Mario Salto fue violado y desmembrado en junio de 2016, las partes de cadáver fueron lanzadas a un descampado. La semana pasada, perros rastreadores conducidos por la Policía Federal llegaron hasta la casa y el altar del agrónomo Miguel Ángel Jiménez, el supuesto sacerdote diabólico detrás de la muerte del menor.
Las autopsias son cosas desapasionadas. El 10 de junio de 2016, los forenses Mariano Pagani y Julián Canilo agruparon las partes del cadáver de quien fue en vida Mario Agustín Salto, de apenas once años de edad, para analizarlas y redactar sus conclusiones. Mario, “Marito” para sus padres y familia, había desaparecido el 31 de mayo anterior en su pueblo, Quimilí, en Santiago del Estero, de poco más de 15 mil personas y a poco más de 200 kilómetros de la capital provincial. Lo habían visto por última vez mientras pescaba en la zona conocida como “La Represa”, una suerte de laguna, mientras pescaba con su caña.
“Marito” fue encontrado dos días después por un baqueano en un pastizal, exactamente en el otro lado del pueblo, su cabeza envuelta en una bolsa blanca, su torso y miembros en una bolsa negra: el baqueano, cuya casa quedaba a doscientos metros de dónde estaba el cadáver, vio cómo su perro arrastraba una pierna humana entre los dientes. La única cámara-domo en todo Quimilí había tomado horas antes a una moto con dos tripulantes que cargaban dos bultos, sin embargo, los intentos de mejorar la imagen fracasaron. Ocho días después, el cuerpo llegaba a los forenses Pagani y Canilo.
Solo las piernas habían sido separadas del cuerpo; los brazos seguían adheridos al torso. El corte de decapitación, notaron los forenses en su análisis, fue hecho “a la altura de la de la articulación de la tercera con la cuarta vértebra”, “preciso”, “con sección de los componentes neurovasculares.” Pero lo cierto es que “Marito” no murió decapitado: antes fue estrangulado hasta su último aliento, “una asfixia mecánica por estrangulamiento con un elemento tipo alambre o cable de acero”, apuntaron los forenses. Fue vejado por el recto antes de morir, en un lapso no mayor a 12 horas antes de su deceso, de acuerdo a múltiples desgarros detectados en la autopsia “con un objeto romo semirrígido, animado de fuerza y movimiento”. Muestras tomadas en las uñas y la zona anal correspondieron a un perfil de ADN distinto al del niño, que en pruebas posteriores probó ser parcial, insuficiente para identificar a un posible sospechoso.
Así, los forenses sellaron su informe con sus sellos de goma del Poder Judicial provincial y lo enviaron. La muerte de “Marito”, hijo de Mario Salto padre, peón rural, se convertía en el crimen más brutal de la década, un infanticidio grotesco, sin presunto móvil ni explicación.
“¿Vos decís que me ate en la Plaza de Mayo? ¿Llevo cadenas?”, le preguntaba Mario padre a Infobae en septiembre del año pasado, sin respuestas ni saber qué hacer, mientras denunciaba una causa frenada y pedía peritos especializados para esclarecer el crimen. Había dos detenidos locales de vuelta en Quimilí, ambos hermanos, de apellido Ocaranza, con escasas pruebas en su contra, señalados por apenas algunos testimonios. El caso tuvo una marcha caótica, incierta, bajo tres jueces de instrucción. El primero en la lista, Miguel Ángel Moreno, fue recusado por los defensores de los Ocaranza, hoy libres: Moreno tuvo que dejar el expediente
La autopsia original, por su parte, fue cuestionada por investigadores del caso y por el padre de “Marito” mismo: el cuerpo del menor fue enviado este año a la Morgue Judicial de la calle Viamonte en Capital Federal para nuevas pericias, con el Juzgado de Transición Nº1 a cargo de la doctora Rosa Falco como nuevo titular del expediente junto a la fiscal Olga Gay de Castellano. La jueza Falco dio intervención a la división Homicidios de la Policía Federal, bajo la Superintendencia de Delitos Violentos. El domingo pasado, la investigación por la muerte de “Marito”, a casi 18 meses del hecho y luego de 13 cuerpos con más de 2600 fojas con 50 perfiles genéticos analizados, avanzó otra vez. La división Homicidios llegó a una casa sobre la calle Mitre, en las afueras de Quimilí.
El cura local estaba nervioso frente a la casa, bendecía a los policías entre vecinos que repartían rosarios. Un grupo de perros rastreadores provenientes de San Luis, Entre Ríos y de la Brigada Nacional Canina K-9 de Bomberos Voluntarios, asentada en Punta Alta, había apuntado a la casa de Miguel Ángel Jiménez, un productor agropecuario local de 58 años, dedicado al negocio del algodón. Jiménez -cuyo ADN estuvo entre los 50 analizados a lo largo del caso- era una suerte de benefactor para Quimilí, le había ofrecido apoyo a la familia Salto, de vez en cuando daba para caridad, pero los vecinos del pueblo no le tenían demasiado aprecio; le dedicaban insultos mientras lo allanaban, detrás del cordón policial. El odio de pueblo iba a la par del miedo a lo sobrenatural. El pueblo de Quimilí apodaba “El Brujo” a Jiménez, “El Terrible” era otro apodo frecuente. Y “El Brujo”, en su casa, tenía un altar, con una gran efigie de San La Muerte y una bandera de la deidad, pequeños amuletos, todo dentro de un placard.
Pero adorar a San La Muerte no es el problema. Un perro rastreador llamado Halcón se lanzó ladrando sobre la mesa de luz. Los policías de la división Homicidios encontraron allí una carta, una suerte de pacto: “Ya tengo su virilidad, su juventud, su fortaleza. DAME LO QUE PIDO”, decía. Otros cajones revelaron recortes de diario sobre el infanticidio de “Marito”, papeles como amuletos que leían “dame tu fuerza, 666”, la efigie del ojo en el triángulo, el antiguo símbolo de la providencia divina. La hipótesis, para la jueza y la PFA y la jueza Falco, es tan simple como horrible, según apuntaron investigadores del caso a Infobae. “Marito” murió en un crimen ritual bajo una teología demente: lo mataron para cosechar su energía vital.
La mujer de Jiménez, Arminda Díaz, docente y directora de escuela, también fue detenida, así como un hijo de Díaz y otro hombre oriundo de Quimilí. Si Jiménez es realmente culpable, entonces su culpa está teñida de un cinismo absoluto: “El Brujo” fue filmado participando de de las marchas para pedir justicia por “Marito”, un clásico de los asesinos de pueblo. Entre los cajones de la casa, los perros encontraron una carta. “El Brujo” no habría actuado solo: la carta era el pacto firmado entre quienes masacraron a “Marito” y su dios. Llevaba una serie de firmas, entre ellas las de Jiménez y dos hombres, viejos conocidos en la trama alrededor de la muerte de Marito: Rodolfo Adrián Sequeira, “Rody”, un changarín de 45 años, Ramón Rodríguez, “El Burra”, de 59 años.
Un testimonio reservado había señalado a “Rody” como presunto entregador de “Marito”, el encargado de raptarlo. “El Burra” era su compinche habitual en la noche del pueblo: Rodríguez había sido indagado, con claras contradicciones sobre dónde había estado al posible momento del crimen. Hay también un tercer involucrado, Daniel Tomás Sosa, “Chicho”, de 23 años: testimonios reservados lo señalan como el encargado de seguir los movimientos del niño.
Sequeira, por ejemplo, estuvo preso por la muerte de “Marito” en 2016. Luego, salió. Hacía falta más para encerrarlo a comienzos del caso. Hoy, “Rody” está detenido nuevamente, así como “El Burra” y “Chicho.” Lo que dijo en su indagaroria fue incendiario. Sequeira negó haber participado en el hecho, acusó a Jiménez y al ex juez Moreno de haberle armado una causa en su contra. “Los policías que investigaban el caso iban a la casa de Jiménez, el ex juez Moreno andaba con Jiménez en las diligencias que se hacían, eso lo sabe todo Quimilí”, aseguró Miguel Torres, abogado de Sequeira, en declaraciones a Nuevo Diario de Santiago del Estero.
Los perros conducidos por la PFA fueron quienes siguieron el rastro para llegar hasta ellos. La investigación original, por lo visto, fue por lo menos escasa; casi 18 meses después, las pruebas para esclarecer la muerte de “Marito” seguían ahí, en Quimilí.
La división Homicidios, luego de revisar los 13 cuerpos del expediente, decidió comenzar, básicamente, desde cero, desde el lugar en donde fue encontrado el cadáver de “Marito”. Llevaron allí a un grupo de perros y a una pieza de evidencia clave: un calzoncillo que fue encontrado junto al cuerpo, con sangre del menor y un líquido que sería, presuntamente, semen. Un perro olió y comenzó a ladrar hacia un pastizal a varios metros de distancia, hasta llegar a una billetera. Estaba llena de anotaciones: “Marito”, “666”, otra vez el ojo dentro del triángulo. Con ese olor en su nariz, el perro siguió: no tardó en llegar a la casa de la hermana de Sequeira en Quimilí. Comenzó a ladrar hacia un armario, que contenía una gomera con la letra “M” grabada en su empuñadura.
Los perros siguieron, afirman investigadores del caso, a la casa de “Burra” Rodríguez. Una bolsa de plástico estaba oculta dentro de una letrina: contenía pelos, inscripciones con el número 666, otra vez el ojo en el triángulo, noticias sobre el crimen de “Marito.” Un perro muerto y ya podrido colgaba de un árbol, cerca de velas; una losa cercana al árbol tenía rastros de sangre, de acuerdo a un test de luminol. Una campera negra fue encontrada en una chatarrera donde había trabajado Sequeira. “El jefe ya sabe”, decía otra anotación. “El jefe” no habría sido otro que Miguel Ángel Jiménez. El allanamiento a la casa del agrónomo llegó poco después.
La investigación, a pesar de estas detenciones, sigue abierta. La carta del pacto firmada por los supuestos firmantes del rito incluye otros dos nombres más. La PFA y la jueza Falco están tras ellos.
Fuente: Infobae