Mariano Ortiz se aburría mucho en Texas cuando no cursaba las materias de la beca que había conseguido para un máster en arquitectura en la Universidad A&M, donde había llegado después de ganar un concurso de diseño en la Universidad Nacional de Tucumán.
Allá por el año 2004, Willy, como le dicen sus amigos, tenía 28 y extrañaba el ocio de la siesta en su Yerba Buena natal, a los pies del cerro San Javier. Sentía la abstinencia de los sándwiches de milanesa de Chacho, soñaba con los goles que nunca hacían en los partidos de los sábados en el colegio San Patricio, y hasta añoraba el incomprensible humor de su amigo Juan Pablo. La distancia real amplificaba la lejanía emocional, y cuanto más distante de Tucumán estaba, más tucumano se sentía.
Para peor, Ortiz no tenía un dólar en aquellos años. Era un magister asceta, pero no por propia voluntad, sino por la fuerza. Tomar una cerveza con su esposa Constanza -también arquitecta- era un lujo que ellos asimilaban como de millonarios. Por eso, mientras mejoraba su formación de profesional recién recibido, Willy trabajaba en lo que podía: fanático de San Lorenzo, conocedor al detalle del fútbol, memorioso de jugadores y de reglas, y con el prestigio que imprime “ser argentino” para este deporte, Ortiz se ganó un lugar y un salario casi digno como árbitro en el fútbol universitario.
Si a aquel novel arquitecto alguien le hubiera preguntado en un entretiempo del fútbol estudiantil que 15 años más tarde estaría a cargo de la expansión de unos de los 20 museos más importantes del mundo, él se hubiera reído. O le hubiera sacado la tarjeta roja al insolente.
Año 2019, Mariano Ortiz, padre de dos hijos, 43 años, camina por la calle 53 West, corazón de Manhattan, Nueva York, con su casco de obra amarillo bajo el sobaco. Frena a mitad de cuadra y extiende su visión hacia el cielo. Frente a este tucumano de metro ochenta se impone una sombra de vidrio negro que intimida. Un poco es así para él: hace meses que sueña con esa construcción, dentro de la cual trabaja todas las horas del día posibles para que el diseño que pensaron en la expansión del Museum of Modern Art (MoMA) se lleve a cabo sin imperfecciones. Él es el responsable.
El museo se fundó en 1929. En aquel tiempo no tenía edificio propio. El 21 de octubre de este año, como parte de la celebración de sus 90 años, el MoMA abrirá otra vez las puertas de su sede principal, en el Midtown de Mahattan, renovado como nunca antes. Detrás de la obra estuvo la obsesiva prolijidad de Ortiz, empleado del estudio Gensler, una de las firmas de arquitectura mas importantes del mundo, con 48 oficinas en todo el planeta (cuatro ubicadas en Latinoamérica, Costa Rica, México, Colombia y Brasil), a donde llegó en 2007, apenas tres años después de su experiencia en el referato amateur.
“Pasaron más de 14 años desde que llegamos, dos hijos y un montón de cosas. Acá estamos, nacionalizados y adaptados a la vida en los Estados Unidos”, suspira Mariano, y admite que jamás se “visualizó” trabajando en la expansión del MoMA, un sueño para prácticamente cualquier estudiante de Arquitectura del planeta.
“Siempre en mi cabeza fantaseaba con formar parte de proyectos de gran envergadura. Pero todo se fue dando de a poco y en una manera casi orgánica, sin forzar nada”, dice.
El rol de Gensler en este proyecto es el de “Arquitecto Ejecutivo”. Bajo la responsabilidad de Ortiz, el estudio está a cargo de la documentación técnica. “Nos reunimos con el Departamento de Construcción de la ciudad para aprobar los planos y estamos llevando adelante la dirección técnica de la obra”, detalla.
Lo hacen en colaboración del megareconocido estudio Diller Scofidio + Renfro, el mismo que hizo el High Line (famoso parque lineal sobre las vías del tren abandonadas en el barrio de Chelsea) o The Sheed, la estación futurista de San Francisco. “Nuestro equipo se encarga de coordinar con todos los otros consultores que forman parte de el proyecto: ingenieros estructurales, mecánicos, diseñadores de iluminación, y más. Nuestra tarea es amalgamar a todas las demás disciplinas y asegurarse básicamente que el proyecto se construya de acuerdo a lo documentado, una tarea que no es nada fácil en proyectos de esta escala”, explica Ortiz desde el elegante comedor que tienen los empleados del MoMA con vista a un mural de vacas flúo hecho por el artista pop Andy Warhol.
Mariano trabajó en proyectos muy destacados en Estados Unidos, como The Clark Art Institute, en Massachusetts, que Gensler hizo junto al ganador del Premio Pritzke Tadao Ando. Pero para él, a esta altura un vecino instalado en Nueva York, “la expansión del MoMA y el Columbia University Medical Center, también un proyecto colaborativo con Diller Scoffidio + Renfro en el que trabaje más de 3 años, son los dos proyectos de mayor importancia y los que más me marcaron hasta ahora”.
Para Ortiz, el mayor desafío de la nueva tarea es “integrar el edifico existente con el nuevo y la torre Hines”. La verdadera expansión del museo se realiza hacia oeste. Está compuesta por una torre nueva de 10 pisos y dos subsuelos, adyacentes al museo original y que alojarán galerías, baños, salas mecánicas y un afé en el sexto piso.
Además, el MoMA utilizará tres pisos de basamento en una torre de viviendas llamada 53W53 (Hines Tower), diseñada por la estrella de la arquitectura Jean Nouvel. “Estos 3 pisos serán usados exclusivamente como galerías de exposición y estarán conectados al museo a través de este nuevo edificio de 10 pisos. Esta integración fue un desafío desde el punto de vista funcional: circulación, egreso, pero también desde el punto de vista estético. Al final del día el edificio viejo y el nuevo tenían que fusionarse y parecer uno. El diseño fue crítico para lograr que estas transiciones fueran difusas y brindarle al visitante una mejor experiencia”, detalla el arquitecto tucumano.
El surrealista Jean Cocteau decía que el éxito dependía de la suerte. Y Ortiz le otorga a la fortuna una parte de su inesperada vida en Nueva York. A los 2 meses de llegados a Texas, en 2004, él y Constanza aplicaron para la lotería de la Green Card (la tarjeta de residencia). Las chances de salir sorteados en ese momento eran 1 en 4.000. Y Constanza salió sorteada con el número 3.
“Eso facilitó todo el tema de papeles, pero igual el primer año en Texas fue duro. Vinimos con lo justo como para aguantar un par de meses así que no quedaba otra que trabajar”, relata y se ríe con la tonada típicamente tucumana que nunca perdió.
Constanza cuidaba el bebé de una mujer rusa que conocieron a través de unos amigos y Mariano se convirtió en árbitro dentro de la universidad. Dirigía todos los días después de clase. “Me acuerdo que recién después de meses meses de estar viviendo ahí recién salimos a tomar una cerveza por primera vez, solo porque esa noche había una promoción en un bar. Estaban a un dólar cada cerveza nacional. Pero no sabíamos y pedimos unas importadas que salían USD 7. ¡Cuando nos dieron la cuenta nos queríamos matar! Creo que que teníamos 60 dólares en la cuenta del banco en ese momento”, cuenta a carcajadas.
Después del primer año, todo mejoró. Mariano consiguió trabajo en la oficina del vice decano de la Facultad, un arquitecto peruano “que se portó muy bien con nosotros y nos dio una mano”. Hacía de todo: diseño gráfico y maquetas para la universidad. Empezó a cobrar un sueldo y recibió otra beca por más plata para continuar con su formación el año siguiente.
En 2007 decidieron mudarse a Nueva York y ambos consiguieron trabajo rápidamente. Profesionales y con la Green Card, el mar del sueño americano se abrió para que ellos pasen.
— ¿Qué diferencias existen en el proceso de trabajo entre un estudio en Nueva York y uno en Argentina? ¿Qué es lo que más le impactó de esa comparación?
— Sin dudas la escala de los proyectos y los recursos disponibles. Sobre todo si trabajás en un estudio tan grande e importante como Gensler, donde tenes la oportunidad de hacerlo en hoteles, aeropuertos, museos, centros comerciales, torres de oficinas. Acá hay una variedad de tipologías edilicias a las que en Argentina, y mucho más en Tucumán, sería más difícil de acceder.
A pesar de ser tucumano, igual que César Pelli, una celebridad de la arquitectura moderna universal, Ortiz admite que en Nueva York no se conoce demasiado de la arquitectura argentina. “Aunque obviamente la gran referencia de las últimas décadas es Pelli, pero él vino de Tucumán muy joven e hizo toda su carrera profesional acá así que mucha gente no sabe que es argentino”, sonríe.
—Supongo que César Pelli debe ser una especie de sello en su pasaporte.
—Siendo tucumano, arquitecto y viviendo en NYC, obviamente que Pelli es una referencia importante. Yo lo tomé siempre como una inspiración. Acá en la ciudad tiene varias obras importantes y es siempre un orgullo cuando vas paseando con algún amigo y le contás que ese edifico fue diseñado por un arquitecto tucumano egresado de la UNT, de las mismas aulas donde yo cursé.
A pesar de que la arquitectura que se desarrolla en Nueva York es central en la vanguardia mundial, Ortiz rescata y se apropia para hacer mejor su trabajo de lo que podría llamarse el “estilo argentino”.
“Valoro mucho la arquitectura que se las ingenia con los recursos disponibles. La vernácula y sustentable. Obviamente en Argentina, y aún más en Tucumán, estamos lejos de Nueva York en materia de presupuestos, recursos o tecnología. Comparar el resultado arquitectónico final basado en esos parámetros creo que sería injusto. Pienso que el mejor diseño muchas veces nace cuando los recursos son limitados y hay que ingeniárselas. La buena arquitectura en Argentina y Latinoamérica en general demostró siempre esa virtud, que la hace auténtica”, opina, y como ejemplo cita las obras de Eladio Dieste o Luis Barragán.
Mariano Ortiz sueña con un dispositivo futurista que le permita viajar a la Argentina cada vez que juega San Lorenzo o que un hermano o primo o amigo (incluso Juan Pablo, el de los chistes raros) cumpla años. Mientras eso forma parte solo de la imaginación, extraña: “A la familia y a los amigos, obviamente, como cuestión número uno”.
Pero también añora lo intangible: “El ritmo de Tucumán, que te permite por ejemplo hacer una pausa para tomar un café con alguien a media mañana o quedarte un martes hasta tarde en un asado. Esas cosas simples que tiene la vida del interior del país y que no se valoran hasta que se las pierde”, dice Mariano Ortiz, instalado probablemente para siempre en Nueva York, a donde llegó cuando se dio cuenta que su carrera como árbitro no era una construcción de vida para nada segura.