“Yo era la mitad de esta negra que ves hoy”, dice. Y está hablando de ella, a los 16 años. Una adolescente delgada, rebelde, de cabello oscuro y ondulado, que creyó que tomarse un micro en Chaco y venir a la Ciudad de Buenos Aires era la única forma de progresar. Su padre era albañil, su madre, lavandera, y sus recuerdos de la infancia eran en campos de algodón, trabajando junto a sus seis hermanas. Su madre se enojó, le dijo que no se fuera. “Ojalá la hubiera escuchado”, piensa ahora. Cuando llegó a la Ciudad, el hambre, la soledad, la desesperación y la intemperie se aliaron para convertirla en “la puta de todos y de todas”.
Sonia Sánchez -ahora tiene 53 años- entra a una oficina, acepta un café y pide sentarse de frente a la puerta. “Todavía no puedo estar de espaldas. Los años que pasaron y ese miedo no se fue”. Es una militante abolicionista -sostiene que la prostitución no es un trabajo- y su postura está sostenida en su historia. Lo que está por contar, a veces interrumpida por un llanto silencioso, es cómo sobrevivió a seis años de prostitución y trata, que incluyó una violación masiva llamada, en la jerga, “bautismo”.
¿Qué pasó cuando llegaste a la Ciudad?
Vine a trabajar como empleada doméstica cama adentro en una casa de Floresta. Me levantaba a las 5.30 para prepararle el desayuno a mis patrones y a sus hijas y terminaba de limpiar de madrugada. Los domingos por la tarde, durante el único rato libre que tenía, leía el diario que dejaban. Un día vi en los clasificados que a las domésticas les pagaban más que a mí y pedí un aumento. Mi patrona me dijo que no y yo, sin pensar que era menor ni que estaba sola, le dije: “Entonces búsquese a otra”. Me fui a un hotel muy económico y empecé a buscar trabajo.
¿Cómo terminaste viviendo en Plaza Miserere?
Nadie me dio trabajo porque no me conocían. Nadie podía decir: “Sonia Sánchez es buena, friega bien y no va a robar”. Dos semanas después, volví al hotel y, como ya debía, el dueño no me permitió ni sacar mi ropa. Empecé a caminar por Rivadavia sin saber qué hacer, hasta que llegué a Plaza Once. Recuerdo el miedo que sentía. Dormía de día en el tren Sarmiento porque ahí me sentía protegida y de noche, como era muy flaquita, me escondía en los recovecos del mausoleo de la plaza. Yo no sabía lo que era pedir así que revolvía la basura para comer. Seguía buscando trabajo pero cuando me preguntaban el domicilio, me contestaban: “Una plaza no es un domicilio legal”. Todo me fue empujando cada vez más afuera de la sociedad.
¿Cómo entra la prostitución a tu vida?
Así sobreviví cinco meses. Pasé en la plaza Navidad, Año Nuevo. Hasta que un día, el miedo, el hambre y el frío hicieron implosión. Me acerqué a una mujer que siempre andaba por ahí y le conté lo que me estaba pasando. Ella me dio unas monedas, me dijo que fuera a comprar un champú y un jabón y que me duchara en el baño de la estación. Volví a la plaza y le pregunté: ¿Y ahora qué hago? Me dijo: “Nada, sentate, los hombres van a hacer todo”. Así fue. Esos hombres me hicieron la puta de todos y de todas. Por eso digo que ser puta no se elige con libertad, como ser presidenta, diputada o periodista. La falta de educación, de trabajo y de vivienda te empujan a eso.
¿Qué recordás de esa primera vez?
Poco porque me anestesié, dejé de sentir. No recuerdo la cara del primer varón prostituyente, ni qué me hizo. Sólo recuerdo cuando volví a ducharme, ya sola, en un hotel familiar. Lloraba bajo la ducha. Me había dado cuenta de que para tener ese baño y esa comida caliente tenía que volver a pasar por lo que había pasado un rato antes.
¿Trataste de salir de esa situación?
Sí, porque además me llevaban detenida a cada rato. Y como no tenía un fiolo para arreglar la coima con la policía, me dejaban adentro. Un día, salí del calabozo y compré el diario para buscar trabajo, y encontré un aviso que decía: ‘Se necesita camarera cama adentro, buen pago, en Río Gallegos’. Fui. Le dije al hombre que no sabía ser camarera pero que iba a aprender. Al día siguiente, muy temprano, llegué a Aeroparque. El hombre ya estaba ahí, sacó mi pasaje y me subí por primera vez en la vida a un avión. Cuando llegué, un remisero me llevó a mi nuevo trabajo.
¿El trabajo de camarera había sido un engaño?
Era mentira. Estaba en un prostíbulo de Las Casitas, un barrio entero de Santa Cruz en donde hay uno al lado del otro. Había otras 10 chicas, todas de 16 o 17 años, como yo. Estaban en cinco habitaciones, a las que hoy llamo “cuartos celda”. En la misma habitación en la que dormíamos teníamos que hacer los pases. Quiero ser clara con las palabras, porque “pase” suena a “bienvenido, pase”: un pase es la penetración anal, vaginal y bucal. Y una mujer prostituida puede hacer 30 pases por noche. ¿Puedes imaginar eso?
¿Qué hacías para soportarlo?
Para sobrevivir en este campo de concentración, tenés que separar tu cabeza de tu cuerpo. Yo pensaba en un rico asado, en un helado. Las putas que tienen hijos piensan en ellos: ¿habrán salido del colegio? ¿habrán hecho la tarea? Son segundos, porque después tu cabeza vuelve a registrar lo que te está haciendo el hombre que está encima de tu cuerpo.
¿Qué pasó después?
Esto se lo digo a quienes quieren reglamentar esta violencia como trabajo. Uno de los trabajos sexuales, entre comillas, que le hacen hacer a una mujer prostituida se llama bautismo, fijate qué bonito nombre. Al cuarto día de mi llegada, cerraron el lugar y me quedé sola. Le pregunté a Marta, la traficante que regenteaba el lugar, qué pasaba y me dijo: “Ah Sonia, hoy sólo vienen los amigos de la casa”. Esta mujer tenía un perro adiestrado muy grande, siempre llevaba un revólver en la cintura. Yo era, en la jerga, “la carne nueva”. Empezaron a llegar. Eran 25 hombres de todas las edades. Todos pasaron por mí, no una sino 3 veces cada uno, anal vaginal y bucalmente. Eso es un bautismo: una violación masiva y pública. Recuerdo flashes. Recuerdo que yo miraba a esa mujer, le pedía socorro con la mirada, pero ella sólo anotaba cuántas veces eyaculaba cada uno.
¿Alguien te ayudó?
Al contrario. Estuve dos semanas internada, estaba muy lastimada. Esos doctores y esas enfermeras sabían de dónde venía y qué me había pasado. Pero ¿a quién le importa una puta? Si total, uno mira a las putas que están paradas en una esquina y piensa “Ah, ésta eligió la vida fácil, abre las piernas y listo, que vaya a laburar”. ¿Sabés qué pasó después? Volvieron a buscarme y me llevaron de vuelta al prostíbulo.
¿Cómo rompiste con eso?
Me escapé pero todavía no recuerdo cómo. Supongo que habré llegado por tierra, no sé cuántas violaciones más habré aguantado para poder llegar a Buenos Aires porque las putas no manejábamos dinero. Sólo recuerdo cuando volví a verme en la plaza. Pesaba 44 kilos. Seguí en la prostitución durante un año más hasta que un varón prostituyente me dio una golpiza terrible, un conserje me salvó la vida. Y ahí entré en un shock emocional profundo y empecé a liberarme de la prostitución. Verás que no los llamo clientes: esa palabra maquilla la violencia y supone que estás vendiendo algo. ¿Qué vas a vender si tu cuerpo no te pertenece?
¿Cómo comenzaste a reconstruirte?
Cuando eres puta estás desnuda todo el tiempo, pero no te miras. No lo haces porque, si te miras fijamente, no vas a poder tolerar lo que han hecho contigo. Tuve que recuperar mi cuerpo, habitarlo. Tuve que reconocer que la vergüenza que sentía no me pertenecía a mí sino a los miles de varones prostituyentes que me pasaron por encima. Le pertenecía también a la sociedad, por mirar para otro lado y al Estado, que es el primer proxeneta, el primero que viola tus derechos. Y lo digo porque creo que si mis padres hubieran tenido un salario digno y yo una buena educación, no habría sido puta. Tuve que entender que ninguna mujer nace para puta, te hacen puta cuando abusan de tu vulnerabilidad. En definitiva, para decir basta tuve que matar a la puta que habían construido dentro de mí.
¿Lograste habitar tu cuerpo?
Cuando era puta tuve cinco abortos. Ahora tengo un hijo de 21 años, que nació después de dejar la prostitución.
¿Qué pasó con el traficante que te llevó a Río Gallegos?
Debe tener 60 años, porque era apenas más grande que yo. Tenía muchos rulos, le decían Tarantini. Sigue traficando mujeres y hoy es millonario.
¿Qué les dirías a los padres que aún llevan a sus hijos “a debutar”?
Que les enseñen a disfrutar desde la no violencia. Que el varón que va a debutar con una puta no la pasa bien, y la puta tampoco. Lo digo por experiencia, porque incluso para mí fue traumático cuando lo tuve que hacer con un chico. Hay que deconstruir esa masculinidad, porque los que van de putas son nuestros maridos, nuestros hermanos, nuestros políticos, nuestros padres. Yo soy feliz cuando voy a una escuela y les cuento a los alumnos todo ésto para que no se conviertan en varones prostituyentes, y les advierto a las chicas cómo pueden caer en la prostitución buscando trabajo. La única forma de luchar contra el negocio de la venta de vidas y el alquiler de cuerpos, es desde la educación.
¿Por qué decís puta y no trabajadora sexual?
Cuando dicen trabajadora sexual, maquillan la violencia porque la palabra “trabajo”, dignifica. Además, decir que esa mujer está trabajando le baja la desocupación al gobierno de turno. Cuando decís “mujer en situación de prostitución”, suena suavecito, como un lugar de paso. Cuando decís puta, no hay nada más que decir.