Por Manuel Rivas* de Diario Cuarto Poder / Mañana, a las 19, en la Biblioteca Nacional, María Belén Aguirre estará presentando su libro “Pater dixit”, pero hoy te anticipamos esa vivencia con una intensa entrevista a esta gran autora tucumana sobre su nueva obra.
—¿La idea de un libro en el que dialogaras con tu padre muerto surgió como una especie de buceo en lo profundo del pasado?
Sí, y del presente. Yo caminé hacia atrás para encontrar en las huellas mi camino. En las piedras, mi camino. Quise volver al lugar del que huí hace más de veinte años. Volver, volver sin miedo, con la entereza que te dan los años y las bofetadas. Y la ternura que, de tanto en tanto, asoma y es el milagro más conmovedor del mundo. Quise retomar un diálogo que, tal vez, nunca existió; pues cuando mi padre murió, mi yo de entonces estaba ausente. Mi desafío de ahora es poder estar presente en el presente. No perderme ni un segundo de esto que tengo. Pero el pasado es un ser viviente, una criatura dormida que reacciona ante el menor estímulo.
Pater dixit es la segunda parte de una trilogía que inicié con la publicación de El Pater, en 2014. Después de Pater dixit, la tercera y última parte es Electra baila. Hay personas que son verdaderos tópicos literarios. Siento a mi padre como una presencia importante en mi obra. Una presencia que opera por el imperio de su ausencia. Él es eso: una paradoja y una preterición a la vez. Evita es un tópico de la Literatura argentina, por darte un ejemplo. Son seres cuya trascendencia nos sublima. O nos siniestra, como en el puntual caso de mi padre. Mi padre en tanto tópico literario viene desde antes, de más lejos, de Lituania. Lituania es el pasado. Su germen más antiguo es Viaje a Lituania, mi primer libro.
En Pater dixit he buscado semejanzas entre mi padre y yo. Por eso me atrevería a decir que este libro es el ADN que confirma su paternidad. Mi padre fue un músico muy virtuoso. Todavía en sueños oigo su voz. Y mi nombre en su boca es mi estribillo favorito.
Mi padre murió en la ruta, en un accidente terrible, cuando se dirigía a San Miguel de Tucumán a encontrarse con mi madre, mi hermana y yo. Se lo tragó una rastra cañera. A la vera de la ruta levantaron un monolito en su memoria. Nunca me detuve allí. Ya mi padre está en otra parte. Desde lo hondo ruego que ese lugar sea la Luz. Mi padre vino a un mundo que no estaba preparado para él. En ese sentido, y en el de muchos seres inadaptados, creo que el mundo sigue siendo prematuro.
—¿Crees en la suerte o la “yeta” como Miguel, el médium?
Creo en lo que construimos cada día. Creo en lo que damos desinteresadamente. Creo en lo que somos cuando le permitimos a nuestro ser mostrar su luz. Creo en eso más que en la suerte o la yeta; aunque mi personaje sienta que hasta su encuentro con el médium era yeta.
Me interesaba abordar el tema de la demonización de las personas oficiada o propiciada por el lenguaje, esa otra forma de violencia; una violencia del orden de lo simbólico, pero también de lo estrictamente metafísico. Eso que los demás dicen que somos. Ese, tal vez, estigma que también nosotros creamos -con mayor o menor consciencia, con mayor o menor benevolencia- para los demás e incluso para nosotros mismos. Depositar en un otro la conformación de nuestra identidad es parte de la complejidad de estar siendo en este mundo. Yo busco, sin embargo, la unanimidad, el encuentro de mí con mí. Esto no significa renunciar a la rica polisemia de la propia existencia. Es otra cosa. Es a la unidad a la que aspiro. A la integración. Diariamente experimento el fenómeno de la atomización, esa implosión silenciosa que acaece en nosotros y es una demasiado larga procesión de nosotros rotos hacia ninguna parte.
No, ni suerte, ni yeta. Algo que procediendo de modo consciente de mí, prospere en el corazón de todo lo que me rodea.
Creo en la Verdad, Manuel. Y mi mayor ambición consiste en que la Verdad crea en mí.
—Alguna vez aludiste a hechos paranormales, sobrenaturales y extraños a la hora de escribir ¿te inquieta hurgar literariamente en el más allá?
El Más Allá está aquí, coexiste con nosotros. En el soliloquio del Centauro, de la Medea de Pasolini, el personaje mitológico reflexiona sobre la naturalización de la naturaleza. Atribuye a esa denostación la causa última de la aniquilación del mundo . “Tutto é santo”, dice. “Recuerda: No hay nada natural en la naturaleza. Cuando te parezca natural todo habrá terminado”.
Se trata, pues, de intentar al menos desalienarnos, afín de permitirles a nuestros sentidos (no solo a los cinco fisiológicamente reconocidos como tales), la posibilidad de mostrarnos la plenitud del fenómeno de la comprensión del universo y de nosotros. El conocimiento de sí mismos, propuesto por la máxima socrática aplica aquí por entero. No hay que cruzar el océano para hallarnos. La travesía es, la más de las veces, inmóvil. El desplazamiento que se impone no es topográfico y a veces ni siquiera temporal. Es esencial.
Lo sobrenatural sobrecoge nuestro costado animal aún no domesticado. He ahí el valor de lo extraño. Es en ese extrañarnos respecto de nosotros mismos, en donde se inicia la peripecia del yo; con mayor o menor épica; con mayor o menor tragicidad: ahí, ahí comenzamos. La escritura en mi caso, sucede así. Esto es: una dialéctica constante entre la subjetivación y la objetivación de mí misma. En el ínterin del desenfoque entre ambos, suceden otras cosas: la alucinación, el déjà vu, la reminiscencia o la invención conjetural. Ahí, exactamente ahí, en el trance entre la subjetivación y la objetivación acaece la autoficción. Ahí, imprecisamente ahí, en el desbordante y dionisíaco marco de una “posautonomía del arte”, es que el autor/artista legisla sus propias reglas de juego.
En mi caso la escritura es la expansión de las fronteras de lo incognoscible. En la escritura, así planteada, no hay certezas. Hay un campo de dudas ante las cuales demorarme es reflexionar acerca de la latencia de un, tal vez, campo minado debajo de uno de florecillas.
Pero vuelvo: hay una ubicuidad de todo. Una latencia de todo en nosotros, que debe llamarnos a la reflexión: el respeto por todo, por todos, a cada instante. También por la Muerte, Manuel. También por los muertos.
—En un verso afirmas que “el alma necesita del infierno para sentirse algo” ¿Cómo valoras a esa construcción antinómica de Cielo-Infierno?
Pienso que la humanidad, en el estadio actual de la historia, padece la anestesiada dolencia de la felicidad. El imperativo de ser felices constriñe tanto o más que una cárcel. La felicidad es una condena y una construcción discursiva destinada a deshumanizar y alienar. Eso me asusta. Siento lo siniestro manifestarse bajo la forma de una normalidad reglada, en la que los estados exaltados y voluptuosos del espíritu son reducidos a alteraciones mentales. Una circunscripción empobrecedora de la realidad y no exenta de animadversión. Entre el Más Allá y el Más Aquí, entre el Cielo y el Infierno, Yo y los Otros, lo dialógico es el puente movedizo sobre aguas tormentosas que debemos aprender a atravesar.
—¿Con este libro lograste exorcizar a los fantasmas que te atormentan, incluso el de tu padre?
Cuando mi padre murió, yo decreté su muerte. Yo labré en mi cerebro su acta de defunción. Eso fue de inmediato. El día en que velaban a mi padre en la cocina de la casa de mi infancia, sobre la mesa en que cada día almorzábamos (tal como se estila en nuestros pueblos y entre las clases más humildes), mi corazón ya estaba en paz. Recuerdo a las compañeras de trabajo de mi madre, todas docentes, sentarme en sus rodillas para consolarme. Pasé de regazo en regazo ese día hasta el atardecer. Ellas estaban más tristes que yo. Pues yo comprendí desde el principio que la muerte es el mejor premio que puede ofrendarnos la vida. Lo he dicho ya en mi novela Las tuberculosas: “La muerte es el último premio”.
Mi padre era un ángel y un niño; un demonio de lujuria, panamor o pansexualidad. Mi padre era mi hermano. Mi padre era mi hijo, a quien yo reprendía cada día porque tomaba mucho y la vida con él y sin él (cuando nos abandonaba por largos períodos), era de todas maneras un infierno. Mi abstemia lo recuerda, mi arcada frente al vino. Voluntariamente me he dedicado a esculpirme diferente a él. Pero del arte ambos somos huéspedes. El arte es para nosotros nuestro techo, nuestro pan de cada día. Ahí sí que somos dos gotas de agua para su resaca.
—En los puntos en común que buscaste, ¿descubriste también aspectos que te diferencian de ese padre que reconstruiste en el libro?
Descubrí que nos parecemos mucho. Las pocas diferencias que existen entre nosotros son más bien del orden de lo imperativo. A contrapelo de él, me niego a cometer sus mismos errores. Amo a mi familia. Voy a cuidarlos más allá de todo fin. Quiero estar siempre sobria para ellos. ¿Por qué sabés una cosa, Manuel querido? Cuando alguien ingresa a mi corazón, lo hace para el resto de la eternidad; a muy pocos he desalojado sin que me tiemble el pulso. Es ésta, llamémosle, mi contraética.
—¿Aquel cuchillo devenido lápiz es tu garantía de defensa en este mundo hostil?
Es el arma que afino y a veces blando. Pero a Dios gracias, más que una espada de Damocles, hoy por hoy, ese lápiz es un florete de esgrima. La belleza de jugar a defenderme frente a un contrincante que es, en realidad, mi par practicando conmigo, y viceversa. Es la estilización, el halo de movimiento de esa espada en el aire, lo que tanto, tanto me subyuga. Pero no mato ni hiero. Dibujo firuletitos inasibles. Bailo con mi lápiz la danza de la indefensión.
—¿Las pesadillas como fuente creativa te acosan frecuentemente?
Sueño poco. Duermo poco. Para serte sincera, vivo en un estado de vigilia. He tenido períodos de soñar. En esa época mi escritura abrevó de los sueños. De hecho, en Islandia hay todo un capítulo hecho de sueños. Cuando sueño, trato de aprovechar el material sensible que procede de ellos. Me ha pasado también trasponer sueños propios para algunos de mis personajes. Como en El silencio de Tamar. Los tres sueños que aparecen ahí son míos. El único sueño que no fue realmente mío, es el de Miguel, el protagonista de Ubi sunt.
De niña me atormentaban las mismas pesadillas: un partido de fútbol en el que los jugadores eran escarbadientes. Yo los contemplaba sentada al costado de uno de los arcos. Cuando alguno hacía un gol, se me acercaba y se me reía a carcajadas en la cara durante un rato largo; la carcajada reverberaba como proferida adentro de una caja de metal. Era horrible. O el sueño con volcanes que bullían y derretían a mi muñeca pelirroja. O la pesadilla de los escombros, mi casa reducida a ruinas como después de una guerra.
Pienso que los sueños son el aire, el ojo de buey por donde una ficción puede respirar. Ese es el valor que les doy. Y, a título personal, me ayudan a comprenderme, a detectar inquietudes de mi psiquis. Para mí, los sueños comparten con el I Ching esa singularidad sagrada: los dos te responden sobre conmociones internas que a veces ni vos mismo sabías que tenías. Hay como una inteligencia oracular, subcutánea, subterránea. Y, desde luego, los sueños son también el reporte acerca de otras realidades simultáneas en las que también habitamos. Creer que somos solo esto que está aquí, es reducir a muy poco nuestras posibilidades.
—¿Qué relación tiene el silencio como daga con el poema cuyas palabras se desintegran?
El silencio es un poema que solo Dios puede oír. El silencio en un poema es tan importante como las palabras. En el silencio radica el ethos del poeta. Desde una perspectiva musical y metafísica, también gráfica, el silencio es el espacio-tiempo, el biorritmo de una respiración. Pero también la sacralidad retrospectiva y prospectiva de las palabras que lo precedieron y que le seguirán. El silencio es en sí mismo una densidad meditativa.
—Lo prolífico de tu escritura ¿tiene que ver con un deseo de luchar contra el olvido, que siempre se parece a la muerte?
Lo prolífico en mi escritura tiene más que ver con un deseo de cumplir con mi misión lo más pronto posible para poder irme rápido de aquí. En ese sentido, escritura y muerte para mí van de la mano.
—En un momento de Pater dixit, expresas: “un poema verdadero se escribe solo / dictado de sí mismo” ¿Es algo usual este modo de inspiración en tus obras?
Es usual. Pero también está el trabajo de corrección posterior, que casi siempre está vinculado a la escansión, a la distribución espacial (y temporal) de los versos.
Esos versos que señalaste están muy ligados a una operación que aparece con cierta recurrencia en mi obra: la metatextualidad. Me gusta pensar el libro como el espacio simbólico ideal para reflexionar sobre la tarea literaria. Es una operación introspectiva en la que el libro se mira a sí mismo, el poema se oye a sí mismo; es ese el gesto de objetivación del que te hablé más arriba. La metatextualidad supone una distancia y a veces una ironía respecto del propio artefacto textual creado. Son reflexiones cercanas a un ars poética. Para Verlaine, por ejemplo, lo más importante era la música. Mientras para Valéry, la pureza in abstracto de las formas. Yo pienso en el poema. Una vez escrito, se transforma en una suerte de insecto clavado en un telgopor. Lo miro, lo contemplo, lo musito. Lo necesito auténtico. Y cuando siento que las correcciones han violentado su naturaleza, generalmente vuelvo al original o directamente lo descarto. Una vez terminado el poema, ya no soy yo quien lo ha escrito. O, para explicarme mejor, juego a no ser más yo. Juego a ser el lector. Esos son, a grandes rasgos, los engranajes de mi máquina de olvidar. Porque eso me pasa por lo general. No suelo recordar lo que he escrito. Me angustia recordar. Y, de un tiempo a esta parte, también leerles mi obra a las personas. Como poetas, prefiero siempre a los demás.
—Te refieres al don de la videncia y poderes que no sabías que tenías, ¿te preocupa que poseas dones que no puedas dominar o profundizar en su conocimiento?
Me preocupa defraudar al don. Me preocupa poseer algo para nada. La codicia de acumular lo sagrado para mí sola, eso me preocupa. En general, no tiendo a enojarme. Pero descubrí el hondo desagrado y malestar que me provocan las personas que dejan morir a su don. Siento cada vez más que las personas no son cabalmente conscientes de todo su poder. Ese descuido es, así lo creo, propiciado, alentado por las instituciones. Se impone un modelo pequeñoburgués de ser y estar en el mundo. O, el “Modelo”, como diría Leónidas Lamborghini en sus Comedietas. Ese modelo no ha hecho otra cosa más que empobrecer y empequeñecer a la humanidad. Me refiero a un empobrecimiento espiritual y, para usar una expresión pasoliniana, una vulgaridad expansiva que no es otra cosa que un alegato consumista y conformista. Un alegato y una apología.
El aburguesamiento de los artistas es un problema grave. Lo mismo que el de la estatización del arte. Cuando un artista es absorbido por el Estado, deviene empleado de mostrador. Se produce, pues, a mi juicio, la desauratización del artista a causa de la economía. Sé que mi visión del mundo puede parecer romántica. Pero pienso que nuestros artistas se han dormido en el regazo burocrático; en este sentido, profetas como Kafka o Gombrowicsz estremecen con la luz de sus vaticinios. El artista debe volver a ser el faro de su época. Temo a la coyuntura. Al imperio aplastante de la coyuntura, que no es otra cosa que el árbol que impide ver el bosque.
—El gallo de Miguel, Corajudo, ¿forma parte de una metáfora del renacer de las luchas de la vida?
Así es. Mi gallo de Miguel es una metáfora del renacer. Es, mutatis mutandis, mi Ave Fénix. Mi Corajudo, quisiera contarte esto, está profundamente inspirado en el gallo de un cuento del escritor tucumano Eduardo Rosenzvaig. Un día, revolviendo libros usados en Plaza Lavalle junto al poeta Andrés Kischner, descubrí en estado de éxtasis un libro titulado Antología del realismo desatinado. Era de Eduardo. Es una emoción muy fuerte para mí descubrir lejos de mi provincia, a los escritores de mi provincia. Lo mismo sentí al hallar novelas y poemas de Hugo Foguet. Cuando me pasa eso siento una nostalgia que no podría describirte más que señalándome el pecho…algo así como un hueco que se abisma. Entonces es cuando siento deseos de partirme en dos y estar allí y aquí en simultáneo.
—¿La presencia de tu hermana y tu madre en tu poesía es un anclaje con el mundo real?
La presencia de seres reconocibles, de habitantes de mi universo empírico responde a una vocación puntual de construir, a través del símil, un verosímil. Es la posibilidad de indagar en los límites imprecisos entre la autobiografía y la autoficción. Tensar, tensar el hilo finito que me vuelve, en varios libros, personaje de mí misma. Yo escribo autoficción. O la autoficción me escribe.
—¿Qué poder tienen objetos como el control remoto destrozado o el ventolín sobre la mesa? ¿Son señales que te llevan por caminos de creatividad?
Los objetos de la figuración juegan para mí un rol semejante al descrito por Roland Barthes a la hora de pensar la construcción del verosímil. Dice, tomando como punto de referencia, por ejemplo, al barómetro de Flaubert, que ese objeto está allí solo para recordarnos que esa ficción es real. Esto es, verosímil, creíble.
En mi caso, el control remoto destrozado que aparece en una escena de Pater dixit es algo así como la magdalena de Proust, o el tropiezo en la Plaza San Marcos. Esto es, un pretexto para la recuperación de la memoria. Lo que en cine da ocasión a un flashback y en literatura a una analepsis.
En cuanto al ventolín, este objeto que es en realidad la marca de un broncodilatador muy usado por los asmáticos (mi padre era asmático, un cantaste asmático; como a su turno mi hermana una bailarina asmática), cumple la función de ser un tropo literario: una sinécdoque. Pero para serte franca, y dada la ligazón que mi mente infantil hizo de ese objeto en su asociación con mi padre, es para mí una metonimia. Ese objeto me anunciaba la aparición de mi padre cada vez que volvía a la casa después de años y años de abandono. Cada uno posee un museo sagrado.
—¿Tiene un sentido liberador reconstruir a tu padre para luego olvidarlo?
Yo construí a mi padre. Y acto seguido lo destruí en mil pedazos. Así, más liviano, podrá viajar veloz como la luz que aspiro para él.
—¿Te seduce la muerte? ¿Piensas que tu poesía puede reencarnar?
La Muerte es la mujer más encantadora del mundo. ¿Cómo podría resistirme?
Acaso mi poesía reencarne. No lo sé. Pero si sucediera, me gustaría que fuera en una humanidad distinta. No voy a negarte que la idea de la reencarnación me angustia. Yo siempre le digo a mi familia: Cuando me muera, quiero morirme del todo. Quiero morirme para siempre.
Eso incluye a la poesía. Se me reprochará un exceso de inmanencia. Se me reprochará una carencia de ambición de trascendencia. Pero no estaré para saberlo.
—¿El final de Pater dixit anuncia un nuevo libro que se está gestando o fue una sensación mía?
Tu pregunta es una tentación que he considerado.
*Periodista, profesor de Letras e Historia y escritor