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Detrás del caso que hoy nos conmueve, hay un dato: la violencia contra los niños y niñas es sistemática en la Argentina. Se naturaliza mientras miramos para otro lado. Pero hacernos cargo del problema implica mirar también nuestro propio poder como madres y padres, un poder demasiado grande sobre los más vulnerables.

 

“Todos los días, mientras le masajeaba los pies, me decía que le había arruinado la vida. Que no debería haber nacido. Que deseaba que jamás hubiera nacido. Que lo único que yo le aportaba era angustia. Que mi existencia sólo le provocaba miseria. Que tampoco iba a poder deshacerse de mí nunca, porque ningún hombre querría sacarme de sus garras. Que era gorda, fea, e indigna del amor de nadie”. La que escribe es la activista de Derechos Humanos Yasmine Mohammed y habla de su madre, a quien dejó de ver hace dos décadas.

Mohammed nació y creció en Canadá, pero bajo el fundamentalismo islámico. En Sin Velo. Cómo el progresismo islámico legitima al Islam radical (publicado en 2019, pero editado en español a fines del año pasado por Libros del Zorzal) cuenta en primera persona el calvario de ser una niña golpeada y abusada física, sexual y psicológicamente de manera sistemática por su madre y su pareja. El calvario de ser una niña que vive amenazada en su propia casa mientras las instituciones de una democracia supuestamente sana y pluralista –no de una teocracia musulmana–, en donde se supone que todas las voces son escuchadas, eligen no escuchar la suya.

Cuando tenía trece años, un profesor de la secundaria pública a la que asistía en Vancouver notó su tristeza y le preguntó cómo se sentía. Yasmine se animó entonces por primera vez a mostrar –a mostrarle a ese docente que se preocupó por su alumna como deberían hacer todos siempre– las marcas y moretones de los azotes cotidianos que ocultaba bajo el velo que fue obligada a usar desde los nueve.

El profesor cumplió con su responsabilidad legal de notificar a las autoridades que la integridad física de un menor estaba en riesgo, y la niña fue interrogada por la policía y por trabajadores sociales. Les explicó cómo la pareja de su madre le pegaba con el cinturón hasta dejarle el cuerpo lleno de llagas cada vez que llegaba del trabajo, sólo para liberar las tensiones del día, y enseñó sus cicatrices como prueba de lo que decía.

Yasmine Mohammed, la activista islámica que sufrió violencia por parte de su madre durante su infancia y lo relató en Sin Velo, un libro autobiográficoYasmine Mohammed, la activista islámica que sufrió violencia por parte de su madre durante su infancia y lo relató en Sin Velo, un libro autobiográfico.

Luego repitió lo mismo ante un juez pese a que eso la expuso a soportar un hostigamiento todavía peor por parte de una madre que no se privaba de advertirle que iba a matarla y enterrarla en el jardín, porque total nadie iba a preguntar por ella. Una madre de la que quedó a merced cuando el juez dictaminó que los castigos corporales contra los menores no iban en contra del derecho canadiense y que debido a las diferencias culturales esos castigos podían ser más severos que en un hogar promedio.

Yasmine fue entregada a sus verdugos, que siete años después la forzaron a casarse con un miembro de Al Qaeda. Si pudo escapar de ese matrimonio fue para proteger a su propia hija de la mutilación genital. Hoy trabaja para asistir a mujeres y personas LGTBIQ+ en el mundo musulmán. En Sin Velo cuenta que, cuando entró en el activismo contra el islam radical, encontró un denominador común: “Éramos muchas las chicas que habíamos sufrido el maltrato psicológico de nuestras madres. Una mujer que no tiene control sobre su vida, tiene ansias de controlar algo. Hay muy pocas válvulas de escape donde ese control sea aceptado. […] Según el Hadiz, el cielo está a los pies de las madres. Ellas son las que determinarán si sus hijos se quemarán en el infierno por toda la eternidad o no. Eso es mucho poder para ejercer sobre un niño. Puede tener resultados trágicos en manos de una madre maltratadora”.

No hace falta pensar en el extremo del patriarcado musulmán para que el relato de Mohammed cobre sentido. Lucio Dupuy también fue entregado a sus asesinas por la Justicia que debió protegerlo. Había una madre que reclamaba su custodia y se priorizó el vínculo sin pensar en las condiciones. Las madres –y los padres– tenemos demasiado poder sobre nuestros hijos, en general. Empezando por eso de sentir que son nuestros, de nuestra propiedad.

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La jueza pampeana Ana Clara Pérez Ballester, que entregó a Lucio a sus asesinasLa jueza pampeana Ana Clara Pérez Ballester, que entregó a Lucio a sus asesinas.

Logramos hablar de la cosificación de las mujeres y hasta de las mascotas como seres dotados de sensibilidad, pero nos ocupamos muy poco de la de los chicos.

 

 

Ni las convenciones jurídicas internacionales modificaron la convención cultural que todavía respeta el “Con mis hijos, no”, como si ese fuera un universo en el que los progenitores y tutores a cargo tienen permitido todo, salvo cuando los daños son físicos. Y ni siquiera, como muestra la tragedia de Lucio, y el horror de casos como el de Milena, Renzo, Zoe y cualquiera que sea lo suficientemente escandaloso como para sacudirnos un par de semanas.

Frente a sus muertes, preferimos escandalizarnos y reforzar nuestras convicciones antes que meternos en dónde más duele: el abuso y el maltrato de menores están mucho más cerca de lo que parece. Porque es cierto que la mayoría no saltamos sobre las espaldas de nuestros bebés, pero también que la maternidad y la paternidad están llenas de arbitrariedades y omisiones por las que, como mucho, nos juzgan los terapeutas. Es una broma común entre los padres argentinos de mi generación alegar ante cualquier posible trauma infligido que igual hay que darle a los chicos “algo para hablar en el psicólogo”. Ahora mismo no me da risa.

Pienso en La hija oscura, la brillante película basada en la novela de Elena Ferrante que Maggie Gyllenhaal estrenó a fines de 2021, y en algo que dijo entonces en una entrevista con el New York Times: “Hay un pacto cultural para evadir la cuestión de la maternidad y sus ambivalencias”. Por una razón bastante simple: todos tenemos madres. ¿Cómo ser honestos con lo que quizá más define nuestro carácter?

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Magdalena Espósito Valenti (madre de Lucio) y Abigaíl Paéz (su pareja), condenadas por el asesinato del niño de 5 añosMagdalena Espósito Valenti (madre de Lucio) y Abigaíl Paéz (su pareja), condenadas por el asesinato del niño de 5 años.

En La hija oscura hay una escena desgarradora en la que una madre joven le niega un beso en el dedo lastimado a su hijita que llora. Es imposible imaginarnos asesinando a nuestros hijos o permitiendo que nuestras parejas les hagan daño, pero no es difícil identificarse con esa madre de la película que pierde la paciencia, la que pega un grito, la que no puede mirar porque está muy ocupada, la que aún desde el amor genera un trauma.

Y si la maternidad no fuera un terreno tan sacralizado –ese que hasta hace muy poco definió nuestro lugar en las sociedades modernas, la única forma aceptable de “realizarnos”– eso cabría también para padres varones como los que retratan las más recientes Aftersun (Charlotte Wells) y Sr., el documental producido por Robert Downey Jr. casi como una forma de reparar el vínculo con un padre genial, pero adicto, que le legó ese infierno también a él. Como espectadores es muy claro cuando esos padres rotos, pero amorosos, lastiman a sus hijos: en Aftersun podemos captar con los ojos de la niña que filma el momento exacto en que entiende que algo no está bien con su papá.

Hay un abismo obvio que separa a esas madres y padres que luchan –como lo hicieron muchos de los nuestros y como lo hacemos muchos de nosotros– con sus fantasmas personales, pero quieren a sus hijos por sobre todo; de madres monstruo –y también de padres cuya monstruosidad siempre resulta más aceptable: una madre se supone buena y apta por naturaleza– capaces de ensañarse con un chiquito hasta matarlo. Pero el poder que ejercemos no es distinto, pareciera que depende sólo de nosotros usarlo lo mejor que podamos.

"La hija oscura", la novela de Elena Ferrante que Maggie Gyllenhaal llevó a la pantalla“La hija oscura”, la novela de Elena Ferrante que Maggie Gyllenhaal llevó a la pantalla.

Eso que odiamos a veces desde nuestro lugar de poder cuando criamos, que nos digan cómo hacer las cosas o que nos den consejos, que intervengan, es lo que podría haber salvado a Lucio, como a tantos otros chicos. De nuevo, entendimos que es nuestra obligación intervenir ante la violencia que se desata contra una mujer y contra una mascota, pero hasta el Papa Francisco pregona que “dos o tres palmadas en el traste no vienen mal”.

Hay madres violentas, como hay padres, padrastros, tíos y abuelos violentos; hay cuidadores de todos los géneros y orientaciones sexuales que son violentos con los niños y niñas a su cargo sin que tampoco importe su género, y esa violencia –en microdosis– se naturaliza y cuando se reconoce es demasiado tarde. Hay muchos padres ausentes y hay miles de chicos a los que no mira su entorno: ni sus maestros, ni sus vecinos, ni médicos, ni policías, ni jueces de familia hacen nada por ellos.

Por las razones que fuera, por no meterse, porque en las guardias o en las escuelas son pocos y no hay tiempo, porque bastante mal se gana como para sumarse un problema, quienes atendieron a Lucio por sus lesiones en cinco oportunidades antes de que fuera irreversible, y quienes vieron sus dibujos y lo escucharon repetir excusas aprendidas por la fuerza sobre el origen de sus golpes, no preguntaron –no le preguntaron–. No tuvieron en cuenta su voz, o no lo intentaron lo suficiente. Bastaba con indagar apenas en cómo se sentía, como hizo el profesor de Mohammed. Pero nunca denunciaron lo que ahora es evidente. Lo dejaron solo.

El resto, los que seguimos el caso de Lucio y ayer asistimos abrumados y en directo a la lectura de la sentencia como espectadores de una película con demasiados golpes bajos, una película demasiado perturbadora que por momentos nos hace cerrar los ojos, quizá nos quedemos más tranquilos con saber que las asesinas tendrán cadena perpetua, que esas sádicas se van a pudrir en la cárcel. Quizá nos sirva pensar que una nueva ley con su nombre para sumar talleres y capacitaciones sobre lo que dicen desde los Tratados Internacionales hasta el Código Civil va a cambiar las cosas, igual que antes lo imaginamos sobre la violencia machista.

La campaña de Unicef que advierte sobre el riesgo intrafamiliar que viven las infancias y adolescenciasLa campaña de Unicef que advierte sobre el riesgo intrafamiliar que viven las infancias y adolescencias.

A algunos quizá los dejará dormir culpar a la ideología y al feminismo o atacar periodistas, poner su foto junto a la de las asesinas, hablar de “odio de género” aunque el veredicto explique que no hay razones para creer que esto no le hubiera pasado a una niña, y aunque el concepto refiera a lo sistemático de la violencia ejercida por varones contra mujeres y disidencias, algo que no ocurre a la inversa. Pero la verdad es que nadie debería dormir en paz esta noche, porque la violencia contra los más chicos –sin importar su género– sí es sistemática. “Habitual”, la llama UNICEF en su último informe sobre violencia en las vidas de niños y adolescentes en la Argentina.

Según los datos recogidos entre octubre de 2020 y septiembre de 2021 –sólo dos meses antes del asesinato de Lucio–, 7 de cada 10 niños y niñas de entre 2 y 4 años son disciplinados con castigos físicos y psicológicos. El 54,4% de ellos recibe golpes, cachetazos, zamarreos o chirlos de sus cuidadores, lo mismo que el 44,1% de los niños de entre 5 y 14 años. Muchos de estos chicos expuestos a la violencia cotidiana son parte de círculos de violencia intrafamiliar, donde los progenitores violentos –que de todos modos casi siempre son varones, al igual que los abusadores sexuales– los usan para vengarse de sus parejas. El extremo es el femicidio vinculado.

En todo caso, adentrarnos en el drama de Lucio –y en el de todos esos chicos indefensos cuyos nombres aprendemos cuando ya no hay más por hacer que horrorizarse– implica pensar en el poder de daño que tenemos sobre nuestros hijos, en un poder conferido por razones culturales que debería limitarse, un poder casi absoluto sobre los más vulnerables. Como dice Mohammed en Sin velo: es mucho para ejercer sobre un niño y puede tener resultados trágicos en manos de maltratadores.

 

 

Mercedes Funes (infobae)

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