A diferencia de Pablo y Sergio Schoklender, que habían sido educados en buenos colegios, Pierre Riviere vivía en el campo, en el sur de Francia, y apenas sabía leer y escribir. Tenía 20 años la tarde del verano de 1835 cuando activó la idea que se le había enroscado en sus pensamientos durante mucho tiempo. Con una hoz degolló a su madre, luego a su hermana y, finalmente, a su hermanito de seis años. Ya preso, el joven parricida escribió con loca lucidez la historia trágica del padre y explicó, con la memoria del Funes borgeano, cada detalle de cada tormento al que lo sumergió su esposa. Riviere justificó los crímenes bajo la idea de salvar a su papá de la locura de su mamá. Por más absurdo que suene, logró confundir a los jueces, quienes le perdonaron la pena de muerte y lo mandaron a prisión perpetua. La eternidad duró solo cuatro años. Pasado ese tiempo desde la sentencia, el joven asesino se mató en su celda. Y así cumplió el pacto que firmó con su propio diablo.
Casi 146 años después los hermanos Schoklender asesinaron a sus padres bajo el mismo relato autoexculpatorio de una madre tormentosa. “El parricidio es el crimen con el que se hunde quien, mientras lo comete, cree estar saliendo a flote”, escribió alguna vez el periodista, narrador y ensayista juninense Juan José Becerra. Y si hay algo que une el delirio asesino de las historias de las familias Riviere y Schoklender es la búsqueda de salvación a través del peor de los delitos. Un parricidio es tan abrumador que no hay razones para justificarlo.
El 30 de mayo de 1981, hace 36 años, Sergio Schoklender cumplía 23. Todavía vivía con su padre Mauricio, con su madre Cristina Silva y con su hermana Valeria. Vivir allí es un modo de decir. Para los jóvenes ese hogar era un infierno. Sus padres estaban separados pero juntos y cada uno hacía su vida en el territorio familiar. El hombre, ingeniero y ejecutivo de una multinacional, había confesado su homosexualidad: estaba en pareja con un compañero de trabajo. La madre buceaba en las profundidades de la perversión: adicta al alcohol y a los tranquilizantes, metía amantes a su casa como quien invita a comer ravioles a los primos y peor: abusaba sexualmente de su hijo Pablo desde que él tenía 12 años.
Por eso el más chico de los hermanos varones ya no vivía con el resto de los Schoklender en el cuarto piso de la calle Tres de Febrero en el barrio porteño de Belgrano. Unos meses antes de aquel mayo demencial de 1981 su papá lo mandó a vivir a Uruguay (no lo logró) cuando despertó envuelto en sábanas en llamas. Pablo había intentado prenderles fuego a él y a Silva mientras dormían tras rociarles nafta. No lo logró y lo echaron de la casa. La insatisfacción arrastrada tras el crimen fallido fue la sentencia de muerte que firmaron sus padres y que ejecutaría Pablo con la ayuda de su hermano mayor poco después.
Por eso Sergio creyó que la resaca post celebratoria de su cumpleaños 23 podía ser el escenario perfecto para consumar el deseo de su hermano adorado: librarse de los demonios heredados metiéndose ellos también en el infierno.
Cuando el primer hilito de vísceras en estado de putrefacción se filtró por el baúl del Dodge Polara bordó de la familia Schoklender, cuando la policía explotó la cerradura del coche estacionado sobre la avenida Coronel Díaz, en Palermo, y adentro encontró los cuerpos destrozados de Mauricio y Cristina se selló para siempre en la memoria colectiva la imagen de los hermanos asociada al horror y a la deformidad.
Habían logrado así los Schoklender condenar a toda su familia -ellos incluidos- a la repugnancia social. Tal vez era lo que buscaban. Seguramente por eso, Valeria, la hermana de los parricidas huyó sin rumbo cierto y borró su apellido del DNI y nadie sabe dónde armó su nueva vida, cambio de nombre incluido.
Pablo y Sergio mataron a Mauricio y a Cristina entre las 3 y las 5 de la madrugada del 30. Pablo se había escondido en el departamento y esperó a que todos volvieran del festejo del cumpleaños de su hermano mayor. Los hermanos tenían fierros y sogas y la primera en sentir el sacudón del hierro contra su cabeza fue Cristina, cuando se levantó en pijama y vio a Sergio en el living de la casa. Nunca vio a Pablo. Solo sintió el golpe seco sobre su cráneo y cayó de rodillas y luego ya no sabemos si percibió que Sergio le daba también con el otro fierro antes de agarrar una camisa sucia del lavadero y asfixiarla hasta el final.
Atontados de ira, los hermanos se metieron en la habitación donde dormía el padre. Sergio aplicó conocimientos básicos de ingeniería doméstica y enroscó la sábana en el cuello de Mauricio y en el hierro y giró como si fuera una compuerta y lo mató de asfixia con un torniquete letal.
El descubrimiento de una pareja de clase media asesinada en un baúl causó estupor en una sociedad argentina sumida en el oscurantismo de la dictadura militar. La identificación fue inmediata y el caso se convirtió en emblema. Las hipótesis desbordaron las tapas de los diarios.
Se decía que Pablo estaba acostado en el sofá del living cuando apareció su madre y lo provocó para tener sexo y el joven le pegó y la mató. Según esa versión los ruidos despertaron a Mauricio que se lanzó sobre su hijo y éste, para sacárselo de encima, también lo golpeó con violencia. Otra hipótesis sostenía que la discusión entre Pablo y sus padres fue por dinero. Incluso se dijo que había sido un crimen relacionado con los servicios de inteligencia de la dictadura, ya que la empresa donde trabajaba Mauricio hacía negocios relacionados con la compra y venta de armas.
Esa fue la versión que intentaron elaborar los hermanos Schoklender cuando ya habían caído. Pero era tarde. De no haber sido ellos los autores, ¿por qué huyeron después de dejar los cuerpos destrozados en el baúl del auto?
Se fueron a Mar del Plata. Y se escondieron en el Gran Hotel Dorá. Sergio llegó primero y al otro día apareció Pablo. Bajo el falso apellido Fogel los hermanos pidieron un aerotaxi al presidente del Aeroclub marplatense para viajar a Entre Ríos y de allí a Punta del Este. La excusa era que debían “encontrarse con el padre”. También hablaron con el dueño de una agencia de publicidad porque, le dijeron, querían lanzar una campaña publicitaria para los nuevos cruceros que fabricaban los Fogel. Y de paso le pidieron modelos que los acompañen a Montevideo.
Ese delirio fue el que relató la revista La Semana por aquellos días de 1981. Lo cierto es que al otro día de llegar a Mar del Plata, Sergio y Pablo huyeron por separado. Algo tenían con los caballos. Sergio compró uno y huyó cabalgando por la costa. Pidió asilo en una casa a 20 kilómetros de haber salido pero el hombre lo reconoció y llamó a la Policía. Fue atrapado horas después mientras hacía dedo en la ruta.
Pablo escapó a Rosario y llegó a Tucumán, donde también consiguió un caballo. Las crónicas de la época aseguraron que el más chico de los Schoklender quiso cruzar a Bolivia. Pero la Policía lo encontró antes.
Sergio confesó que había matado a sus padres. Liberó de la culpa a su hermano y logró esa parte del plan. En marzo de 1985 fue condenado a prisión perpetua. Y Pablo fue absuelto. Pero un año más tarde, la Cámara del Crimen revocó la absolución y le dictó prisión perpetua también a Pablo. A esa altura, el más chico de los asesinos había conseguido llegar a Bolivia, donde vivió con otra identidad hasta que Interpol lo encontró en 1994 y lo devolvió a Buenos Aires.
Un año después Sergio, que llevaba una década tras las rejas, comenzó a recibir permisos de salidas. En prisión se recibió de abogado y de psicólogo. Estuvo al frente en los reclamos por los derechos de los presos y las condiciones de vida digna en la sombra e impulsó la educación universitaria para los reclusos. Allí forjó una misteriosa relación con Hebe de Bonafini, presidenta de las Madres de Plaza de Mayo. Pablo tuvo que esperar hasta 2001 para recuperar la libertad. Eximidos de los cargos, ambos idearon el negocio fraudulento de la construcción de viviendas sociales amparados en los pañuelos blancos de las Madres.
Los hermanos se escudaron en las letras para contar su presunta verdad. Sergio escribió Esta es mi verdad. Pablo redactó desde la prisión de Devoto Yo, Pablo Schoklender. “Mi madre se paseaba en bombacha y corpiño por toda la casa, hablaba con libertad sobre temas sexuales y elogiaba a las estrellas que cambiaban de marido como de camisón”, relató el más chico de los Schoklender en su obra, donde, como Riviere, tuvo palabras de amor para su padre. “Papá, quiero decirte que el tiempo agiganta tu figura. Fuiste un hombre notable. Te he amado y te amo”.
A 36 años del crimen que marcó a la sociedad argentina, los extraordinarios hermanos Schoklender viven separados, pero unidos para siempre por el estupor social.
Mayo es un mes marcado en rojo en la cronología vital de los hermanos Schoklender. Días atrás fueron procesados por el desvío de fondos destinados al célebre programa “Sueños compartidos” de las Madres. Sergio transita sus días en Santa Fe y carga con el peso de otra acusación, el de la madre de Madeleine Camille, su hija secreta de 18 años, a quien el padre no le pasa el dinero de los alimentos.
Pablo, hoy un hombre calvo de 56 años, consiguió purgar esa pulsión de vivir fuera de Argentina. Está en Asunción del Paraguay. Allí vive de la construcción de viviendas. No es la única paradoja que marca sus días. Vive escondido pero atrapado por su propio karma.Tachó de su DNI el apellido Schoklender.