“En la cárcel de Villa Urquiza, el 70 por ciento de los presos tiene menos de 25 años y el 70 por ciento de las causas está asociada al consumo de estupefacientes. Entonces, el problema no es el motochorro, el problema es el narcotráfico. Si creés que el problema es el motochorro le estás dando la razón a mi mamá. El problema es el paco, porque si hay paco es que hay cocinas de cocaína”, le dice a Infobae Pablo Toranzo, después de haber hecho 130 visitas a ese penal tucumano a lo largo de nueve meses y de haber sacado la friolera de 15.000 fotografías.
“Estas estadísticas y estas historias de vida son las que me llevan a que la segunda parte de mi trabajo sea en La Costanera, de donde provienen muchos de los presos”, agrega Pablo quien, en cambio de agotarse tras una experiencia dramática, decidió seguir adelante en la villa miseria más conflictiva de Tucumán.
La Costanera tiene más de 40 años y está en la margen del río Salí, en el límite de la capital provincial y el departamento de Cruz Alta. Las noticias sobre consumo de pasta base y venta de cocaína se fueron asociando a una gran cantidad de muertes, tanto por falta de atención a los usuarios como por los ajustes de cuentas entre bandas y casos de gatillo fácil. Todavía falta una investigación seria sobre quiénes tienen las conexiones para que los narcos tucumanos puedan operar no sólo en la provincia sino también en Salta, Santiago del Estero y Jujuy, por ejemplo.
Hace unos meses, Pablo fue perseguido por tres guardias dentro del penal de Villa Urquiza. Querían romperle la cámara de fotos y también algún hueso. Pablo tenía la llave de una oficina y la usó. Se encerró, empujó un escritorio y bloqueó la entrada. Los penitenciarios le pateaban la puerta. Pablo tomó su teléfono celular.
-Silvana, me van a hacer cagar ¡Vení, sacame!, dijo. Media hora después, Silvina lo sacó.
Pablo es geógrafo, fotógrafo y glaciólogo. Silvana Martínez es psicóloga y directora de Clasificación y Criminología del Servicio Penitenciario. La profesional lo invitó a hablar sobre algunos conflictos bélicos en los que Pablo retrató el horror: niños que jugaban dentro de un auto que había explotado, una mujer que caminaba con la bolsa del almacén entre las ruinas de una ciudad bombardeada, una pelota de trapo abandonada entre los tanques. Pablo, como cronista de guerra, estuvo entre otros lugares en Bagdad en 2003, cuando se produjo la invasión de las tropas norteamericanas a Irak.
En octubre de 2014, Pablo fue invitado a registrar la vida cotidiana en el penal de Villa Urquiza. Los permisos oficiales no fueron suficientes para romper los muros de silencio y los guardias querían terminar con ese reportaje fotográfico a cualquier precio. Primero, quisieron atemorizar al fotógrafo advirtiendo que muchos presos tenían facas. No funcionó. No en vano, Pablo había conocido territorios en guerra. Además, sus 100 kilos y su metro ochenta estaban entrenados desde niño en las artes marciales. Los deportes de riesgo le habían servido para escapar a una avalancha en el cerro Sollunko, en Perú, cuando apenas terminaba el colegio secundario. Los otros ocho escaladores, compañeros suyos del colegio, murieron por el alud. Ser sobreviviente no fue gratuito: al tiempo se alistó en Greenpeace.
“En 2006 era fotógrafo de Greenpeace y fui con un contingente de esa organización a Quebec. Allí tratamos de hacer visible un conflicto sobre unas papeleras. Logramos impedir que saliera un barco que llevaba el producto de la contaminación. Parecía un triunfo. Pero fuimos presos y la fiscal nos acusó de piratería. La condena es de 30 años. Pasé ocho días incomunicado, pero el juicio duró un año y la idea de pasar treinta años en prisión rondaba por mi cabeza”, dice Pablo a Infobae. Ya había estado en El Líbano, Irak y Siria entre otros conflictos. Ya había fotografiado el infierno muchas veces. Pasados diez años volvió a Tucumán y dio rienda suelta a su proyecto.
Retratar el encierro
El penal de Villa Urquiza, al fin y al cabo, resultaba familiar a aquellos escenarios en los que se había templado. Al principio lo dejaban sacar fotos en la cocina, los recreos o talleres. Pero Pablo sabía que había mucho más que eso en aquel subsuelo de la Patria. Un día, después de las visitas, la cárcel se le mostró descarnada. Logró presenciar cómo un guardia le pegaba a un preso al que había hecho arrodillar. Un familiar le había dado una daguita corta, el guardia la encontró y empezó la paliza.
-¡Está sacando fotos!, dijo otro guardia.
Pablo corrió y así se dio la persecución que dio inicio a esta crónica. Silvana es directiva y los guardias tuvieron que morder el polvo y ver cómo Pablo se llevaba fotos de la verdadera Villa Urquiza, la del escarnio.
Al cabo de unos días, los guardias querían comérselo crudo y el cabo Díaz, uno que llevaba la voz cantante, se lo quiso llevar por delante. Pablo le hizo frente y el cabo le saltó encima sin saber que el fotógrafo, además, era experto en tomas de aikido.
-¡Soltame culiado, me vas a romper el brazo!, gritó Díaz mientras el resto dudaba qué hacer.
-Si me intentan sacar, se le va hacer mierda el brazo, advirtió Pablo.
-Déjenlo, los frenó Díaz.
Pablo se había ganado el respeto de la manera más brutal. Era, a partir de ese momento, un macho alfa en medio de una manada de lobos.
Dos presos habían presenciado aquel hecho. Y llegó a los oídos del hijo de Mario “El Malevo” Ferreyra, aquel comisario que se suicidó frente a la cámara de Crónica TV, en vivo y en directo. Alain Ferreyra no era guardia sino preso. Estaba condenado a 14 años nada menos que por matar a un cabo de la policía tucumana y lo llaman “El Matacobani”. Tres años después de la muerte de su padre, Alain fue a robar un camión repartidor de bebidas y el cabo cayó muerto por las balas del hijo del Malevo.
“El Matacobani” pisaba fuerte y se interesó por Pablo y lo encaró mientras sacaba fotos.
-¿Así que lo apuraste al cabo Díaz?
La pregunta del hijo del Malevo fue en presencia del propio Díaz que estaba sentado a unos metros. El guardia se mantuvo impasible hasta que Alain le dijo:
-Jefe, hoy él viene con nosotros.
Las fotos que acompañan esta crónica son el resultado de eso. De una combinación extraña. Pablo, sobreviviente de un alud y testigo de varias guerras lejanas, estaba en su Tucumán natal viendo cosas difíciles de describir con palabras y demasiado ilustrativas en imágenes.
“La primera vez que entré al pabellón sin guardias sentí miedo en serio. En un momento me dije: estoy haciendo una locura –recuerda Pablo-. Tuve sentimiento de muerte. Estaba en un primer piso y calculaba la altura, serían unos cinco metros. Me decía: si pasa algo me tiro. No tenía idea de cómo iban a tratarme los presos. Yo me decía después de ese día: cómo hago para que este miedo no me paralice y que me impulse a seguir mi trabajo”.
-¿Usted es primo de Díaz?, le preguntaron a Pablo ni bien entró al pabellón.
-No.
Los presos no dejaban de mirarlo. Una trifulca no deseada alcanzó para ganarse un respeto que bien podía ser la antesala de un conflicto mayor.
Uno le ofreció un mate.
-No vengo a señalar a nadie. Este laburo es mío. Tengo autorización del Ministerio de Seguridad, es cierto. Me dieron la piecita a la que se entra por Clasificación para que me pueda cambiar y dejar mis cosas, pero este material no queda acá –dijo Pablo.
El hijo del Malevo Ferreyra
Desde entonces, siempre en compañía de dos o tres presos, pudo tomar contacto con las vidas insospechadas. Los escoltas de Pablo, designados por el hijo del Malevo Ferreyra, eran muchachos con condenas largas.
Lo primero que le mostraron fue el gimnasio. Las pesas no son de hierro sino de cemento. Las de hierro están prohibidas. La explicación: si hay rechifle o motín pueden servir de proyectiles. Argumento débil en una población que tiene colchones que se queman en dos segundos y tienen puntas de hierro afiladas como un bisturí.
Pablo entendió que el ejercicio era un escape. “Hay momentos en que siento que la celda se hace chiquita como una baldosa”, le explicó uno de los presos luego de entrenarse, mientras ubicaba su cama donde estaban las pesas.
Los tatuajes: una paloma representa que se recuperó la libertad; la telaraña, una condena larga; una lágrima, la muerte de un familiar mientras se estuvo encerrado. Esas lágrimas se hacen con ácido, el mismo ácido que usan para borrarse el tatuaje tumbero. Hay tatuajes o marcas que no son voluntarios. Los violadores llevan la manzana mordida o la luna con cuatro estrellas, visibles en la piel. Para los delatores hay un suplicio particular: les hacen un tajo en la cara. Un ser despreciado en la cárcel es el delincuente sexual, aunque luego muchas veces a esos violadores los someten sexualmente.
Pablo conoció algo muy propio de la cultura tumbera: presos que se hacen cortes a sí mismos. Para evitar ser llevado a los calabozos y ensuciar con sangre a los guardias que quieran reducirlos. De dolor, por no recibir visitas. Porque la esposa no les permiten ver a los hijos. Los cortes suelen ser en los antebrazos, pero pueden continuar en el pecho o la panza.
Drogarse y pelear
Pablo, además de retratar, de sacar fotos, se hace imágenes de ese infierno: 600 presos encerrados en dos pabellones. La mayoría usuarios de drogas que ingresan de modo clandestino tales como marihuana, paco y cocaína, también fármacos como Rivotril, Alplax y Nuvaina. Las pastillas se filtran con algunas visitas y también vuelan camufladas por arriba de los muros, envueltas en goma espuma. Se las llama voleos o palomas. Otro método es pagar y así también se consiguen facas y teléfonos celulares.
Uno de los que maneja plata es el Pelao Tolosa, alias de El rey de la coca.
-¿Fotos de qué necesitas? -preguntó Tolosa. Y agregó: Yo hago una llamada y las hacés. Vos sos uno más de nosotros.
-Puntas. No tengo fotos de puntas -respondió Pablo.
Al cabo de unos minutos, otro preso que estaba atento a las palabras de Tolosa, trajo una varilla de hierro, de 40 centímetros de largo y punta afilada. La levantó. Posó para que Pablo lo fotografiara. Luego le mostraron otras armas tumberas que pueden ser mortales. Desde el palo de un secador de piso que puede fungir de lanza hasta una tarjeta plástica con un filo capaz de cortar una yugular. Hasta huesos de animales trabajados como los cazadores en el paleolítico.
-En las peleas nadie tira como si fuera un aviso. Son a muerte -dice Pablo.
¿Demonios o víctimas?
Infobae quiso saber cómo hizo Pablo Toranzo para que su reportaje fotográfico lograra no mostrar ni víctimas ni demonios.
“¡Ahhhh…! Muchas horas de Skype con Eduardo Longoni”, responde.
Longoni es maestro de reporteros gráficos y fue su editor y apoyo profesional durante esta travesía.
“Yo no quería saber los motivos por los cuales estaban presos. Eso te condiciona la mirada. Solo sabía la causa penal de unos pocos. Uno, por ejemplo, había descuartizado a la mujer. Del resto no sabía y cuando me querían contar las historias, les decía que si les hacía bien contar los escuchaba, pero que yo no era su juez ni su abogado. Les decía que iba a tomar unos mates, a conocer sus experiencias dentro de la cárcel y si querían les hacía unas fotos y si no estaba todo bien”, agrega.
Pablo dice: “No creo que por estar en un penal sean víctimas o demonios. Debe haber de todo. Yo conocí a uno de ‘la banda de los cordobeses’, que están presos desde 2001 por un tiroteo tremendo en un hipermercado. Él me dijo: ‘Mirá, yo soy asalta bancos y no sé lo que voy a hacer cuando salga de acá. Nosotros éramos una banda que había robado una cantidad de bancos, como veinte. Y una vuelta necesitábamos plata para pagar a los abogados y por eso nos metimos en el híper, porque creíamos que era una cosa rápida y fácil, pero se armó un infierno donde murieron compañeros míos y policías. Dos de mi banda lograron zafar y ellos mantienen desde entonces a todas nuestras familias. Yo sé que cuando salga tengo una plata que ellos me guardaron. Pero fíjate que la mayoría de los changos que están presos acá tienen causas por robo agravado, homicidio, pero no tienen un peso, se juegan la vida y no tienen nada. Matan por robar un celular. Los manejan los transas'”. Y Pablo agrega algo que es la clave de su nueva investigación en el Barrio La Costanera: “La plata grande va al narcotráfico”.
Muerte en vida
“El trabajo era una necesidad de muchos –cuenta Pablo-. Yo todas las semanas editaba e imprimía las fotos y las llevaba al penal. Los internos veían, se veían. Y lo que me decían me servía, porque no era solo mi mirada sino también cómo ellos mismos se miraban. Imprimí miles de fotos. Algunas terminaban rotas por las requisas pero otras están en cuadros, en las casas de esos changos”.
“Yo tenía una obsesión –dice Pablo-: no podía terminar el reportaje fotográfico sin describir la muerte en Villa Urquiza. Nueve presos murieron mientras yo hacía mi trabajo, nueve muertos en ocho meses. Ocho por peleas y uno suicidado. Sin embargo, Eduardo Longoni, que era mi editor, un gran maestro me dijo: Ya está descripta la muerte en todo lo que hiciste. Estar en el infierno es la muerte. Longoni dice que mucha gente quiere que los presos se pudran y se mueran en la cárcel. La realidad es que muchos ya se pudrieron y se murieron por dentro. Los que se salvan no es por las oportunidades que les dan sino porque ellos eligen ese camino”.
El peleador que se volvió panadero
Cuenta un caso: “Yo traté con un preso que tenía 15 años de condena y los primeros seis tenía pésima conducta. Luego habló con la regente del penal y dio un vuelco. El tipo trabajó nueve años en la panadería de la cárcel. Salió como maestro panadero y con la secundaria completa. Un maestro panadero gana entre 30 y 40 mil pesos. Pero nadie le da trabajo en una panadería por sus antecedentes. Hoy junta latitas en la calle. Un día yo salía de una confitería en Plaza Alberdi y lo vi revolviendo la basura.
-¿Qué hacés? –le dije.
-Esta es la que me toca vivir ahora -contestó.
“Nadie le dio una oportunidad. Sus últimos nueve años de preso fueron sin ninguna pelea, sin consumir drogas, trabajando todos los días”, remata Pablo.
La muerte de “El Banana”
Un domingo que pudo fotografiar las visitas amaneció soleado. Familias amontonadas desde temprano en la puerta del penal. Al llegar, una mujer lo atajó.
-Pablo, Pablo, disculpe. Es sobre el Darío, sobre “El Banana” -le dijo, juntando los labios mientras dejaba caer los párpados sobre sus ojos hinchados, rojizos.
Antes de estar preso, Darío Fernández, alias “El Banana”, viajaba al sur del país en busca de mochileros y turistas. Juntaba unos pesos y volvía a Tucumán, a gastarlo. Un día terminó cara al piso y manos esposadas. “El Banana” fue condenado y en la cárcel en vez de bolsiquear viajeros se dedica a limpiar cloacas. Las cañerías de Villa Urquiza suelen recibir bolsas y botellas. A veces, los excrementos superan a los baños y los pabellones hasta llegar a las zonas destinadas a los guardias. En esos casos, “El Banana” es imprescindible. Los cloaqueros tienen un peculio ínfimo. Pablo tomó fotos y el Banana le contó su vida. Gracias a las visitas íntimas, su mujer ya había tenido dos pibes concebidos en la celda.
-Hace seis años y ocho meses que estoy privado de mi libertad, y desde que ingresé vengo trabajando en la cloaca. Sé que este es un trabajo insalubre y no me dan herramientas ni nada para mi protección, o un uniforme. Tampoco vitaminas que me ayuden a no vivir con infecciones y enfermedades. Pero es lo que hay y eso me sirve para ayudar un poco a mi familia. Ando renegando ahora porque estos cobani de mierda no quieren que pase una torta; es mi cumpleaños y me van a venir a visitar el domingo, le dijo.
Pablo vio a la familia Fernández festejar el cumpleaños del padre preso, en su misma celda. Compartió mate y facturas con su mujer, sus tres hijos y su papá. Luego, a solas con Pablo, “El Banana” le dijo:
-Mi mujer me bancó todas y mis hijos están esperándome. Quiero volver a la calle, pero para trabajar honestamente, ¿vio? El robo da plata, pero siempre se termina caminando en la tumba. Me quedan cinco meses para salir.
El Banana acompañó a Pablo a la salida. Se detuvo en una escalera.
-Ahí mismo jugaba yo cuando venía a visitar a mi viejo -dijo.
Pasadas unas semanas, otro domingo de visitas, la mujer del “Banana” volvió a interceptar a Pablo.
–Me lo han matao, Pablo. A un mes para que salga. De un puntazo me lo han matao -dijo.
El largo adiós
Infobae quiso saber cuándo supo Pablo que el reportaje fotográfico había llegado a su fin.
“Yo me di cuenta en un instante. Fue un día que estaba revisando las 60 carpetas de las 130 visitas hechas a lo largo de nueve meses. Y me dije: está listo. Ya está. Sin embargo, aunque yo sabía que había llegado ese punto, seguí yendo un mes más. Porque no lograba despegarme de la historia. No conseguía dejar de ir. Fue una larga despedida”.
fuente: infobae