Adopción-La entregó cuando tenía semanas de vida. Natalia la perdonó y en el Día de la madre, les agradece a las dos: a la mujer que la tuvo y a la que la adoptó
Su mamá biológica la dio en adopción cuando todavía se alimentaba de su pecho. La familia que la adoptó nunca le ocultó la verdad y, durante su infancia y adolescencia, Natalia atravesó dudas y enojos: ¿Por qué la habían abandonado?
Con el tiempo, sin embargo, pudo ordenar las piezas. A su mamá biológica le agradece por haberse ocupado de que su beba recién nacida encontrara una familia. A su mamá adoptiva, por haberle permitido vivir “la emoción de ser hija”. Hoy lleva los dos apellidos: la de la mujer que le dio la vida y la de familia que la adoptó. En el Día de la madre, esta es la conmovedora carta que escribió Natalia Florido.
Mercedes ocultó su panza y tomó un micro que la llevó a El Bolsón. Dijo que viajaba por una oferta de empleo pero sobre el mediodía de un día frío de mayo de 1983 comenzó su trabajo de parto. Nací yo, Natalia, aunque ella me llamó Verónica Isabel Silva. Con el tiempo supe que me dio de amamantar durante algunas semanas hasta que se fue del hospital sin dejar rastro. Se fue pero me dejó con todos los derechos de la ley: había ido a parirme con la orden de un juez que autorizaba a dar a su beba en adopción.
Mientras tanto, en la localidad portuaria de Ingeniero White, en Bahía Blanca, Marta preparaba el almuerzo para su marido. Juan, su único hijo, estaba en cama con paperas y 39 de fiebre. El 29 de junio de 1983 sonó el teléfono. El llamado que tanto habían esperado había llegado: una niña había nacido y estaba apta para ser adoptada. Juan asomó su cara de fiebre a la cocina: su mamá lloraba. Prepararon un bolso con mamaderas y partieron al sur a buscarme.
Por las fotos de ese día sé que cuando llegué a casa estaban todos: las abuelas preparaban la bañera con agua caliente, los pañales, las mamaderas, me habían tejido una manta que aún conservo.
Crecí en una familia de “cuento de hadas” y no por la perfección sino por el amor incondicional con el que me criaron: siempre supe mi historia, la adopción siempre fue un tema en la sobremesa. Tanto, que yo solía armar unos enredos inmensos: creía que tenía dos mamás, una que me había llevado en su panza y otra adentro del corazón.
Tuve momentos malos, claro. Solía preguntarme por qué me habían abandonado. ¿Era porque no había sido tan linda?, ¿o quizás lloraba mucho? Recuerdo que cuando mi papá me retaba yo armaba mi mochila de Snoopy, salía a la vereda y le decía que me iba a ir y no iba a volver. Mis padres siempre estuvieron ahí, conteniéndome, aún en la pubertad, cuando yo les decía: “No me pueden retar porque ustedes no son mis padres”.
A veces veo padres adoptivos que transforman sus casas con grandes salas de juegos para los niños que llegan y les cuento que, pese a que tuve muchos juguetes, solo recuerdo mis cumpleaños, los cuadernos de comunicaciones firmados, la emoción de salir a escena en un acto y verlos en primera fila. La emoción de ser hija.
Ya estaba casada y tenía hijos cuando mi papá entró en una depresión profunda y fue internado en una clínica psiquiátrica. El médico me sirvió un vaso de agua y me dijo: “Démosle tiempo”. Salí, me senté en un banco y llame a mi mamá: “Tengo miedo de quedarme sola”, le dije. Sola, de esa soledad que solo la identidad entiende. El momento de conocer mi origen biológico había llegado.
Llamé al Registro de las Personas de El Bolsón, envié todo lo que me pidieron, mi papá se recuperó y yo me olvidé. Pero el 24 de junio del 2011, cuando ya tenía 29 años, me llamaron y me pidieron que buscara lápiz y papel. Tardé en caer en la cuenta de lo que estaba ocurriendo: estaba anotando el DNI, el teléfono y la dirección de mi mamá biológica.
Llamé sin pensarlo. Así me enteré de que le decían “Mecha” y que nadie sabía de mí. Mi mamá biológica había muerto un año antes y se había llevado mi existencia a la tumba. Mi hermana, sorprendida, fue a un ciber para verme a través de una cámara: ahí estábamos las dos, con los mismos ojos y la misma sangre, unidas por el derecho a la identidad que me había dado mi mamá biológica.
Mis padres adoptivos me acompañaron cuando mi hermana vino a Bahía Blanca a conocerme. Con ella nos dimos un abrazo que saldó 29 años de ausencia. Mis padres nunca habían tenido miedo de que los dejara de querer cuando conociera a mi familia biológica pero me confesaron que, hasta ese momento, todo había estado lleno de vacío.
La vida tiene ese misterio: te vas cruzando con muchas personas, algunas se quedan un ratito, otras toda la vida. Encontrar a mi hermana me hizo ver que la identidad se construye todos los días, pero que si esa identidad tiene un nombre, un olor, un lugar, la vida nos transforma. Mi hermana dejó de ser hija única para convertirse en mi hermana mayor y en la tía de mis cuatro hijos. El amor entre ellos es algo digno de ver, créanme.
Todos los días pienso que soy una afortunada porque tanto mi mamá biológica como mis padres adoptivos me enseñaron sus diferentes formas de amar y me entregaron el sentido de la responsabilidad, sensibilidad y cuidado por mi familia. Con mi mamá biológica me quedó pendiente el abrazo, el agradecimiento y el perdón. Nunca estuve enojada con ella pero pienso que, tal vez, ella necesitaba saber que yo la había perdonado.
Silva era el apellido de mi mamá biológica. Desde que encontré mis orígenes biológicos dejé de ser sólo Natalia Florido. Ahora soy Natalia Florido Silva, en homenaje a ella.
Escribo esta carta el Día de la madre, con la esperanza de que sirva para alumbrar en la oscuridad, para que aquellos que aún tienen miedo de adoptar se animen y sepan que en nuestro país hay niños, adolescentes y hermanos que esperan ser hijos, y que un niño nunca debería tener que probar que es digno de amor.
A quienes piensan en adoptar pero sólo si a un bebé les pido que abran sus ojos: hay muchos otros niños y adolescentes que hoy cargan con el peso de sus historias. La mayoría ha recorrido Hogares y sufre las consecuencias de las fallas del sistema de adopción. Que el sistema sea lento los afecta más a ellos que a nadie: hay chicos que entran con 7 años y, si alguien los adopta, se van con 12. Algunos no tienen esa suerte: egresan de los Hogares con la frustración de nunca haber sido adoptados. Ellos tienen más miedo que los adultos.
La adopción no es un problema, es una solución. No es un acto de caridad: es poder concretar el deseo de la maternidad y paternidad, es encontrarse y reconocerse en la mirada del hijo, de ese hijo que tapamos a la noche, al que le cantamos para que se duerma, al que esperamos que llegue a casa en su adolescencia. Como dice mi papá: “La espera es larga pero hay una razón por la que vale la pena: uno es padre para toda la vida”.
Natalia Florido preside la Red Argentina por la adopción y es autora del libro “Alumbrando en la oscuridad”.