Nació en el campo y es hija de un veterano de la Primera Guerra Mundial y de una mujer analfabeta. Había ido sólo a primer grado, hace casi 80 años. Ahora que pudo dejar la silla de ruedas, decidió volver a empezar. Una historia de vida digna de conocer!!!

Eran siete hermanos y vivían en el campo, al sur de Córdoba. La tarea de los mayores era ayudar al padre -italiano y veterano de la Primera Guerra Mundial- a trabajar la tierra. La de ella, que estaba entre los menores, era montarse a un caballo y vigilar, durante todo el día, que no se escaparan los animales. Dominga tenía 7 u 8 años cuando apareció una oportunidad efímera: ir en sulky hasta el pueblo, donde había una maestra.

Con mochila en la espalda

“Así hice primer grado y primero superior. Después, nada más, querida. No estábamos en condiciones de seguir estudiando”, cuenta “Minga” Ghersi. Todos en Brinkmann, el pueblo de 10.000 habitantes en el que ahora vive, sacan pecho cuando la ven caminar a paso lento, con su bastón y su mochila en la espalda. Es que “Minga” tiene 86 años y acaba de empezar la primaria de cero.

Infancia dura

La infancia en Lozada -un paraje agrícola que hoy tiene poco más de 1.000 habitantes- fue dura. “Trabajaban la tierra a mano. Andaban sin zapatillas, comían las sandías o los melones que guardaban debajo de la paja”, reconstruye Malvina, una de las hijas de Minga, a partir de los relatos familiares. “Ella pasó muchos años sin conocer el valor del dinero, porque hacían trueques: cambiaban maní por gallinas o verduras”.

El dolor de la guerra

La mamá de Minga “no sabía ni escribir su nombre” y el papá era un hombre retraído, traumatizado por el horror de la guerra, un hombre que había sufrido la fractura de sus dos piernas en un enfrentamiento y que había sobrevivido “haciéndose el muerto”.

Fue hace casi 80 años, cuando la educación no era considerada esencial para el desarrollo de un niño. Con esa maestra de pueblo, “Minga” y algunos de sus hermanos aprendieron lo básico: leer, escribir, hacer cuentas simples.

La bisabuela con parte de la familia.

A los 10 años

El segundo trabajo de “Minga” fue cuando tenía 10 años y empezó a cuidar a los hijos de otras familias del campo. A los 12 se mudó a Brinkmann, el pueblo cordobés en el que vive, y empezó a trabajar como empleada doméstica. A los 16 una prima le enseñó a coser. A los 18 y en un baile del pueblo conoció al hombre de su vida.

Se casaron en 1955 y tuvieron tres hijos. Tal vez de él, que murió demasiado joven, haya tomado el ejemplo: “Él era un gran lector aunque tampoco había hecho la primaria. La hizo de grande, cuando ya estábamos casados y teníamos a los chicos. Salió mejor alumno y al año siguiente lo eligieron intendente del pueblo”, cuenta ella.

“Me faltaba algo”

“Yo siempre había sentido que me faltaba algo. Este año dije ‘basta’. ¿Por qué no voy a poder hacerlo?”, cuenta. Recién había vuelto a caminar con bastón cuando le dio la noticia a su hija. Malvina fue quien la ayudó a armar su primera mochila: un cuaderno de tareas, una carpeta, una cartuchera. “Lo mismo que llevan los chiquitos que van a primaria”.

Arrancó haciendo algo que jamás había hecho: palabras cruzadas. Le hicieron pintar escudos y ya le enseñaron “cosas de matemáticas que no sabía, por ejemplo las decenas y las centenas”, cuenta ella.

“Para qué estudiar ya?”

“¿Para qué?”, le han preguntado. “¿Para qué ponerse a estudiar a esta altura de la vida?”, ¿y si no llega a terminarla? “No importa si termino o no, tampoco si voy a poder hacer al secundario después. Me importa cada día de mi vida hoy. Yo voy feliz a estudiar, siempre es bueno aprender algo nuevo, estar con mis compañeros”. “Minga” es la mayor entre los alumnos, por eso la aplaudieron el primer día de clases, apenas la vieron llegar.

A las redes sociales

Fue Agustín, uno de sus nietos, quien contó la historia en sus redes sociales y volvió a su abuela una celebridad (el post ya tiene 74.000 likes). Malvina quedó impactada con la repercusión que tuvo la historia de su mamá, leyó miles de comentarios de admiración y sólo uno que decía: “Con qué necesidad, si se va a morir…”

Esperar la muerte, sentado…

“Yo he visto mucha gente mayor sentarse en una silla con el televisor apagado a esperar que la muerte llegue– cierra Malvina, que tiene 60 años-. Yo creo que no importa lo que pase en el futuro sino lo que está viviendo ahora, porque está entusiasmada y tiene una meta, algo que mucha gente joven no tiene. Creo que esa es la fórmula y que mi mamá nos está dando una lección a todos”.

fuente. infobae

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