Recuperar la sonrisa. Lía tiene 60 años y pasará la Navidad con su papá, de 86, que sabe cuidarla como lo hacía su marido. Foto. Mauricio Nievas

Sobrevivió luego de caer por un barranco junto a su marido en plenas vacaciones. El murió y ella luchó contra el hambre, el frío, los insectos y sus propios fantasmas.

Para poder sonreír como lo hace ahora, con la boca ancha y blanca, Lía Costantino tuvo que aprender a llorar. Durante un año mantuvo sus ojos nublados con lágrimas secas. El shock, el maldito shock que le había dejado la selva, no la dejaba llorar ni la muerte de su marido, el hombre que había conocido en la secundaria y con el que compartió casi toda su vida.

Él la había entusiasmado ese verano para ir de vacaciones a Jujuy a conocer la selva de yungas. Y él la había alentado también a salir a buscar ayuda cuando los dos cayeron por ese barranco de 100 metros: como traumatólogo, sabía que el dolor que sentía en su espalda era mucho más que un simple golpe.

Lía, la médica que se perdió una semana en la selva y volvió a sonreír 4 años después

Rescate. Así la encontraron a Lía en Parque Nacional Calilegua. Estaba en shock, casi congelada y deshidratada.

Ella debía seguir sola. Le dio un beso de despedida y empezó a arrastrar sus borceguíes entre espinas y helechos. El cuerpo le crujía por dentro, tenía calor, sed, rabia, angustia y una costilla rota. A las dos horas ya no podía distinguir una planta de otra. Todas eran iguales. Se había perdido.

La encontraron siete días después, bajo la piedra que había sido su refugio y podría haber sido su tumba.

Sus hijas no quieren que Lía hable de aquella pesadilla que vivió hace casi 4 años, por si vuelven a visitarla los fantasmas.

Tampoco lo aconseja su psicóloga. Pero la llegada de otra Navidad sin Mario le ablanda el alma. Y dice que es tiempo de agradecer a los que la ayudaron y también de preguntarse qué falló en el operativo de su larga búsqueda.

Día 1: Bosque del cielo

A Lía le hubiese gustado estar en una playa del Caribe, pero está acá, en una posada sencilla de Ledesma para darle el gusto a su marido que siempre quiere conocer destinos nuevos, como el Parque Nacional Calilegua.

El viaje comienza en Purmamarca y el 20 de enero de 2014 llegan a este pueblito perdido en el mapa norteño.

A la mañana siguiente desayunan y parten en un Renault Clio alquilado al parque con la intención de regresar a la tarde. Estacionan frente a la casa del guardaparque y dejan en el auto las mochilas, las botellas de agua y los celulares para subir sin peso. Sólo llevan la cámara de fotos.

Lía, la médica que se perdió una semana en la selva y volvió a sonreír 4 años después

Al límite. Lía se alimentó durante los siete días que estuvo perdida con pétalos de flores, frutillas silvestres, un cascarudo y agua de un arroyo.

Ingresan por un sendero en busca del Bosque del cielo, que según indicaba un cartelito es de “dificultad baja”. Pero después de andar una hora hacia el sitio más alto se desorientan y deciden bajar por el otro lado, una zona de barrancos con vegetación tupida.

Al mediodía llegan a un arroyo. Mario se molesta porque no entiende cómo él, que nunca se había perdido en ningún lado, no logra ubicarse. Lía se sube a un árbol para intentar buscar desde la altura alguna referencia. Pero nada, ningún turista, ningún cartel.

Deciden volver a subir. Lía va adelante y por algún movimiento que no sabe explicar (tal vez alguna piedra que se desliza o un resbalón) comienzan a rodar los dos barranca abajo. Quedan tirados a tres metros uno del otro. Mario tiene una oreja partida, pierde sangre y se queja de un fuerte dolor en la espalda.

“Mirá qué vacaciones te estoy haciendo pasar”, le dice él. Y ella le pide que no se mueva y emprende la marcha. Una marcha que arranca esa tarde con un calor húmedo insoportable y que sería interminable.

A la tarde afloja el calor y aparecen los tábanos. No quiere alejarse del arroyo, que ya le había aflojado la sed durante su caminata errante. Corta unas ramas de hojas grandes, como ásperas, y prepara la que esa noche sería su cama. El cielo estrellado la entolda.

Día 2: La compañía de Wilson

Una musculosa celeste, un short de jean y un reloj plateado será todo el equipaje que llevará encima ese y el resto de los días en la selva. Ni bien amanece, se propone atravesar cascadas y senderos imposibles. Camina 12 horas, en las que sólo se detiene para tomar agua.

Aprende a distinguir la vegetación de la zona: abajo está la selva del palo blanco y amarillo, la tipa y el pacará, que llegan a superar los 30 metros. Arriba está la nuboselva, con un espeso bosque de enredaderas, lianas y arbustos cubiertos de nubes.

A la noche, el cansancio la desmaya en el sueño. Pero todavía tiene la esperanza de que alguien haya visto el auto estacionado allá arriba y decida bajar a buscarla. La noche se extiende como una sábana sucia. Al despertar mira el reloj y recuerda la pelota de Tom Hanks en El Náufrago. Empieza a llamarlo Wilson.

Lía, la médica que se perdió una semana en la selva y volvió a sonreír 4 años después

De la selva al hospital. Lía tardó un mes en poder volver a caminar. Tenía los pies congelados.

Día 3: Un cascarudo atravesado en la garganta

El hambre no le deja fuerzas para caminar. Hay hongos por todos lados pero no quiere arriesgarse. Es “apenas” una ginecóloga de guardia, no sabe distinguir entre un hongo comestible y otro venenoso.

Se le ocurre seguir el camino de las abejas: ellas le marcarán las flores más sustanciosas. Prueba un pétalo, dos, tres. Sigue con hambre. Encuentra frutillas silvestres, chiquititas y con muchas semillas. Come cuatro.

Lía, la médica que se perdió una semana en la selva y volvió a sonreír 4 años después

Tiempos felices. Lía con su marido Mario. A los dos les gustaba viajar. Se conocieron en la secundaria y ambos estudiaron Medicina.

Y continúa la marcha hacia ningún lado. Cree que tal vez haya empezado a dar vueltas en círculos. Mata a un cascarudo e intenta tragarlo entero: las patitas le quedan atravesadas en la garganta y gastará las pocas energías que le quedan en toser durante un buen rato.

La noche llega sin esperanzas y cambia el clima. La oscuridad es su único abrigo y empieza a conocer el hielo.

Día 4: Tormenta eterna

Amanece oscuro y el aire se respira pesado. El tambor de la lluvia no tarda en batir sobre las piedras. Ya no duele ninguna picadura, ni la de las avispas, ni la de los tábanos ni la de ningún otro insecto. El cuerpo se anestesia, pero comienza a temblar de frío. Y ese temblor no la dejaría dormir en todo el día.

Se toma las pulsaciones: apenas llega a 40 cuando lo normal oscila entre 60 y 80. Se acomoda entonces debajo de una piedra inclinada a escuchar los ronquidos de los truenos. Y a esperar la muerte. Entiende que la selva, como la arena, no tiene ni principio ni fin.

Día 5: El recuerdo de su hija menor

Pero no muere. Y se promete que no morirá justo hoy, 25 de enero, porque su hija Aldana cumple 25 años. Hoy no.

Ve a un anciano con bastón allá, entre medio de unos árboles. Le grita con desesperación, le habla, le ruega. Pero allá no hay nada más que un deseo. Empiezan a visitarla las alucinaciones.

Lía, la médica que se perdió una semana en la selva y volvió a sonreír 4 años después

En Familia. Lía, Mario y sus hijas Aldana y Yamila.

Y recuerda que no volvió a comer nada desde aquél día del cascarudo. O sí, tal vez hace unas horas comió unas algas que sacó del arroyo, pero no está segura. Como el dolor, también se le va el hambre.

El cerebro, lo sabe ella, es un órgano muy inteligente que se autoprotege y maneja al cuerpo. Con el frío se cierran los vasos sanguíneos y dejan sin circulación primero a los órganos secundarios, como el estómago y los intestinos: por eso no tenía hambre.

Día 6: Wilson ya no avisa las horas

Aparecen recuerdos más confusos, sin cronología. Y sigue lloviendo. En el umbral de la memoria alcanza a ver sus propios pies. Son los pies de un muerto. Los descubre ahora porque nunca antes se había sacado los borceguíes. Están blancos, con manchas violetas, como si fueran “un preparado de anatomía”, dice con la autoridad de quien pasó por la facultad de Medicina.

Sabe también que su marido ya debe estar muerto. Y que si ella sigue viva es porque nunca dejó de tomar agua. También sabe que al no comer, el cuerpo ya le consumió en las primeras 36 horas todos sus hidratos de carbono, que ahora le está consumiendo las grasas y que luego avanzará inexorablemente sobre sus proteínas. Le queda poco, muy poco.

Día 7: El rescate

Después de tanta lluvia, asoma el sol entre la móvil arquitectura de las nubes. Los senderos están inundados de rocas de todos los tamaños y el arroyo está muy crecido. Lía ya no espera nada. No tiene miedo. No tiene lágrimas. El frío le había robado las emociones.

Y sin embargo está allí, viva, con un rayo de sol iluminándole la cara. Entre sueños, escucha el rumor de unas voces femeninas. Y siente por primera vez en una semana el calor de un abrazo.

Es de la rescatista Rosario Bonillo, que la encuentra alrededor de las 15 sentada sobre una lomada, con la piel morada y sin poder mover las piernas.

Entra al hospital del Libertador en shock: su cuerpo tiene una temperatura de 34°, cuando lo normal es 36°. Padece una deshidratación severa: había perdido la mitad de las proteínas del cuerpo.

Al despertar pregunta por su marido. Alguien le dice que ese día su cuerpo había aparecido en el fondo de un barranco: tenía golpes en la cabeza, en la espalda, en las piernas.

Lía, la médica que se perdió una semana en la selva y volvió a sonreír 4 años después

Volver a sonreir. Lía recibirá la Navidad con su papá, que tiene 86 años y la cuida como lo hacía su marido.

Regresar a La Plata sin su compañero de vida fue lo más duro de su odisea, recuerda ahora ante Clarín, sentada en un bar de City Bell. Y cuenta que su recuperación fue muy lenta.

Durante un mes debió mantener los pies vendados y en alto. Cuando por fin los pudo apoyar, caminó hasta el supermercado yse compró un acolchado de pluma para no volver a pasar frío.En la selva aprendió que el enemigo principal es el que no se combate.

En su muñeca lleva un reloj que se parece a Wilson, pero no es Wilson. Se lo regalaron sus hijas Aldana (28) y Yamila (30 ) hace un tiempo, tal vez para que empiece a olvidar aquellas horas en las que sólo hablaba con sus agujas.

Pero Lía no quiere olvidar. Quiere agradecer a esa mujer que la abrazó en la selva, a los bomberos que la rescataron y a la gente de aquel hospital humilde que la recibió con muy poco y le dio mucho.

Y siente también que es tiempo de preguntar si los guardaparques la buscaron a ella y a su marido como debían, por qué los senderos no estaban bien señalizados, por qué sus hijas se enteraron de que estaban perdidos tres días después de su desaparición. Ellas podrían haber llegado antes a Jujuy desde Buenos Aires para acelerar la búsqueda. Tal vez Mario se hubiese salvado.

La autopsia dice que llevaba dos días muerto (y no cinco como se dijo al principio) y que fue por sumersión (¿tal vez alcanzó a arrastrarse para tomar agua?).

“¿Sabés cómo se enteraron las chicas de que estábamos perdidos? Porque las llamaron de la agencia donde alquilamos el auto”, dice. Y pide que en casos como el suyo se recurra rápido a los baqueanos, que son los que más conocen su terreno. Y luego apuntará también contra la fiscalía que siguió su expediente y a todo el “aparato burocrático del país”.

Recuerda que dos veces en estos años la retuvieron en la Aduana cuando intentaba salir de vacaciones fuera del país porque todavía figuraba como “buscada”.

Lía hoy tiene 60 años y sigue haciendo guardias de obstetricia en dos hospitales públicos. Dice que aún la emociona escuchar los latidos de un bebé en la panza de la madre. Está convencida de que a ella la salvó el amor por sus hijas: “Tenía que volver a casa para decirles cuánto las amaba”.

El 24 a la noche recibirá la Navidad con su papá, que tiene 86 años y sabe cuidarla como lo hacía Mario. Y tal vez a la hora del brindis salga al balcón a saludar a su marido en alguna estrella.

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