me traiga plata”, decía el amo de la casa, el “suegro”. Fue en una de esas salidas, vigilada de cerca mientras ofrecía pañuelos descartables o pedía monedas por la Municipalidad o la Catedral, en donde Mariela finalmente logró escapar.
Sin embargo, su relato en cámara Gesell no cuenta toda la historia. Poco después, una trabajadora social del Servicio Local de Promoción y Protección de los Derechos del Niño declaró en la investigación de la fiscal Mazzaferri. La trabajadora fue la primera en atender a Mariela antes de que llegar al hogar de menores Gayone, con una entrevista preliminar. “Me contó que su padrastro y su mamá la vendieron a los gitanos”, recordó la trabajadora social, “ella no tiene aspecto como gitana, no se muestra como tal, ni en su lenguaje ni en su vestimenta. La habían traído para entregársela a los gitanos. Mencionó que la relación con su madre y padrastro era mala y la maltrataban”.
Mariela sintió miedo cuando le preguntaron el nombre de su marido a la fuerza, no quiso pronunciar su nombre al principio. El abuso que sufrió después de la Navidad de 2017 no habría sido el único. “Al preguntarle por qué pidió ayuda, me dijo que estaba cansada de que la obliguen a tener relaciones con gente que no quería“, afirmó la trabajadora social. ¿Quiénes eran estas personas, esta gente? “Varios adultos”, aseguró la testigo.
La causa por averiguación de paradero se convirtió finalmente en una ironía. La “suegra” y el “suegro” pasaron de ser aparentes tutores preocupados a sospechosos de trata de personas, de ser los esclavizadores de una chica de 14 años. Su casa volvió a ser allanada y no fueron encontrados. La Policía Bonaerense incautó un celular Samsung que luego fue peritado; su memoria reveló fotos en donde se ve juntos a Mariela y a su marido forzado.
Mientras tanto, la “suegra” y el “suegro” se convertían en prófugos. Su defensa presentaba testigos ante la fiscal, todos vecinos de la cuadra que dijeron que Mariela era una chica haragana, que se levantaba tarde y miraba la novela en la tele, que fumaba mucho y que compraba cigarrillos en el chino de enfrente, que intentaron enseñarle a leer y escribir y no quiso, que a veces la veían limpiando, que ella y el hijo de sus supuestos compradores –“un chico sin maldad”, –aseguró una testigo de la defensa– estaban “enamorados”, con un B. en modo meloso que le escribía a su presunta víctima mensajes de cariño desde un cyber en una estación de servicio cercana.
Los relatos los herían más de lo que los ayudaban en la balanza del expediente. Una vecina hasta reconoció haber sido invitada a la boda. A nadie le parecía anómalo, mal. Lo naturalizaban.
En paralelo, un alto jefe policial marplatense se enteraba a través de contactos con la comunidad gitana que el “suegro” y la “suegra” habían tomado distintos caminos. El “suegro” se había refugiado no muy lejos, en la casa de su propio hermano a seis cuadras de la suya, en el mismo barrio, donde únicamente salía de noche. La “suegra” se dirigió al sur . “Siempre se van al sur cuando se mandan una macana”, sopló un informante.
Así, comenzó la intervención de teléfonos a varios miembros de la comunidad gitana ligados a la pareja. Hablaban en el dialecto romaní, propio de la comunidad, creyendo que así podrían despistar a los policías que escuchaban del otro lado en las grabadoras judiciales. El 27 de diciembre de 2017, una voz habló de “acá en Puerto Madryn” y que “los están buscando por violencia de género”. Estaban un poco más lejos que Puerto Madryn, pero no tanto: fueron detenidos en Comodoro Rivadavia en marzo de 2018 por la Policía de Chubut, en un gabinete encabezado por la DDI de Mar del Plata.
Hoy, “suegro” y “suegra” se sientan y esperan en los penales de Ezeiza. No son presos particularmente problemáticos, “del montón”, dice alguien que sigue su encierro de cerca. Tampoco levantan mucho la voz en la celda. El delito que se les imputa ciertamente los complica, algo que no es una línea en el Código Penal sino un párrafo entero: trata de personas con finalidad de someter a la víctima a una unión de hecho y matrimonio servil bajo la modalidad de captación y acogimiento.
Estas dos líneas son lo suficientemente ilustrativas. Faltan otras 31 palabras para completar la calificación en contra de los supuestos captores y esclavizadores de Mariela.
La causa fue elevada a juicio por Mazzaferri el 31 de agosto del 2018, el único Tribunal Federal de Mar del Plata se encargará de juzgarlos en un proceso todavía sin fecha de inicio.B., el marido adolescente, el “chico sin maldad” con el que Mariela fue obligada a casarse, recibió por lo pronto la falta de mérito.
Este no es el único caso de violencia de género que la fiscal investigó dentro de la comunidad gitana de Mar del Plata. En diciembre de 2017, un hombre de la comunidad fue encarcelado por supuestamente intentar vender a la bebé de su pareja en 55 mil dólares. El 25 de octubre último, la Sala II de la Cámara Federal de Bahía Blanca rechazó los recursos de apelación de una banda que había sido encabezada por Ramón Singer, “El Rey”, un empresario gitano de la compraventa de autos de Coronel Suárez. El delito: la venta de dos chicas que no pertenecían a la comunidad, con sus padres involucrados. El supuesto precio por una de ellas: cincuenta mil pesos y dos camionetas. “El Rey”, un hombre obeso, murió en el penal de Ezeiza a comienzos de este mes por una afección cardíaca según medios locales.
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