7 de mayo de 2007. César Pelli, entonces con 80 años, se ofrece gustoso a una larga charla con tonada tucumana en la que recuerda su infancia, sus primeros trabajos, la emigración y reflexiona sobre sobre la política, la educación y la idiosincrasia de los dos países a los que amó. Aquel diálogo íntimo, guardado más de una década, se publica hoy por primera vez.

—¿Cómo fue la decisión de estudiar arquitectura en los años ’40 en Tucumán?

—Mi madre era una pedagoga muy de avanzada, y siguiendo las corrientes de esa época que decían que lo mejor para los niños era que cuanto antes entraran a la escuela y se educaran, me metió en la escuela cuando era dos años menor que todos mis compañeros. Y la verdad que me las arreglé bastante bien, excepto con los deportes y con las chicas (ríe)…

—Pero conoció a su esposa en la universidad, ¿no?

—Sí, sí, pero a ella no la conocí durante mis estudios, fue después. Cuando me estaba por recibir del Colegio Nacional, a los 16 años, tenía que elegir una carrera pero no lo había pensado seriamente. Entonces me puse a leer el catálogo de la Universidad de Tucumán y vi que había una carrera muy nueva, creo que tenía dos años, de arquitectura, que no tenía idea de lo que era. Creo que no había ningún arquitecto en Tucumán. Y sin dudas muy poca arquitectura. Pero leyendo en el catálogo vi que incluía dibujo, historia, edificios, diseño, arte… Bueno, estas cosas a mí me gustaban y pensé que me encantaría hacerlas… Sabía que era joven, podía probar. Y entré y vi que era un diseño muy clásico y formal, muy tradicional. Hacíamos lavados de láminas, trabajábamos con tinta china, dibujábamos templos romanos y griegos. Los diseños eran todos de ese tipo: palacios, templos, urnas, mausoleos. Yo lo hacía muy bien, tenía mucha gracia para todas esas cosas. Pero después comencé a pensar “¿qué hago con todo esto en Tucumán después de recibirme?”… Tenía mis dudas. A fines del primer año llegaron un par de arquitectos jóvenes de Buenos Aires, Eduardo Sacriste y Horacio Caminos, que cambiaron completamente las cosas y en vez de estar diseñando mausoleos y estas cosas, empezamos a diseñar paradas de ómnibus, dispensarios… y empezaron a enseñar arte moderno. Eso fue muy revolucionario. Me entusiasmó enormemente sentir que la arquitectura tenía un propósito social, que uno podía hacer cosas que sean importantes para la gente. Diseñar un hospital por ejemplo… ¡qué cosa increíble, maravillosa! O viviendas para la gente que no tiene vivienda ¡qué cosa importante! Y al mismo tiempo, me di cuenta que la arquitectura era una de los artes contemporáneas que estaba en un período de gran cambio y que, con suerte, uno podía hacer arquitectura que llegase a ser arte. Y esa combinación de una de las grandes artes modernas y un propósito social me enamoró. Sentí que era una maravilla y me salía bien y eso me daba el respaldo de los profesores. En ese momento supe que quería hacer eso para toda mi vida.

—¿Qué se imaginaba construyendo? ¿Casas, hospitales…?

— No me imaginaba mucho lo que iba a hacer, pero sentía que ese tipo de obras me gustarían. Pero jamás me imaginé ni remotamente lo que estoy haciendo ahora. Era inconcebible, no estaba dentro del panorama mental.

—Cuénteme de su madre maestra…

—Mi madre era profesora de la escuela Sarmiento, que era la escuela secundaria de mujeres dependiente de la universidad. Se jubiló joven, 55 años. Se mudaron a Córdoba y ella creó un instituto, el Instituto Córdoba, allá, que sigue funcionando todavía. Comenzó los primeros años por puro entusiasmo, ni ella ni los maestros ganaban nada. Llevó todos los muebles de mi casa para los primeros alumnos. Ella estaba muy, muy dedicada a la educación.

—¿Y su padre?

—Mi padre era empleado público. Trabajaba para el municipio. Pero él no estaba en la política y vino un cambio político y lo sacaron y pusieron a gente del partido que ganó.

—Era los años del ascenso del peronismo…

— No, fue mucho antes del peronismo, así que no le puedo echar la culpa (ríe). Pero lo que realmente le encantaba a él era trabajar en arcilla, madera, pintar.

—¿Era un artesano?

—Artesano, artista no formado.

—¿Y vendía esas piezas?

—No, nada, las regalaba. Además las regalaba como gesto amistoso, no como cosas de valor. Tengo un par de cosas en mi casa todavía.

—Cuando usted era universitario, llegó el peronismo, y la Argentina se dividió en dos, los peronistas y los antiperonistas. ¿Qué pasó en su casa?

— Yo me fui antes de que Eva muriera, en 1952 , así que fue antes de que eso se volviera clave y muy dividido.

—Pero la puja ya era bastante fuerte.

—Sí, sí, pero todavía en el primer gobierno de Perón no era del todo claro y había muchas esperanzas. Porque hizo muchas buenas cosas, otras que no me gustaron para nada, pero lo que hizo de bueno es que fue el primer gobierno que le prestó atención a la gente muy pobre, a los descamisados. En Tucumán era bastante horrible antes, era una explotación muy cruel. Así que fue el primero que hizo que esta gente se pusiera de pie.

—Pero en su casa no eran peronistas ni antiperonistas.

—Así es.

—¿Y cómo surgió la posibilidad de irse a Estados Unidos?

—Me dijeron que había un señor que tenía formularios para pedir una beca para ir a Estados Unidos, al Institute of International Education.

—¿Había salido de Tucumán alguna vez?

—Había ido a Bolivia y Perú en un viaje de estudiantes. Fuimos hasta Machu Picchu. Es todo lo que había salido de Tucumán. Y había estado un par de veces por muy pocos días en Buenos Aires, nada más. El viaje a Buenos Aires en esa época era de 24 horas de tren (ríe). No estábamos cerca. Y mi familia era de medios muy, muy restringidos. No sobraba el dinero. Eramos clase media. Si uno podía tener sirvienta en esa época era de clase media.

— Entonces surgió la posibilidad de postularse para esta beca…

— Así es. Presenté este formulario. Me olvidé completamente y un día me llega un boleto de avión de la Brannif, sin explicación de nada. Un boleto, que en realidad era un asiento gratis mientras hubiera asientos sin usar en el avión. Eran como seis paradas para llegar a Estados Unidos, 36 horas de avión.

— Llegó a su casa y dijo “Tengo este boleto, me voy a Estados Unidos”…

— Al día siguiente, me llegó una carta del Instituto diciendo que había ganado la beca, me ofrecían ir a la Universidad de Illinois. Tenía que ver dónde era. La universidad estaba al Sur de Chicago, en Champaign-Urbana. Me dieron un paquete con el boleto de la Brannif, una inscripción gratis de la Universidad y un estipendio de 95 dólares por mes del Departamento de Estado de Estados Unidos. Pero yo estaba recién casado. Discutimos con mi señora cómo se iba a venir ella. En esa época, los vuelos eran carísimos. Serían como 10 mil dólares el boleto más barato que uno podía conseguir desde Buenos Aires. Y no teníamos tanto dinero. Entonces, lo que hicimos fue muy divertido. Vendimos todo lo que nos habían regalado para el casamiento, juntamos el dinero y nos fuimos al casino de Río Hondo que no estaba lejos, y calculamos… Lo ponemos todo en una línea, si ganamos, nos veníamos, y si perdemos, se acabó. O sea que pusimos el dinero y, por supuesto, perdimos (ríe).

— ¿Y entonces?
— Decidimos no venir (ríe). Al final, yo me vine primero y para esa época una tía de mi esposa que vivía en México fue a visitarla y le prestó el dinero para que se venga. Así que ella apareció aquí, en Chicago, como dos semanas después.

— ¿Ya había trabajado como arquitecto en Tucumán?

— Estaba enseñando en la universidad, trabajando en una organización, una de esas creaciones de Perón, que era la Organización Financiadora de Empresas Mixtas Privadas Estatales, OFEMPE, que era una conglomeración de la Lotería de Tucumán, de la Caja de Ahorro de Tucumán y de Construcción de Vivienda Social. Y ahí estaba a cargo de estudios y proyectos, diseñando barrios para la gente, suponía que eran para los obreros de la caña. Eso fue muy lindo porque los barrios en esa época eran de casitas californianas de dos pisos, chiquititas. Se suponía que eran para los obreros, pero se las terminaban quedando los empleados públicos que tenían contactos. Entonces digo: “No, esto es un horror” y con los compañeros míos que estaban a cargo de la construcción diseñamos una casa sin gracia pero con más espacio, con techos de chapa a la vista. La idea era que tuviera la mayor cantidad de espacio posible en un solo piso sin gastar dinero ni espacio en escaleras. Esto, pensábamos, no le iba a interesar a la gente de clase media, las van a dejar para los obreros. Las construimos, pero después igual se llenaron de gente de clase media (ríe).

—O sea que nunca fueron para los obreros de la caña.

—Para nada.

—No hubo ninguna posibilidad.

—No, porque eran casas que se alquilaban o se vendían de manera muy razonable, y en ese momento tener casa, aunque fuera fea para ellos, era tener casa, era tener un techo.

—Sí, claro. Pero entonces se vino a Estados Unidos solo y su esposa llegó unas semanas después.

—Sí, la beca era por 9 meses.

—¿Se acuerda cómo fue el viaje? ¿Fue de Tucumán a Buenos Aires en tren?
— Fuimos de Tucumán a Buenos Aires, estuvimos una semana en Buenos Aires despidiéndonos con un montón de gente, fue una semana muy linda. Me vine aquí, me esperaba en el aeropuerto una pareja muy joven del Institute of International Education, me pusieron en un hotel y me dejaron ahí. Entonces a la mañana siguiente me dijeron dónde ir a tomar un tren y me fui a la Universidad de Illinois.

— ¿A qué lugar había llegado de Estados Unidos?

— Había llegado a Chicago. Eran 36 horas el vuelo, como con cinco paradas, era Buenos Aires-Lima, Lima-Guayaquil, Guayaquil creo que Bogotá o Caracas, de ahí al Canal de Panamá, a Dallas, Texas, y de ahí a Chicago. El mismo avión por suerte.

— ¿En los nueve meses de la beca qué iba a hacer?

— Estudiar una maestría en la Universidad. Pero a mí la maestría no me interesaba, no le prestaba mucha atención. Lo que quería era conocer Estados Unidos. Lo que no había pensado era que sin dinero no podía conocer mucho.

— Claro.

— Pero incluso el estar aquí fue muy útil.

— ¿Qué lo sorprendió de Estados Unidos? Usted no tenía idea de qué iba a encontrar.

— Bueno, una idea tenía porque uno ha visto películas, conoce gente que ha estado en Estados Unidos. Tuvimos mucha suerte en ir a este lugar, Champaign-Urbana, un pueblo de 50.000 personas en medio del país. Gente que todavía sigue siendo muy, muy recta, muy amable. Me sorprendió por ejemplo que al comprar el diario, había una pila de diarios y una especie de cacharro de metal donde uno ponía los 10 centavos y se llevaba el diario, y nadie se llevaba la plata. Esto me pareció maravilloso. Después nos acostumbramos a dejar la puerta abierta, venía el lechero, dejaba la leche en la heladera y ni preocuparse de que iba a levantar plata que dejara sobre la mesa ni nada. Esto era inconcebible en Argentina. Así que ese tipo de cosas me impresionaron. Cosas de las que uno no sabía, o si las sabía no registraba. Y estaba el ambiente universitario. En el curso que yo estaba había dos norteamericanos, tres egipcios, un sueco, un chino, otro de Singapur, así que era muy heterogéneo.

— Y pasaron los 9 meses de la maestría y tenían que volverse…

— Pasaron esos 9 meses y debíamos plata al almacén, a un montón de cosas, no nos podíamos ir. Además, en ese momento me ofrecieron a mí quedarme para una ayudantía y a mi señora, que habla muy bien inglés, le ofrecieron del Departamento de Literatura enseñar español avanzado también como ayudante. Así que nos quedamos un año más con ayudantías. Y después, casi terminando el segundo año, mi profesor, Ambrose Richardson era muy amigo de John Dinkeloo que era uno de los socios de [el arquitecto finés-estadounidense] Eero Saarinen. Y Dink le pidió que le recomendara a un joven recién graduado, y me recomendó a mí. Así que me ofrecieron un contrato para trabajar con Saarinen y aunque era mucho menos plata que los estudios más grandes, inmediatamente acepté y nos fuimos allí y comenzó una nueva vida.

—¿Cuándo se dio cuenta de que ya no regresaría a Argentina?

—Creo que pasaron unos 4 o 5 años, hasta que empezamos a ver que teníamos raíces aquí, más contactos y oportunidades de trabajo que allá. Y además las cosas seguían muy difícil políticamente en Argentina. Muy desagradables. En un momento, en el año 60, después de ocho años de estar aquí, volvimos por unos meses. Me ofrecieron dar un curso en la Universidad de Tucumán. Nos quedamos un año lectivo allí. Entramos a un concurso. Era una época en que Illia o Frondizi era presidente, no recuerdo. Y parecía que la Argentina iba a tomar un rumbo diferente. Entonces nos presentamos al concurso y dijimos “Si ganamos este concurso, nos quedamos”. Por suerte, no ganamos (ríe). Y nos volvimos a Michigan donde estábamos trabajando para el estudio Saarinen.

—¿En Estados Unidos sintió que la formación que traía de Argentina era buena comparada con la que tenían sus compañeros de otras partes del mundo?

—Era fabulosa. Muy por delante y más al día que cualquier otro, norteamericano, sueco, egipcio, chino… El nivel académico de las universidades argentinas entonces era muy alto, y además, yo había tenido mucha suerte porque había estado con un grupo de arquitectos muy de avanzada en Argentina.

—Luego se convirtió en profesor aquí, pero siguió en contacto con la Argentina, recibe estudiantes argentinos, viaja a dar clases de vez en cuando… ¿Cómo ve hoy la educación argentina y la norteamericana cuando las compara?

—Se creó una diferencia tan grande que ya dejé de comparar. Me empecé a comparar con mis compañeros de aquí, que salimos del mismo punto. Pero es de muy poco valor compararme con mis compañeros de Tucumán. Es muy, muy triste. Se quedaron muy atrás. Y es triste porque tenía compañeros muy capaces, que hicieron algunos edificios, pero nada muy importante. Es muy penoso, porque los edificios importantes que se construían eran de arquitectos de Buenos Aires.

—¿Ha percibido desde aquí la decadencia de la educación argentina?

—Sí y no. En general, sí. Pero recibimos alumnos de la Facultad de arquitectura de la Universidad de Mendoza que están muy bien preparados. En Buenos Aires hay un fenómeno muy peculiar, que es que entran docenas de miles a la Universidad, y la mayoría pierde el tiempo y le hace perder el tiempo a los profesores. Pero algunos tienen más vitalidad y entusiasmo, saben buscar a los profesores y hacerse ver y terminan aprendiendo mucho y muy bien. Es un sistema con mucho derroche de tiempo y energías humanas, pero hay unos pocos que terminan muy bien preparados.

—En Argentina, las principales universidades siguen siendo públicas, aunque existe un debate permanente sobre la viabilidad de ese modelo. La universidades norteamericanas, admiradas en todo el mundo, están basadas en un modelo privado de educación, pero también se oyen críticas porque dejan a muchos afuera. ¿Cuál es la opinión de alguien que conoce bien ambos sistemas?

—El sistema privado es sin duda demasiado caro. Funcionaba mejor antes. Porque las universidades estatales, como la de Illinois, solían tener aranceles muy bajos. Pero los gobiernos estatales comenzaron a recortar sus presupuestos educativos y subieron los aranceles de las universidades. Están cobrando demasiado para ser universidades públicas. Pero, por otro lado, está lo que se les ofrece a los estudiantes, la infraestructura, la tecnología, los recursos son cada vez más caros. Lo que ofrece una universidad pública argentina es visto aquí como muy rudimentario. Puede ser intelectualmente muy rico, pero con muchas falencias. Y el mundo se ha achicado mucho. Así que en Yale, por ejemplo, los estudiantes todos los años viajan a Shangai, a Tokio, a Londres o a Berlín, todo pago por la facultad. Eso no puedes hacerlo en Tucumán. Los sistemas públicos argentinos siguen ofreciendo una educación intelectualmente muy rica, lo cual es lo que importa, pero dadas todas las cosas que se le agregan aquí, parecería muy rudimentaria para un norteamericano. Son sistemas diferentes. El sistema de las universidades como Yale, todas las de la Ivy League, es de súper selección, sin duda abiertamente elitista, y funciona mejor si además hay un sistema público muy accesible. Esa era una gran combinación que existía aquí, aunque se está aflojando hoy. Pero sigo pensando que el sistema argentino es un derroche de dinero y de energías y no sé cómo se puede dar ese lujo la Argentina.

—Una vez que se afincó definitivamente aquí y se convirtió en ciudadano norteamericano. ¿Le costó adoptarse a las costumbres de este país?

—No. Fue fácil. Fue una decisión que tomamos. Al principio nos veíamos con un montón de sudamericanos. Íbamos a las reuniones y lo único que hacían era hablar mal de los Estados Unidos y de qué rica era la comida allá. Decíamos esto es estúpido, qué estamos haciendo aquí. Entonces decidimos que si íbamos a establecernos en Estados Unidos, nos hacemos amigos de norteamericanos, comeremos lo que comen los norteamericanos y aprendemos. No pensamos regresar, así que le sacamos el jugo al país. Y fue más fácil. Adquirir las costumbres fue lo más fácil de todo y lo hicimos muy rápidamente. Por suerte, mi esposa hablaba muy bien inglés desde que llegamos, a mí me costó más. La madre de ella era inglesa, vivió en Inglaterra unos años cuando era chica, así que hablaba muy bien inglés. Y eso ayudó mucho a que nos pudiéramos meter en la sociedad.

—Los argentinos en general se lamentan de que aquí la gente es mucho más fría, extrañan la calidez de las relaciones humanas ¿Eso le costó?

—Para nada (ríe). Son diferentes, nada más, no es que sean peores o mejores. Sin dudas, son más cálidos allá, pero por otro lado, si un norteamericano me dice “le hago tal cosa”, me la hace, y si me dice “te encuentro a las 18.45″, me encuentra a las 18.45. Y cuando voy a la Argentina y me prometen hacer algo para tal fecha, y no lo hacen, o reunirnos a tal hora y no aparecen… ya no aguanto.

—Aquí en Estados Unidos tuvo dos hijos que, obviamente, son estadounidenses. ¿Les transmitió algo de la Argentina?

—Sí, sin dudas. Ellos fueron bastante a la Argentina cuando eran más chicos. Los metíamos en el avión cuando llegaban sus vacaciones de verano, y mis padres o mi hermano los recogían en el avión en la otra punta y se pasaban dos o tres meses allá. Les encantaba y eso que iban al invierno. Querían volver siempre. Los recibían muy bien, con ese ambiente cálido. Les preparaban cosas sabrosísimas que a ellos les encantaban.

—Leí que, como arquitecto, usted se define como un pragmático.

—Así es.

—Y pensaba que esa es una característica muy estadounidense, porque los argentinos no solemos ser muy pragmáticos

—(Ríe) Yo siempre fui pragmático.

—¿Sí?

—Siempre, siempre.

—¿Incluso en Argentina?

—Así es. Mucho más pragmático. Simplemente que no es una cualidad que se aprecie, así que si eres pragmático lo ocultas (ríe). Allá soy idealista.

—Claro, exacto.

— La verdad, no se contradice una cualidad con la otra. Se puede ser pragmático y muy idealista, se puede ser un visionario pragmático (ríe).

—¿Cuántas personas trabajan en su estudio?

—Unas cien.

—¿Y hay algunos argentinos?

—Unos doce. Y chinos debe haber unos doce también

—Se dice muchas veces que los estadounidenses actúan muy by the book [estrictos en seguir las reglas] y los argentinos sacan alguna ventaja aquí por esa cualidad de encontrar atajos o soluciones cuando se complican las cosas. ¿Se nota eso?

—Es impresionante lo bien que funcionan los argentinos aquí by the book. Lo otro es tonto. Sería hacerse muy mal nombre, muy rápidamente.

—Hay que ser by the book.

—Sin dudas, sin dudas.

—Pero no siempre encontrar un atajo es malo, a veces es la manera más simple de esquivar un escollo y alcanzar el objetivo.

—Eso sí, siempre. Pues los norteamericanos también lo hacen. Pero una vez que tomas un camino, mejor funcionas de una manera en que la gente pueda confiar ti. Si la gente siente que no puede confiar en ti, no te buscan, ni te ayudan ni te dan una mano, porque tú le das una mano a quien sabes que después va a hacer lo que se supone que haga.

—Hablemos un poco de la arquitectura particular de Estados Unidos. Hace un tiempo existía la sensación de que las ciudades norteamericanas iban a desaparecer tapadas por grandes autopistas que llevan a malls y casas en los suburbios…

—En este momento el tren va en dirección contraria. Las ciudades se están reforzando y hay muchísima gente que se está mudando al centro. Y hay casas de departamentos construyéndose en los centros de las ciudades. El crecimiento de la población de Manhattan es impresionante, hay gente que quiere ir a vivir al centro donde está la acción, donde las cosas pasan. Esto está pasando en todas las ciudades de Estados Unidos, que hay un renacimiento de los centros de ciudades con buenos restaurantes, buenos teatros, una vida cultural pública muy intensa.

—Pero en el caso de Manhattan. ¿hasta dónde se puede seguir llevando a la gente hacia allí? El tráfico se colapsa, el subte se colapsa, la gente pasa horas en sus automóviles para entrar y salir de Manhattan. ¿Hasta dónde se puede seguir sumando?

—No está tan mal, yo voy a Manhattan continuamente, por lo menos una vez a la semana, y sin problemas. Y a no ser que sean las horas pico, el metro es muy práctico y funciona muy bien.

—Usted es un gran promotor de los rascacielos, que es otra de las arquitecturas típicas de las grandes ciudades de este país…

—Sí, me encantan. No sé si me gustaría vivir en uno o trabajar en uno, pero me encanta diseñarlos.

—¿Por qué, qué particularidad tienen los rascacielos?

—Varias. Como arquitecto, el rascacielos es un problema con muchos límites, difícil en ese sentido, con un número de posibilidades muy limitadas. La gracia está en cómo hacer algo fantástico dentro de esas posibilidades limitadas. Y los rascacielos tienen un rol muy fuerte dentro de una ciudad. Entonces son un tema, por su simplicidad, fascinante. Parece demasiado simple y veo en las revistas arquitectos, que obviamente no han diseñado muchos rascacielos antes, y proponen formas estrambóticas que van en contra de lo que el rascacielos tiene que ser para mí. Y para el público en general hay una serie de razones por las que los rascacielos tienen tanta atracción. La primera es esa admiración del esfuerzo humano de querer llegar al cielo, que está ya en la Biblia con la historia de la torre de Babel. Más allá de los significados religiosos o morales, la Biblia ya reconoce ese anhelo y ese anhelo continua. Si uno ve las culturas del pasado, casi todas han hecho grandes esfuerzos por construir lo más alto y esbelto que pudieran. A veces a costos fenomenales, que serían intolerables hoy, como las pirámides mayas, tan altas y mucho más esbeltas que las egipcias. Y es interesante ver, al menos en las lenguas que yo conozco como la inglesa, española, italiana, francesa… todas las palabras que significan “alto” tienen un significado muy positivo. Un pensamiento alto es mucho mejor que un pensamiento bajo. Una intención elevada. Todas las palabras que significan altura, elevarse, tienen connotaciones muy positivas. Así que hay algo que está metido muy, muy dentro nuestro, en que le damos valor a la altura. Y sobre todo a la altura que va más allá de las otras alturas, que eso es un rascacielos. Para mí es un edificio que es bastante más alto que los que lo rodean. No solo es alto, sino que tiene que ser bastante más alto que los otros. Hubo una encuesta recientemente, hace cosa de un mes o dos, del American Institute of Architects, pidiéndole a la gente común que eligiese cuáles edificios son sus favoritos y el Empire State salió número uno. Y no me sorprende, porque es el rascacielos más emblemático del mundo.

—Usted decía que es importante que el rascacielos se destaque del resto de los edificios, ¿pero en Manhattan no hay un riesgo de saturación con un rascacielos tan cercano al otro? Uno no tiene tiempo ni espacio para disfrutarlos.

—El Empire State sigue bastante limpio, tiene pocos alrededor.

—El Empire State se destaca un poco más. Pero al resto es muy difícil de ver.

—Es cierto. Si no se separan, corren el riesgo de dejar de ser rascacielos, y son simplemente edificios altos.

—Qué opinión tiene sobre Buenos Aires, una ciudad donde parece que todo se hace sin mucha planificación, sino un poco por acá, otro por allá y nadie está pensando con una idea completa de urbanismo.

—Buenos Aires ha sido muy planificada. Mucho más que cualquier gran ciudad norteamericana.

—Claro, hace mucho tiempo, ¿pero ahora?

—Simplemente que como es típico en la Argentina, es muy fácil no obedecer las reglas del juego. Pero fue muy bien planificada. Y todavía queda mucho del orden, de la planificación urbana de Buenos Aires, muy antigua, poco contemporánea. Pero hay muy pocas ideas útiles en el planeamiento contemporáneo.

—¿Cuando va a Buenos Aires piensa “qué bueno estaría construir esto por aquí o esto por allá”?

—No.

—¿No?

—No (ríe), no pienso de esa manera. Si me encargan una tarea, entonces me enfoco. Si no, no me preocupo, disfruto caminar por la calle, verme con amigos, tomar un café, una cerveza.

—¿Qué le pasa cada vez que aterriza en Ezeiza?

—Aaah, me encanta. Me encanta volver a la Argentina. Es una conexión. Sigo siendo un argentino nato, así que sigo teniendo esa conexión con la patria, sin dudas.

—¿Sigue la actualidad argentina, lee los diarios por internet?

—No, casi nada.

—¿Lee de Argentina en el New York Times?
—Exactamente. El New York Times es el único diario que leo…. Ni veo las noticias por la televisión.

—Y los deportes, el fútbol, nunca le interesaron tampoco.

—No. Nunca me dio por los deportes. Por eso creo que salí de la Argentina. No me interesan ni el fútbol ni el tango, así que no me podía quedar (ríe).

—¿A Tucumán sigue yendo?

—Muy poco.

—¿Queda familia suya allí?

— Primos, primos segundos, terceros, todo eso. Pero no, mis dos hermanos con sus familias uno vive en Buenos Aires, al cual veo muy a menudo. Y el otro vive en Resistencia. Así que ninguno se quedó en Tucumán.

—¿A qué se dedicaron sus hermanos?

—Mi hermano Víctor es arquitecto. Pero hace ya como 40 años que abandonó el diseño y se dedicó a la vivienda social a través de de la universidad de la cual estuvo a cargo. Y mi hermano Carlos, el segundo -yo soy el mayor-, está en Buenos Aires y se dedica a la promoción audiovisual, es fotógrafo.

—¿Piensa retirarse en algún momento o va a trabajar siempre?

—Mientras me dé el cuero, pienso seguir trabajando.

—Mucha gente, después de años viviendo afuera, al final de su vida decide volver a su país. ¿Usted piensa en eso?

—No, aquí tengo a mis hijos, mis nietas…

—Es su país también.

—Mis lazos más íntimos ahora están aquí.

—¿Cuando tiene que completar un formulario pone “estadounidense” o sigue escribiendo “argentino”?

— Me tuve que hacer ciudadano americano. En esa época no era posible mantener la doble nacionalidad, así que tuve que hacerlo. Fue una decisión muy difícil, pero la tomé. Tenía que trabajar aquí. A mi señora creo que le llevó como 15 años más que a mí decidirse.

—Después de más de 50 años aquí, ¿qué es lo más “argentino” que le queda?

—El acento. En español, o cuando hablo en inglés también. Sigo hablando con acento tucumano muy fuerte (ríe).

— ¿Cómo ha visto desde aquí la relación entre Argentina y Estados Unidos, que siempre ha sido muy pendular?

—Sin dudas. Preferiría que las relaciones fueran más cordiales de lo que son en este momento. Pero no sé si hay una sola culpa y no sé dónde está, y no sé bien las razones por las que no se están llevando tan bien la Argentina y los Estados Unidos. No sé si el problema es (George W.) Bush, es posible, o (Néstor) Kirchner, que también es posible. Ambos son muy peculiares.

— “Peculiares” es una palabra muy amplia…

— Por supuesto, por eso la elegí (ríe).

— ¿Cómo es un día suyo aquí?

— Hoy vine caminando. No siempre lo hago, pero trato de caminar cuando puedo, que son 40 minutos desde mi casa. Llego a las 9 de la mañana y me quedo hasta las 18 normalmente.

—¿Y cuando regresa a su casa?

—Trato de cenar lo más temprano posible y me queda después mucho tiempo.

—¿Ve informativos?

—No, no veo noticias. Prefiero el diario, porque leo lo que quiero con atención y lo que no me interesa leo el titular y es suficiente.

— El New York Times…

— Sí, el New York Times es mi diario. Es el que me parece más inteligentemente hecho de los diarios que conozco del mundo. Por ejemplo, no me gustan los diarios españoles porque son muy parciales, o son de izquierda o son de derecha, y no hay nada en el medio. Ni siquiera pretenden hacerle creer a uno que están en el medio, nada.

—Aquí los conservadores también acusan siempre al New York Times y al Washington Post de ser muy liberales o estar muy a la izquierda.

—La verdad es que no lo son. Son liberales, sin dudas, pero no son muuuy liberales. Siempre hay conservadores que escriben en ellos. Pero además, en Estados Unidos las diferencias entre la izquierda y la derecha son muy suaves, no como en España o Francia.

—Un diplomático del Departamento de Estado que se encarga de temas latinoamericanos me dijo que una de las claves del éxito de Estados Unidos es que está más a la derecha que cualquier otro país del mundo.
— (Ríe) No, no creo que eso sea cierto. Estados Unidos es muy centrista. Sin dudas es un centro que, comparado con países europeos, está a la derecha del centro, pero es muy, muy centrista.

 

 

fuente: infobae (entrevita: Leonardo Mindez)

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