Hace cinco años, cuando Hugo Chávez era presidente y Venezuela un lugar muy diferente, Ana Margarita Rangel se permitía ir al cine, a la playa y comprar los ingredientes para hornear sus pasteles.
Incluso hace tres años, cuando ya la economía del país entraba en una contracción severa, Rangel ganaba lo suficiente para comprar productos como refrescos y helados.
Ahora todo lo que gana lo gasta en evadir el hambre. Sus zapatos están desgarrados y rotos, pero no se puede permitir unos nuevos. Un tubo de pasta de dientes cuesta la mitad del salario de una semana.
“Siempre me ha encantado cepillarme los dientes antes de ir a dormir, quiero decir, esa es la regla, ¿verdad?”, confiesa Rangel, quien vive en una colina a 40 kilómetros al oeste de Caracas y trabaja en una fábrica de cosméticos en la ciudad de Guarenas. “Ahora tengo que elegir, así que lo hago sólo por las mañanas”.
Ana Margarita Rangel gana actualmente el salario mínimo, al igual que el 32% de la fuerza laboral venezolana, según datos oficiales publicados en 2015. Eso significa algo en uno de los países con mayor reserva de petróleo del mundo, donde el gobierno socialista de Chávez se presentó como un defensor de los trabajadores venezolanos.
Con una inflación anual del 700%, sumada a la escasez crónica de alimentos y medicinas, el significado del “mínimo” venezolano ha cambiado de manera profundamente dolorosa. “Recuerdo las veces en que, como dicen por aquí, éramos millonarios y no lo sabíamos”, rememora Rangel.
En los últimos tres meses la crisis económica y política de Venezuela se ha intensificado y ha llevado a miles de manifestantes antigubernamentales a la calle, donde al menos 75 personas han muerto en los disturbios. Un gran número de venezolanos gastan todo lo que ganan para evitar morir de hambre.
Según cálculos del Centro de Documentación y Análisis para Trabajadores, el salario mínimo sólo alcanza para comprar una cuarta parte de los alimentos que necesita una familia de cinco personas en un mes.
El pasado 1 de julio, el presidente Nicolás Maduro elevó el salario mínimo por tercera vez este año, a 250.000 bolívares en efectivo (USD 31) más cupones de alimentos, lo que equivale a un aumento del 20%.
Con la moneda venezolana perdiendo valor rápidamente, el nuevo salario mínimo es suficiente para sólo seis libras de leche en polvo o cinco cajas de huevos. En el tipo de cambio informal del país, el aumento trae el ingreso promedio del trabajador a aproximadamente a USD 33 por mes. Eso está muy por debajo del salario mínimo mensual en la vecina Colombia donde ronda los USD 250 o incluso en Haití se paga USD 135 mensualmente.
El gobierno establece límites de precios en algunos alimentos básicos, como pasta, arroz y harina. Estos artículos sólo se obtienen luego de realizar filas durante horas y tras inscribirse para recibir la caja de alimentos subsidiados por el gobierno, que solo es suficiente para una familia de cinco personas durante una semana.
Desde 2014, la proporción de familias venezolanas en pobreza ha aumentado del 48% al 82%, según un estudio publicado este año por las principales universidades del país. La encuesta asegura que casi la mitad de ellos viven en extrema pobreza y alrededor del 31% sobreviven con dos comidas al día como máximo.
“Con Chávez estábamos mucho mejor”, confiesa Romer Sarabia, un guardia de seguridad de 44 años que trabaja en una clínica de salud del gobierno en una ciudad a 56 kilómetros (35 millas) de Caracas. El día de pago, dijo, solía llevar a su familia a tomar sopa. “Y yo compraría dulces para los niños.”
Cada dos semanas, Sarabia va a un mercado cerca de su casa y compra dos libras de azúcar, una de leche en polvo y nueve libras de arroz que huelen a comida de pájaro, pues se suele utilizar como pienso para pollo, pero que ahora él sazona con huesos de carne para comer.
Sus tres hijos y su esposa complementan esto con productos que crecen en los campos cercanos, en su mayoría plátanos, yuca y mangos, a menos que los vecinos roben los cultivos y entonces quedan sin nada. “¿Qué va a pasar con nosotros si continuamos así por otro año?” asiente mirando a su esposa, quien sonríe débilmente.
Rangel, la obrera de la fábrica de cosméticos, se considera afortunada porque une su ingreso con los de sus tres hijos. Pero aun con cuatro adultos que ganan el salario mínimo, el refrigerador casi siempre está vacío.
La familia ha eliminado de su dieta la carne, el pollo, la ensalada y las frutas. Ahora comen arroz, frijoles, yuca, plátanos, sardinas y en ocasiones huevos. “Antes podíamos tomar jugo con nuestras comidas. Lo extraño tanto”, rememora Rangel. “Y el chocolate, ni siquiera podemos darnos el lujo de comprar una taza de café de camino al trabajo”.
En el barrio de Rangel no es raro encontrar personas como Rainer Figueroa, un joven de 30 años cuyos ojos dormidos denotan una perdida significativa de peso. Figueroa ha bajado 24 libras (casi 11 kilos) en los últimos seis meses, porque su salario mínimo solo le da para comer pequeñas porciones dos veces al día. El resto de los víveres que consigue son para su esposa y sus tres hijos. Revela que este año dejó de jugar al fútbol. “No puedo permitirme quemar calorías o gastar mis zapatillas”.
Figueroa trabaja en una fábrica de pañales que ha dejado de producir. Con la escasez de materias primas y las importaciones en caída, muchas plantas venezolanas operan a la mitad o menos de su capacidad, una situación por la que los economistas deciden culpar a la mala administración del gobierno con los precios y a las tasas de cambio.
Desde que asumió el cargo en 2013 después de la muerte de Chávez, Nicolás Maduro ha decretado 16 aumentos del salario mínimo. Pero el poder adquisitivo que ofrecen estas subidas se aniquilan tan pronto como la tinta se seca. Según la firma independiente de datos Ecoanalítica, en los últimos tres años la economía se ha contraído un 24,5%, en 2016 un 11% adicional.
“Los aumentos salariales empeoran la situación, porque si no se tiene en cuenta la productividad, sólo se genera más inflación”, explica el director de Ecoanalítica, Asdrúbal Oliveros. “Este año el poder adquisitivo de los venezolanos bajará un 40% más”.
Cada día de trabajo Rangel se despierta a las cuatro de la madrugada para tomar dos autobuses que la llevan desde la favela en la que vive hasta la fábrica en la que trabaja. Cuando llega de regreso a las dos de la tarde, no tiene mucho que hacer. “No paso las tardes cocinando, porque no tengo carne para sazonar, ni verduras para cortar” confiesa Ana Margarita .
Enciende la televisión. “Me encanta ver a las Kardashians, porque puedo ver cómo vive la gente que tiene de todo”. Solo por esos momentos olvida cómo es su propia vida.
Fuente: Infobae