Letras de Fuego / Autores Argentinos. Presentamos el cuento “Jacinta, mona re-tinta”, de la escritora santiagueña radicada en Jujuy Nancy Olivera, en este ciclo en el que pueden participar los autores que así lo deseen, con cuentos breves, microrrelatos y poesías.
Jacinta, mona re-tinta
Desde muy pequeña Jacinta había sentido que su color la distinguía como marca de fuego. En la escuela sus compañeritos de grado, parafraseando unos versos enseñados por la señorita, le cantaban al unísono:
La mona Jacinta
re-tinta re-tinta
se peina se peina
se pone una cinta
re-tinta re-tinta
quiere se reina.
Jacinta, la negra
re-tinta re-tinta.
Ella los escuchaba casi escondida detrás del guardapolvo blanco que contrastaba con su color de piel, de ojos, de manos, de boca, de dolor, de vergüenza, de miedo, de soledad. Sentía la burla como un puñal en el centro de su negro corazón, pero no se animaba a decir lo que sentía y soportaba a diario ni a sus padres ni a su maestra. ¿Para qué? ¿Ellos entenderían?
Durante los recreos, ella se quedaba sentada en su silla sin hacer ningún movimiento ni pronunciar palabra alguna que pudiera incentivar la maligna creatividad de sus compañeros. Les tenía miedo.
Recordaba que el primer día que había llegado al grado, la maestra la había presentado diciendo su nombre y todos se habían reído a las carcajadas. Ella, sin dar importancia a las risas, los había saludado con un tímido: ―hola, chicos.
Por respuesta, había obtenido más carcajadas. Su tonada norteña les parecía rara. La señorita Elena podría haber salido en su defensa; sin embargo, había pasado por alto las risas como si no las hubiera escuchado y había iniciado la clase de Ciencias Sociales, escribiendo en el pizarrón y dándole la espalda.
Desde aquel primer día, Jacinta supo que nadie la aceptaría en el grupo. Supo, también, que como compañía sólo contaba con su sombra y la más rotunda soledad. Supo que debía callar.
Una tarde, cuando todo el grupo estaba en el patio, preparado para la clase de gimnasia, ella tuvo la mala suerte de tropezar y caerse. Toda sucia de tierra, con las rodillas sangrantes, pidió ayuda a la señorita y ésta le dio un reto sermoneándola de tal modo que la negrita hubiese preferido soportar la burla de sus compañeros antes que buscar su auxilio.
Otra tarde, las chicas que se sentaban en los bancos de adelante pasaron a su lado y “casualmente” la rozaron haciéndola trastabillar, Jacinta trató de sostenerse en pie, pero chocó con una de sus compañeras y la hizo caer. Todas le dijeron a la maestra que Jacinta la había empujado a propósito. En la dirección, la negrita sólo supo aceptar la penitencia.
Cada día, encontraba, en su mesita de tareas, mensajes que hablaban de su negrura, de sus piernas flacas como postes de luz, de sus manos paspadas, de su ropa vieja, sus cabellos de esponja de acero. Cada día, un nuevo apodo era susurrado entre cuchicheos hasta convertirse en grito aturdidor y tétrico:
―Negra, retinta, Jacinta, la mona. Jacinta, la muda. Jacinta, cabeza dura. Jacinta, la opa.
En el rincón de su negrura, no había alegría, ni amigos. Jacinta siempre había sentido que su futuro era, también, oscuro.
Cada día al llegar a su casa, su mirada se teñía de un modo absolutamente indescriptible y la hacía ver un panorama de negrura profundo, doliente, taciturno. Jacinta, la mona, la negra, la sucia, la triste, se refugiaba en un pequeño cuarto opaco, tenebroso. Acostumbrada a la oscuridad la pequeña no se atrevía a abrir la ventana por miedo a que la luz la lastimara tanto como sus compañeros. La luz era blanca; ella, negra.
Un día de esos de morondanga, sin que nada especial sucediera en las lánguidas y solitarias horas de Jacinta, la perra del vecino saltó la verja y comenzó a cavar en su jardín. Dispuesta a defender lo único colorido de su vida, Jacinta se animó a salir de sus negros pensamientos y fue en defensa de las flores de su madre. Matías, el hijo del vecino la insultó y, de modo amenazante, le dijo:
―Negra maldita, catinga tu piel y tu aliento, no te doy unas patadas porque mis zapatillas valen más que vos.
La negrita entró llorando a su casa y se ocultó en el rincón más denso y oscuro de su negra habitación.
Al día siguiente, caminó hacia la escuela. Al entrar en el pasaje por donde acortaba su trayecto, vio cómo unos cuatro muchachones de grandes manos y músculos tatuados arrinconaban a su vecino pidiéndole sus zapatillas. Lo empujaban y le daban golpes; ya, en el suelo, le escupían la cara y lo regaban de orín fétido y viscoso. Uno de ellos sacó una navaja, mientras el chico caído le entregaba su calzado. La negrita entendió lo que estaba por suceder. Sin pensarlo dos veces, gritó con un grito profundo desde sus negras entrañas:
―¡Dejen a mi amigo! ¡Déjenlo que suelto a mi perro y llamo a la policía! ¡Déjenlo!
Los muchachones, al verse descubiertos, corrieron apresurados sin llevar su botín. El niño, levantándose a tientas tomó la mano pequeña y negra de su salvadora y sin pronunciar palabra se abrazó a ella llorando desconsoladamente.
Desde ese día, Matías no se separó de Jacinta. Nunca le agradeció lo que hizo por él ni le pidió disculpas por los insultos del día anterior, pero Jugó con ella en todos los recreos, le cantó nuevas canciones y cada mañana se los vio tomados de la mano por la plaza central. Cuando alguno se atrevía a burlarse de Jacinta, Matías le hacía frente y les decía que su amiga tenía, en su piel, la frescura de la noche, que ellos debían envidiarla por haber nacidos desteñidos. Ellos eran los raros, su amiga era perfecta.
Han transcurrido muchos años. Jacinta canta una canción de cuna para su primer nieto:
Duerme mi negro
re-tinto re-tinto
Tu corazón es el sol.
Tu risa es la luna.
Ya llega el abuelo Matías
a cubrirte de alegría.
Nancy Olivera