Él entró de puntillas, como con pies de algodón. Ella, mujer grande ya, pasados sus 70, apenas reparó en él…
Arrastraba otros dramas y afrontaba otros dolores en esa cama de esa clínica española. A sus 37, cáncer de pecho. Ahora, cáncer también, y en tratamiento.
“Tengo muy mal los huesos”, le dice a ese hombre de los pies de algodón y voz de susurro, “porque en estos lugares no conviene hablar fuerte”.
“¿Quién será, qué tendrá”, piensa ella. Porque el hombre, lentamente, se ha embozado con vendas que apenas dejan entrever sus ojos y algunos pequeños tramos de piel. Una geografía humana todavía indescifrable…
Y vuelve a pensar ella que “si al menos… si al menos sonara aquella canción inolvidable”. Una canción de su ídolo de toda la vida. El que desde su voz tantas veces la contuvo en el largo subir y caer, subir y caer que esa cuestión de existir.
Y de pronto, el fantasma embozado de los pies de algodón, lentamente (rito sutil), se descubre ante ella. Ante Isabel: tal su nombre. Los otros datos se ocultan en la ficha médica.
Lo propuso, y Perales, porque mucho hubo y hay de solidario en su carrera, se prestó al juego con esa ternura que no miente: filmadas y eternas están sus imágenes y sus palabras.
Y no fue casual la canción elegida por el ídolo: “Un velero llamado libertad”. No fue casual: sugiere aventura, acaso zozobra si los vientos son hostiles, pero también libertad para tocar un puerto propicio. Un puerto en el que Isabel pueda seguir, sana, su historia.
Una historia en la que siempre estará ese hombre que alcanzó ya sus siete décadas. Ese caballero nacido en Castejón, Cuenca, y qué curioso: antes de sus veinte años era… maestro industrial en electricidad. Ese José Luis Perales Morillas que electrificó al mundo, pero con canciones.
Más de treinta millones de álbumes desde 1973. Disco de oro aquí, en una Argentina que ama. Y de platino. Y componiendo sin cesar temas sobre un trípode que lo define: amor, nostalgia, paz.
Exactamente lo que en su cama doliente, pero esperanzada, necesitaba Isabel en el instante en que cayeron las vendas, y los pies de algodón fueron claramente humanos.
Nadie, ni los médicos, pueden augurar qué destino le espera a Isabel.Pero lo que es seguro, firme, definitivo, es que lo afrontará con el bello recuerdo de ese instante.