Pedro Francisco Adorno es clase 62, nacido en Luján un 26 de junio. Nos recibió en su casa, en un barrio a escasos dos kilómetros del centro de la Basílica. Es imposible no ubicar dónde vive: el frente de su casa exhibe dibujos que remiten a la guerra de Malvinas, cuidadosamente pintados por manos amigas.
No falta en esa pared ningún símbolo, de esos que él guardó todos estos años en su memoria: el escudo del Regimiento 6, los montes malvinenses, la turba, el cóndor –que quiso que estuviera como algo autóctono-, además de siluetas de soldados, aviones y buques. Y la bandera argentina, bien grande, sobre la puerta de entrada.
Pedro habla tranquilo, pausado, sin tutear. Se indigna cuando escucha que alguien cuenta mal alguna historia de su regimiento. Relata que antes de la guerra vivía con sus padres y sus siete hermanos en el campo y que también había sido camionero. Fue a la escuela algunos años pero pronto conoció lo que eran las duras tareas rurales, donde toda la familia debía colaborar para poder salir adelante.
Le tocó ir a Malvinas con el Regimiento 6, aunque recién se enteró que iba a la guerra cuando el avión estaba aterrizando en las islas, luego de un largo periplo que había comenzado en el regimiento 3 de La Tablada, luego en El Palomar de donde volaron a Río Gallegos y de ahí a Puerto Argentino.
“Durante dos días nos ocupamos en descargar materiales de los aviones, y después nos llevaron para el Cerro Dos Hermanas. Mi jefe era el subteniente Esteban La Madrid, con quien casi teníamos la misma edad. Era un compañero más”, recuerda Pedro.
Tuvo varios compañeros muy queridos, como el Negro Guanes y Horacio Balvidares. Con todos compartirían las semanas en las trincheras hasta aquel fatídico 14 de junio.
Amanda
Cuando ocurrió la guerra de Malvinas, Amanda “Coca” Calbín, la mamá de Horacio Balvidares, ya vivía en Chivilcoy. Había nacido en Puente Alsina y había sido criada en la barriada de Villa Caraza, en Lanús. Conoció lo que fue crecer de golpe. El papel de su madre enferma era suplido por el padre, que había asumido ambos roles. Pero cuando Amanda contaba 14 años su papá falleció en un accidente y ella y su hermana de 15 debieron salir a trabajar. Se empleó en una fábrica de tejidos y su hermana en un taller metalúrgico.
A los 18 años, aprovechando unos días de vacaciones, viajó a Suipacha a casa de una familia amiga. En el pueblo conocería a quien sería su marido, y el padre de Horacio y de todos sus hermanos. Sin embargo, la suerte volvería a serle esquiva. Cuando Horacio tenía 13 años, se separó. Había decidido terminar con un matrimonio de años de maltratos y egoísmos. Un día, cuando su esposo salió a trabajar, armó un bolso y con sus hijos se mudó a Chivilcoy, siempre apoyada por Horacio.
Según ella cuenta, “él era mi sostén. No sabía lo que era salir o tener novia, porque siempre decía ‘mamá, vos te quedás sola’. Horacio no tuvo vida, porque cuando podía disfrutar, el destino se le paró adelante”.
De Malvinas, Horacio le escribió dos cartas a su madre que, en los avatares de las mudanzas, se perdieron. Recuerda que una fue el 14 y la otra el 26 de mayo. Repite casi de memoria el contenido de la segunda, en la que le decía que iban a parar a los ingleses, que se quedara tranquila, que estaba bien. “Vieja, como viene la cosa, a mediados de junio estoy de vuelta en casa con la libreta firmada”, le escribió. Y Amanda resignada cuenta que “hasta el año pasado, yo lo esperaba, como hacía todos los mediados de junio”.
Tumbledown
Pedro Adorno recordó que “la noche del 13 de junio, en Tumbledown, un cerro cercano a Puerto Argentino, nevaba mucho y hacía frío. No veíamos nada. De pronto, los ingleses tiraron una bengala de iluminación y es como si se hubiese hecho de día, y comenzaron a atacarnos por todos lados. Estaban tan cerca que escuchábamos cuando hablaban”.
Cuando trepaban el cerro para cortar el avance británico, cayó herido el soldado Arturo Pedeuboy, con cuatro disparos en sus piernas. Adorno se acercó a auxiliarlo y, cuando quiso levantarlo, un tiro le impactó en su brazo. “Fue como tener un hierro caliente”, explica Pedro.
“Andate vos, andate!” , gritó Pedeuboy.
“Yo no quería dejarlo, pero comencé a retroceder. Recuerdo ver al soldado Poltronieri cubriéndonos con su ametralladora. Y el subteniente Guillermo Robredo Venencia me quitó la cinta de goma que tenía sujeta al casco –que sostenía una estampita de la virgen de Luján- me hizo un torniquete y me vendó, y le ordenó a Horacio Balvidares que me llevase al pueblo. No fue difícil hacerlo. Pesaba 47 kilos“.
En la entrada del pueblo salió a su encuentro un enfermero. Lo llevó a un puesto sanitario. Balvidares, al salir, sólo pudo recorrer unos cincuenta metros. Una bomba terminó con su vida. El enfermero entonces le dijo a Adorno: “Mirá, la persona que te salvó la vida, se la cagó él”.
Adorno fue trasladado en helicóptero al buque Almirante Irízar, luego al hospital en Comodoro Rivadavia y de ahí llevado a Campo de Mayo, donde saldría con la libreta firmada.
El encuentro
Para Amanda vinieron años de peregrinar para buscar respuestas sobre qué es lo que había ocurrido con su hijo Horacio. La historia comenzaría a cerrarse cuando, con recelo, aceptó la propuesta del veterano Julio Aro de donar sangre para participar de la causa de la identificación de los restos sepultados en Darwin como “soldado argentino solo conocido por Dios”. Porque ella, sin tener datos concretos, todos los mediados de junio seguía esperando que su hijo apareciera por la tranquera blanca de su quinta de Chivilcoy.
Lo único que le quedaba era una vieja frazada de dos plazas que Horacio se había comprado para trabajar en el campo. Amanda la usa en su cama para abrigarse las frías noches de invierno. Tiene eso y una foto suya, amarillenta, esas típicas que se toman para los documentos de identidad, prolijamente enmarcada.
Cuando finalmente supo que habían sido identificados los restos de su hijo, dijo haber encontrado paz.
Pero aún restaba lo último. Conocer al soldado, 37 años después, al que su hijo le había salvado la vida.
El pasado 22 de marzo, se reunieron en Chivilcoy, donde Amanda vive con su pareja y uno de sus nietos, “el regalón”, como lo presenta.
Tan nervioso estaba Pedro, que la noche anterior no pudo dormir. Es que iba a conocer a la mamá del soldado que le había salvado la vida.
Los años habían sido duros para Pedro. Ya no tenía a sus padres, quienes luego de 50 años de casados, habían muerto con una semana de diferencia. Se había casado, luego de separarse formó por un tiempo una nueva pareja. Trabajó muchos años de camionero, lo que lo fue alejando de sus afectos. Tiene ocho hijos y nietos, que muestra orgulloso en fotos. Ahora vive solo. Hace un tiempo consiguió trabajo como portero en la Escuela 22 José Hernández, que está en el límite entre Luján y General Rodríguez. Para llegar toma dos colectivos y camina un kilómetro desde la ruta, pero lo hace feliz. Hasta pintó un mural sobre Malvinas. Todos los chicos y las maestras le demuestran cariño. Y él sonríe.
Esa mañana en Chivilcoy primero se fundieron en un largo abrazo y luego hablaron. Él con sus manos apoyadas en los hombros de Amanda y ella con las suyas en la cintura de Pedro.
El soldado confesó haberse quitado un peso de encima: “Yo ahora estoy en paz. El problema era estar bien con usted”.
A Amanda le causó ternura la forma de hablar de Pedro. Hasta se rió ante el comentario de que “flor de hijo el Horacio ese, renegado era el petiso”.
Entraron a la casa de la mano. Mientras tomaron mate en la cocina, compartieron lo que ambos querían decirse en esos largos años de no encontrarse. “Era como que veía la imagen de mi hijo detrás suyo”, remarcó Amanda.
Se despidieron con promesas de visitarse, de no perderse. “Vos sos mi otro hijo”, le dijo ella. “Si, mami”. Y Pedro partió, pero para volver.