Escritores contra la pandemia | En el ciclo literario presentamos un nuevo capítulo de esta atrapante historia policial tucumana cuyo final está muy cerca. Escrita por el conocido periodista Fabián Seidán, en base a relatos orales de personas que vivieron en carne propia los hechos aquí narrados.
Parte XII
Al otro día, Suárez habló con el director del diario La Gaceta, Eduardo García Hamilton. El alto ejecutivo escuchó atentamente, miró al Gringo con cierto aire de desprecio y malhumor, y le dijo que iba a tomar medidas al respecto. Pero en realidad, no le dio importancia al hecho, no hizo nada. Al fin y al cabo, Suárez era sólo otro empleado más de su empresa.
Cuando el Gringo vio que no pasaba nada y que no había noticia del caso (ni un llamado, comunicación o una disculpa de parte de la Policía) decidió enfrentar por sí mismo la situación.
Suárez era un tipo de mucha calle y por lo tanto tenía muchos amigos y conocidos en todas partes. Entonces pensó en buscar al comisario Romano, que era el jefe de la Brigada de Investigaciones.
A Romano lo conocía desde hacía varios años, de cuando era un simple comisario de una seccional y solía ir todas las noches al kiosco “al paso” -que tenía la familia de Suárez en la intersección de Santiago y José Colombres-, a comer “sánguches” de milanesa gratis. Por su puesto, el uniformado siempre le había agradecido a Suárez por su “atención y amabilidad” en aquellos tiempos.
El Gringo albergaba cierta esperanza de que Romano le solucionara su situación con la policía.
Cuando llego a la Brigada, pidió hablar con el jefe. Un policía de civil, con cara de pocos amigos, lo hizo pasar.
La oficina del jefe era tétrica como lo eran todas las comisarías de Tucumán, y a pesar de la poca luz que había en el lugar, se podía ver que las paredes estaban mal pintadas y llenas de humedad. En la mesa del jefe sobresalían algunas carpetas, archivos, una lapicera, una taza de café y una pistola 45mm fuera de su funda.
Ya sentados, frente a frente, Suárez tomó la palabra:
-“Creo que están haciendo mal las cosas –le dijo-. Ustedes mandaron a cuatro pelotudos a hacer un trabajo y lo hicieron mal, y yo fui a hacer mi trabajo y creo que lo hice bien. Ahora, ustedes tratan de intimidarme y yo con ustedes siempre me he portado bien, porque yo nunca dije en el diario que cuando yo llegué, el Prode aún estaba vivo…”
Romano lo miraba atentamente a Suárez -conocía la situación- pero callaba, lo dejaba hablar.
-“Yo sólo hice las fotos y punto”. -prosiguió Suárez-, hasta que se vio interrumpido por Romano que no aguantó más y se paró de un sólo salto. Enojado el policía, con ambos puños sobre su escritorio y mientras movía la cabeza de un lado a otro le gritó:
– “¡Pero qué mierda decí, que te estamos amenazando, qué decí, que te has portado bien, que la policía mató al Prode…!! Vos sos un fotógrafo de mierda que lo único que hacé es hacernos quedar mal a todos nosotros…”
Esperó unos segundos -como necesitando aire para volver a gritar- e insistió: -“Sos un mentiroso de mierda. El tipo que vo’ decí, estaba bien muerto. Cuando intentó huir los muchachos no tuvieron otra que dispararle”.
Cuando él uniformado le dijo eso, el Gringo le pidió calma, y con tono serio le repitió que él hizo lo posible para no “cagarlos”, porque si en el diario decía que cuando hizo la foto, el Prode estaba vivo y no muerto, hubiese sido peor para todos.
El policía insistió en que no había pruebas de lo que Suárez decía.
El Gringo entonces le pidió que observara las fotos de los recortes periodísticos publicados en los diarios. Y aumentó la apuesta: Le dijo que si tenía ahí La Gaceta y La Tarde, en ese mismo momento se lo iba a demostrar.
Romano fue hasta una carpeta que tenía arriba de un armario y la arrojó sobre la mesa. Suárez comenzó a hojear el archivo hasta que encontró los recortes de las notas con las fotos. Suárez las observó bien primero y luego le pidió a Romano que también las mirase y que le dijera si veía alguna diferencia.
Romano, dio vuelta el archivo para sí mismo y las miró. Y con cara de sobrador le respondió:
-“Es la misma”.
Suárez le dijo entonces que no era la misma. Que eran parecidas, pero no las mismas.
El policía volvió a mirar las fotos y le indicó que, para el caso, era la misma.
Suárez le retrucó: -“No, no es la misma, porque ésta foto está tomada desde acá y la otra está tomada dos pasos más a la derecha…” –le decía mientras le mostraba las diferencias en mínimos detalles, juntando las imágenes de los dos diarios-.
Romano insiste: -“Si, pero no deja de ser la misma foto…”
El gringo sabía que ya lo tenía. Entonces le lanza: -“Te voy a hacer una pregunta más, ¿los muertos mueven la mano?” -Romano lo mira a los ojos y dudando de lo obvio, le responde que no-.
Entonces Suárez le volvió a hacer ver las dos fotos, mostrándole que en una el Prode Correa tenía las manos con los dedos contraídos y en la otra aparecía con los dedos de ambas manos abiertos.
El policía, cuya piel era de color tornasolado oscuro -casi marrón-, se puso blanco. No contestó más. No dijo ni una palabra más.
Desconcertado, hizo un ademán con la mano, como para que el Gringo se fuera.
Calladito, Suárez se levantó, corrió despacito su silla, la acercó hacia el escritorio y salió hacia la calle, dejando al policía en soledad, mirando una y otra vez ambas fotos.
Suárez, sin querer, había convertido el gol de su vida, pero no lo gritó, no era conveniente hacer tanto alarde de visitante y sin que el partido haya terminado.