Escritores contra la pandemia | Nuestro ciclo recibe una historia verídica, cuyo desenlace -por acción u omisión de sus personajes-, cambió la vida de muchos tucumanos. Escrita por el conocido periodista Fabián Seidán, en base a relatos orales de personas que vivieron en carne propia los hechos aquí narrados y que pudieron contarlos.

Parte I

– ¡Hay que hacerlo mierda!- bramó el uniformado dando un fuerte golpe de puño al escritorio de madera, mientras miraba fijo a sus subordinados. (Parecía que se los quería comer). Y agregó con tono lento y siniestro como para que entiendan bien clarito: -Quiero… la cabeza… de ese… fotógrafo hijo i’ puta- gritó finalmente- mientras señalaba con el dedo índice la puerta de la calle. Entonces todos salieron apurados y casi a los empujones de la derruida oficina para cumplir con la orden impartida.

Eran tiempos difíciles en Tucumán.

La inseguridad había ganado la calle merced al surgimiento de violentas bandas de delincuentes, como así también de pistoleros y matones dentro de la fuerza policial, una fuerza en decadencia, mal pagada y llena de hombres con bajo nivel de instrucción que habían encontrado en el uniforme azul una veta también para delinquir y matar sin tener que rendir cuentas ante la Justicia. Eran los años ’80.

Rubén Suárez, reportero gráfico del diario La Gaceta, era el “fotógrafo” al que debían matar. ¿Su delito?, estar en el lugar equivocado en el momento justo…

Parte II

Sentado sobre la rama de un árbol y con su Nikon F60 en la mano, el “Gringo” -como le decían a Suárez-, buscaba hacer una foto distinta en un control que la policía había levantado sobre la Ruta Nacional 9, al límite de Tucumán y Santiago del Estero.

Al Gringo, si bien le había molestado que lo mandaran a cubrir esa noticia -horas antes había trabajado otro compañero-, sabía que las órdenes fueron hechas para cumplirse, y él era incapaz de no acatar el mandato de un superior -lo había aprendido en los tiempo de la colimba, cuando estuvo en Córdoba-.

Aparte -como si fuera poco-, amaba su profesión y nada le importaba más que realizar con eficacia su tarea.

Por eso estaba arriba del árbol. Buscaba una imagen diferente, ocurrente, novedosa, pues su intuición le decía que el fotógrafo anterior no se había trepado ni por asomo a un árbol. Por eso sonreía y se reía solo, sarcásticamente. Su foto, de seguro sería mejor.

Era sábado, hacía calor y poco a poco se iba alejando la hora de la siesta. Los policías continuaban con el control de manera estricta y rutinaria: detenían los autos, hacían bajar a los conductores y revisaban uno a uno los baúles. Una y otra vez, lo mismo durante la última media hora.

Hasta que el ruido estrepitoso de unos disparos rompió la monotonía del lugar.
Fueron aproximadamente 12 ó 15 tiros los que retumbaron en el aire. No era poca cosa. El Gringo se bajó del árbol casi de un sólo salto y corrió hacia el auto del diario: – ¡Dale, arrancá Negro! -Le gritó a Hernández, el hombre que manejaba el móvil del matutino y que llevaba en el asiento trasero a Coco Quinteros, el periodista designado para hacer la crónica.

Hernández aceleró y tras recorrer unos 200 metros llegaron a un camino vecinal de tierra y barro que se bifurcaba del principal hacia la derecha. Allí el hedor a estiércol del suelo se confundía con el olor de la pólvora recién disparada.

El Gringo salió corriendo del auto e inconscientemente se adentró en un campo arado donde el ruido de los disparos sonaba fuerte. Estaba muy cerca, casi en medio del enfrentamiento.

La policía había descubierto y cercado a dos delincuentes de la banda de los “Comandos”, la peligrosa gavilla de maleantes integrada por el Prode Correa, el Moncho González y Gatita Andina Lizárraga, entre otros.

Los “Comandos” eran sujetos muy despreciables que no tenía ni el mínimo apego por la vida. Gente mala que no dudaba en amenazar con armas de fuego a niños, golpear ancianos o disparar a matar a todo aquel que se interpusiera en su camino durante un golpe, un robo.

Horas, antes -en la madrugada-, la banda había perpetrado su último gran atraco, y con toda la policía por detrás habían decidido huir hacia Santiago. Alejarse por un tiempo de la provincia “hasta que se calmaran las aguas”.

La idea del Prode, Gatita y el Moncho, era cruzar hacia la vecina jurisdicción por medio del monte, pero no se percataron que por donde querían pasar contaba en ese momento con una acequia profunda y pantanosa por las lluvias. El imponderable los obligó a volver entre sus pasos, y ahí fue que al salir de los matorrales al llano, los policías los descubrieron y se armó la balacera.

Parte III

El Gringo se guiaba por el ruido de los tiros. Entró por un camino vecinal, hizo más o menos treinta metros y agazapado sobre la tierra -tratando de esquivar alguna bala perdida-, divisó un ranchito de madera que tenía la puerta entreabierta. Le dio una patada y la abrió del todo. Pasó, se dirigió hacia el fondo, y tras saltar una cerca alambrada, trastabilló y cayó de rodillas sobre el campo. Ahí fue cuando a un costado vio una persona tirada, muerta, con dos pistolas 45 milímetros a su lado.

Era el Moncho González. Sus dos pistolas estaban encasquilladas, trabadas -tal vez por falta de municiones o porque estaban sucias (no lo sabía)-.

Mientras el Gringo hacía las fotos, los policías seguían disparando a Gatita Andina que estaba a unos 150 metros de distancia, casi al final del campo arado. Más cerca del monte.
Por unos minutos cesaron los tiros. Los árboles y la vegetación agreste se encargaron de ponerle una pausa a la confrontación. Suárez, en tanto, siguió haciendo fotos, retratando toda la escena, hasta que una voz -un grito seco- le exigió que se detuviera: – ¡Deje de hacer fotos; pare le digo…!

Era el comisario general Corvalán, que se había apersonado en el lugar convocado por la importancia del hecho.

Pero Suárez siguió disparado su máquina, casi instintivamente sin importarle lo que le decían. Al ver que no se detenía, el policía hizo un ademán con la mano en señal de impotencia y desagrado y espetó: – ¡Bah, sacá nomás! – Entendió que el reportero no iba a cesar en su faena-.

Entonces se marchó junto a varios subalternos que lo acompañaban y los demás policías que habían vuelto del monte sin conseguir atrapar a Andina.

La corrida, la tensión, la adrenalina del tiroteo, el muerto y toda la situación vivida, habían puesto al Gringo en un estado de alerta y nerviosismo. Estaba intranquilo. No paraba de observar hacia todos lados, como si estuviese buscando algo más, un nuevo hecho, algún cabo suelto.

Eran cerca de las 18,00 cuando al acercarse al control de ruta escuchó por la radio de un patrullero que iban a trasladar a uno de los detenidos hacia la capital.

El Gringo volvió corriendo al móvil del diario y tras avisar a sus compañeros la novedad, se dirigieron hacia la comisaría. Cuando estaban llegando, Suárez observó que tres policías salían caminando con el Prode Correa esposado.

Como se dirigían hacia un auto de la policía, el Gringo acortó camino y se paró al costado del móvil.

Desde ahí hizo un par de fotos mientras se acercaban, y cuando lo iban a meter al auto al delincuente, abrió la puerta del lado del acompañante, se introdujo, y espero que lo sentaran para hacer la foto.

Sacó una, pero inmediatamente el policía que entró por la puerta del lado del conductor, le pegó un manotazo a la cámara que golpeó de lleno en una de las cejas de Suárez.
– ¡Qué hace foto boludo, salí de acá; qué no ve’ que estamos laburando! – Esgrimió de mala manera el policía que vestía camisa blanca y un pantalón jean color azul-.
A lo que el Gringo respondió que él también estaba haciendo su trabajo.

Los insultos iban y venían de ambos lados y para callar al policía, Suárez utilizó su arma más poderosa y letal que tenía: le disparó una foto con flash, obligando al policía a cubrirse el rostro con ambas manos para evitar ser escrachado.

Maldiciendo al fotógrafo, arrancó el auto; puso primera y pisando a fondo el acelerador salió haciendo chillar las ruedas, en medio de una densa polvareda.

El policía tenía orden de llevarse al detenido lejos de ahí de manera urgente.

Parte IV

 

Con un pañuelo de tela limpió su frente y contuvo parte de la sangre que emanaba su ceja y así se fue a charlar con el jefe del operativo, el comisario Pedernera, cerca del control de la ruta.

En eso estaba cuando un agente se acercó y con cara de “circunstancia” le dijo a su jefe que lo hablaban urgente por la radio. Pedernera le pidió a Suárez que lo esperase y se dirigió a la seccional del lugar. Pero el Gringo, ni lerdo ni perezoso, lo siguió por detrás.

Al entrar a la comisaría, nadie en absoluto, se atrevió a frenarlo o preguntarle quién era el civil que entraba casi junto al comisario. Pensaron que estaban juntos. Pedernera agarró la radio y comenzó a hablar mientras el Gringo escuchaba atentamente toda la conversación. Ahí le comentaron que acababan de abatir al Prode Correa durante un intento de fuga.

Suárez se puso de color blanco pálido, sintió un cosquilleo en todo el cuerpo y su corazón comenzó a latir más rápido. Entendió que esa era la noticia del día y la tenía que registrar como sea.

Disimuladamente, se dio media vuelta, salió afuera, y cuando estuvo lejos de la puerta, comenzó a correr hasta el móvil del diario.

– “Rajemos de aquí… lo acaban de matar al Prode”, le informó Suárez a sus compañeros que lo miraban sin entender nada.

…CONTINUARÁ

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