El 30 de diciembre de 2004, Agustina Ruzyckyj fue a ver a Callejeros. Sus padres, Marcelo y María José, la hallaron en el hospital Ramos Mejía. Cuando murió, decidieron donar sus órganos.
A Agustina Ruzyckyj le decían La Rusa. Tenía 15 años, se había propuesto rendir en marzo de 2005 las tres materias que adeudaba para pasar a cuarto año del colegio Lenguas Vivas, en Capital Federal. Vivía con sus padres, Marcelo y María José -que tenían una agencia de lotería- y sus dos hermanos, Nicolás y Florencia. El 30 de diciembre de 2004 se preparó para ir a ver el primer recital de su vida: Callejeros en Cromañón.
No era fan del grupo que lideraba Patricio Fontanet, pero decidió acompañar a una compañera del colegio, María, que sí lo era. Según María José, a su hija “le gustaba toda la música, pero fue con su amiga porque era la banda de moda entre los chicos de su edad”. La idea, luego del recital, era que Agustina se quedara a dormir en la casa de María. Marcelo y María José se fueron a dormir tranquilos.
Pero a las once y media de la noche sonó el teléfono en casa de los Ruzyckyj. El matrimonio tenía la tele encendida, pero no estaban viendo las noticias. Atendieron, y la voz del hermano de María los dejó helados: “Hubo un incendio en Cromañon, las chicas están en el Ramos Mejía”. De inmediato pusieron Crónica TV y vieron las imágenes en vivo. Ese horror que sacudió en directo al país.
Causas de una tragedia
Lo que sucedió en Cromañon estremece aún hoy, a 19 años de aquel drama provocado por la corrupción y la desidia. A las 22.50, la banda abrió el concierto con “Distinto”. De repente, los siete músicos y las 3.097 personas del público (según los tickets vendidos, que superaban con creces a las 1.031 del aforo autorizado) dejaron de tocar, cantar o mirar al escenario. Una bengala lanzada en el espacio cerrado del boliche de Once encendió la media sombra de polietileno -un material muy inflamable- que cubría la mitad del cielorraso. Sobre ella, pegada al hormigón, había planchas de goma espuma de poliuretano de 2,5 centímetros de espesor, hechas de isocianato y polioxipropileno. Cubriendo la misma había guata blanca, de 6 centímetros de espesor. Todos corrieron para salvar sus vidas, pero en Cromañon nada era legal: las salidas de emergencia estaban obturadas con vallas, el escape secundario -un enorme portón que comunicaba con el estacionamiento del hotel contiguo, Central Park- estaba clausurado con candado y alambres por pedido de Rafael Levy, el verdadero dueño de todo el complejo. El exiguo espacio para escapar era la puerta de ingreso, cuyas medidas declaradas al gobierno de la ciudad (entonces detentado por Aníbal Ibarra) eran menores a las reales: según el plano aprobado por los Bomberos, el ancho de cada una de las seis puertas era de 1,50 metros, un total de 9,50 metros. Las pericias indicaron que eran en realidad de 1,26.
Nada funcionó aquella noche: el certificado de prevención contra incendios había caducado casi dos meses atrás. De los 15 matafuegos, solo funcionaban correctamente cuatro. Había cuatro extractores de aire, pero dos habían sido desconectados porque su ruido era molesto para los huéspedes del Hotel Central Park.
Las pericias concluyeron que el principal causante de las muertes fue el poliuretano de la goma espuma usada para insonorizar el boliche, que desprendió ácido cianhídrico, un gas letal para los seres vivos: inhibe el uso de oxígeno por las células vivas de los tejidos corporales. Los expertos del INTI que analizaron los elementos que combustionaron concluyeron que se desprendieron 225 partes del ácido cada millón de partes de aire dentro de los 6.880 metros cúbicos del local (cálculo de la División Siniestros de la Superintendencia de Bomberos de la Policía Federal Argentina). Esto equivale a un total de 1,45 kilogramos liberados en Cromañón. El umbral toxicológico al que responde un ser humano es de 10 ppm.
Para la justicia, la responsabilidad penal de la tragedia recayó en Omar Chabán, Rafael Levy y Callejeros. Hoy, todos están en libertad excepto Eduardo Vázquez, el baterista de la banda, preso por el femicidio de su pareja, Wanda Taddei, el 10 de febrero de 2010. Y el 2 de diciembre de 2023, por el decreto 652/2023, el gobierno de Alberto Fernández determinó que Cromañón puede ser expropiado para convertirse en un espacio de memoria.
El día más triste
Desde su casa, Marcelo y María José salieron de inmediato hacia el hospital Ramos Mejía. Fue allí donde tomaron dimensión de la tragedia. “Era una catástrofe. Había chicos tirados por todos lados, en los pasillos, quemados, vomitando. Me puse nervioso al ver aquello”, recordaba Marcelo.
Por fin encontraron a María, ilesa de milagro, que les contó el espanto que vieron junto a su hija. “No bien empezó el fuego, Agustina me dijo que saliéramos rápido de ahí. Corrimos hacia la salida, pero nos encontramos con que las puertas estaban cerradas. Todos los que venían detrás nuestro, que como nosotras escapaban del humo, se nos cayeron encima. Ahí perdí a La Rusa, y ya no la vi más”.
Agustina llegó al Ramos Mejía en una ambulancia. Estaba sin documentos, así que en medio del caos de aquella noche de fin de año, la internaron como NN. Marcelo recorrió el hospital de punta a punta, cada rincón. A las tres de la madrugada la halló. Pudo reconocerla detrás de un vidrio, con un respirador artificial como único lazo con la vida: “Me di cuenta que su estado era crítico. La exposición al humo tóxico no sólo le había quemado los pulmones, sino que le habían producido un grave daño neurológico. Esperé un milagro, pensé que Agustina podría salir”.
Agustina luchó con todas sus fuerzas hasta las dos de la madrugada del 6 de enero. Su agonía duró una semana. A esa hora su cuerpo dijo basta. Y murió, como 194 chicos y chicas que sólo habían ido a ver a una banda de rock. La enterraron en el cementerio de la Chacarita.
Pero no murió del todo.
En ese momento, Agustina comenzó a producir otros milagros, como pedía su papá. No para ella, sino para los demás.
Marcelo y María José ya estaban preparados. Cuando el último parte médico ya no daba más esperanzas, una psicóloga del INCUCAI los contactó. Les preguntó si querían donar los órganos de su hija. A pesar del desgarro que sufrían, los Ruzyckyj le dijeron que sí. Los receptores fueron tres: las córneas fueron a los ojos de un joven de 22 años de Mar del Plata y las válvulas del corazón para un hombre de 48 años de Buenos Aires.
Y el tercer caso es lo mágico de esta historia.
Vivir después de la vida
Lejos de Buenos Aires, en la localidad cordobesa de Villa del Soto, la fiesta de fin de año fue muy especial para Andrés Ponce, un niño de seis años. En el brindis familiar del 31 de diciembre, pidió una sola cosa: que el año que comenzaba le trajera un riñón para poder bañarse en el río como sus amigos. Repitió ese deseo la noche de Reyes: no quería un juguete, quería salud.
Apenas nació, a Andrés le diagnosticaron una hipoplasia renal bilateral. Uno de sus riñones no se había desarrollado, y el otro había disminuido la capacidad de filtrar la sangre al 30%. La rutina del niño, desde los tres años, era dializarse seis horas por día.
Hacía tres años y dos meses que Andrés estaba en la lista de espera del INCUCAI. Y el 7 de enero, a las 9.15 de la mañana, sonó el teléfono en la casa de Villa del Soto. Lo atendió su abuela, Ramona, porque su mamá, Nélida, estaba trabajando. Hacía la limpieza en la fábrica de granito Onemar. Del otro lado de la línea estaba Susana Carmona, una médica del CENIN. “Hay un posible donante para Andrés”, le dijo.
Ramona llamó a su hija. Sin pedir permiso en la fábrica, a las diez de la mañana, Nélida y Andrés ya estaban rumbo a Córdoba capital. Era la quinta vez que hacían ese trayecto con una gran ilusión. A las diez de la noche, el niño ingresó al quirófano del Hospital Privado del barrio Vélez Sarsfield. La intervención duró ocho horas. Y fue exitosa: el riñón de Agustina ya era parte del cuerpo y de la vida de Andrés.
Al poco tiempo, un móvil del noticiero que conducía por América TV Rolando Graña puso en contacto a Nélida Ponce y a los Ruzyckyj. Enseguida, la emoción desbordó la pantalla. Nélida tomó la palabra: “Les estoy eternamente agradecida porque salvaron la vida de mi hijo. Lloré tanto por los chicos que murieron en ese incendio. Miraba las imágenes por la tele y pensaba si de ahí podría llegar a salir un riñón para el Andresito”. La madre de Agustina le respondió: “Me pone muy contenta que su hijo haya recibido ese órgano. Yo también tengo un hijo de seis años y me imagino cómo se siente”. Como un abrazo a la distancia, Nélida le dijo en voz baja: “Señora, de la vida de su hija queda un pedacito en la vida de mi hijo”.
Andrés -que tiene un hermano llamado Christian, que le dio cuatro nietos a Nélida- continuó viviendo en forma normal. Pudo nadar en el río, andar a caballo, y a partir de ese día festejó su cumpleaños dos veces: el 9 de febrero –cuando nació- y el 7 de enero, cuando recibió el trasplante. Desde ese momento se hizo controles en Córdoba cada dos meses. Y comenzó a tomar cuatro remedios por la mañana, dos al mediodía y cada quince días se aplicó una inyección para la sangre.
Los Ruzyckyj y los Ponce comenzaron a frecuentarse. En la familia de Agustina, a Andrés le decían “primo”. Y Andrés les decía “mamá” y “papá” a Marcelo y María José.
Los primeros se mudaron de Capital a Berisso. “Mi señora se los hizo enseguida, en marzo de 2005. Ella estaba sola en casa, yo en el trabajo, ocupado, los chicos en la escuela”. Pusieron una librería, llamada NAyF, las iniciales de sus hijos. A Agustina, sus padres la tienen siempre muy presente: “En casa hay fotos por todos lados. Mi señora, María José, es muy devota de ella. Para los cumpleaños de ella va al cementerio de Berisso, donde está”.
El paso del tiempo y las obligaciones hizo que la relación con los Ponce se hiciera menos presencial y más a través de WhatsApp. Son las madres quienes mantienen viva una unión irrompible. “Hará tres años, fácil, que no vamos para allá. La pasábamos bien. Es una familia humilde, nos quieren mucho. Igual que los vecinos del barrio, sus parientes”, cuenta Marcelo.
Andrés, que hoy tiene 25 años, es soltero y trabaja tuneando autos, vivió con el riñón de Agustina sin problemas durante 13 años y 7 meses. Y después, como era esperable, el joven necesitó otro trasplante. Hacía un poco más de 5 años que había vuelto a dializarse.
El 29 de octubre lo trasplantaron nuevamente y en el Hospital Privado, como la la primera vez. “Recibió el riñón de un muchacho que se accidentó en moto. Hoy está bien, en casa, después de un mes y medio de internación. Al riñón de Agustina no se lo sacaron, lo tiene, es el izquierdo, y le reemplazaron el derecho. Me dijo la médica que puede seguir funcionando. Pero por ahora, como tiene bajas defensas, tiene que estar aislado en casa”, dice Nélida, que ahora está jubilada.
En estos 19 años, el amor de la madre de Andrés por Agustina no cambió: “La siento como si fuera mi hija, mi vida. Tengo su foto en mi auto, en casa, hablo con ella, porque para mi no está muerta, no le pongo flores ni velas. El 24 siempre hay una foto de ella en la mesa, el 31 también… Y tengo fe que con la medicación, su riñón va a seguir funcionando en Andrés”.