El hombre era muy religioso y de principios estrictos. Formó una familia numerosa. Cuando se divorció, por falta de dinero de la madre, obtuvo la custodia de los menores. Pero un día la rabia lo llevó a cometer el peor de los crímenes. Su espeluznante testimonio, las últimas palabras de los pequeños y el llanto del jurado cuando lo condenó.

Como todos los días a las siete en punto de la tarde sonó el teléfono en la casa de los Jones en Red Bank, en el estado de Carolina del sur, Estados Unidos.

Atendió Timothy, 31, divorciado y padre a cargo de 5 hijos. Del otro lado de la línea, estaba su exmujer Amber Kyzer de 29 años. Detrás de la voz agitada de su exmarido ella podía escuchar un barullo no habitual. Oyó que Nahtahn, que tenía 6 años y era el segundo de sus hijos, lloraba. Pidió hablar con él. Nahtahn apenas podía enhebrar las palabras, estaba sin aliento.

Amber oía que Timothy gritaba enojado porque Nahtahn había provocado, un rato antes, un corte de energía eléctrica. El pequeño le contó angustiado a su madre que había sido sin querer: “Mamá, no fue a propósito te lo aseguro…”. Amber intentó calmarlo: “Te creo hijo, tranquilo”. Pero su respiración no se recuperaba.

Timothy, que escuchaba atentamente la conversación entre madre e hijo enloqueció, le quitó el teléfono a Nahtahn de las manos y vociferó: “¡¿Por qué vos siempre estás defendiendo a los chicos?! ¡¡Callate la puta boca!!”.

Acto seguido colgó. La llamada había durado apenas 3 minutos.

Amber llamó 7 veces más, pero nadie respondió. Esa había sido la última vez que hablaría con sus hijos.

El infierno acababa de encenderse.

Era la tarde del jueves 28 de agosto de 2014 cuando se despertó el monstruo intramuros en el hogar de la familia Jones. Poco después de volver del colegio empezaron los problemas. El castigo a Nahtahn estaba en curso cuando llamó su madre. Había arrancado un par de horas antes.

Timothy Ray Jones Jr, así era su nombre completo, quería que su hijo escarmentara por haber provocado un peligroso cortocircuito jugando con los enchufes. Lo puso a hacer flexiones y sentadillas sin descanso en el medio del living. Finalmente, dice Timothy, lo mandó a la cama donde Nahtahn se desplomó… para siempre.

Caído Nahtahn su padre no llamó a emergencias, ni a la policía, ni a nadie. Mientras él elucubraba qué hacer, sus hijos contemplaban pasmados el cuerpo de Nahtahn. A la una de la mañana, Timothy quiso fumar. Se le habían acabado los cigarrillos. Le pidió a su hija mayor Merah, de 8 años, que fuera con él. Subieron a su auto Cadillac Escalade y manejó hasta un kiosco de la zona. Elías, de 7 años, quedó aterrado esperándolos, cerca de su hermano fallecido. Gabe (2) y Abigail Elaine (1), los más pequeños, dormían.

Cuando volvieron, su padre se dijo en voz alta: “Mi vida se fue a la mierda”. Tanto Merah como Elías estaban en pánico. Su padre fumó un par de cigarrillos mientras decidía qué hacer con su futuro. Acabaría con todos. Con toda esa vida que tenía. Y lo que nadie jamás podía haber imaginado, ocurrió.

Primero se dirigió a su hija Merah. Las últimas palabras de su primogénita, según sus propios dichos, fueron: “Papi, te quiero”. Cerró sus manos sobre su cuello hasta que ella dejó de pelear y moverse. Luego fue por Elías y repitió la operación: manos firmes alrededor del cuello hasta que llegó la quietud.

¿Habrá presenciado Elías la muerte de Merah? ¿Habrá querido escaparse? ¿Habrá gritado pidiendo ayuda? ¿Habrán despertado sus gritos a los más chicos? No lo sabemos.

Con los mayores inertes, Timothy fue a buscar a los menores que descansaban indefensos en sus camas. Pero encontró con sorpresa que sus manos resultaban muy grandes para tan pequeños cuellos. Recurrió entonces a un cinturón que les enroscó en la base de las cabezas y apretó con determinación. No dudó. Primero Gabe, luego Abigail.

¿Se habrán despertado? ¿Se dieron cuenta de que las manos de su propio padre eran las que estaban ahorcándolos? No lo sabemos.

Lo que sí se sabe es que actuó como un depredador frente a sus presas: primero eliminó a las que ofrecerían más resistencia dejando para el final a las más vulnerables.

Timothy estaba lleno de rabia. Una furia candente se acumulada, desde hacía meses, en su interior.

No solo estaba enojado por el corte de energía y la llamada protectora de la madre de sus hijos. El creía que Merah y Nahtahn estaban complotados en su contra con los servicios sociales para que le revocaran la custodia: en los últimos seis meses una maestra y una babysitter lo habían denunciado a las autoridades. Las dos veces fue Nahtahn la víctima que habían detectado maltratada. Nahtahn, el que siempre lo sacaba de quicio con sus actitudes. No casualmente sería el primero en morir.

En la cúspide de su ira estaba el hecho de que su exmujer lo hubiera abandonado por un vecino mucho más joven. Eso horadaba su permanente inseguridad. Se sumaba que sus nuevas relaciones de pareja tampoco funcionaban. Aquella tarde mortal su cólera estaba a punto de ebullición.

Un rato después de haberlos estrangulado Timothy dispuso los cuerpos sobre unos plásticos y sábanas en su auto. Manejó sin rumbo fijo, durante una semana, por el sudeste de los Estados Unidos. Durmió con los cuerpos dentro del coche, pero el olor se volvió imposible. Los metió en bolsas de basura y los tiró en un área boscosa, en una zona rural de Camden, Alabama.

Mientras, las autoridades y su madre Amber, los buscaban intensamente. Como era el progenitor que tenía la custodia principal no se había activado la famosa Alerta Amber, el veloz sistema de búsqueda de menores secuestrados en los Estados Unidos. Pero aun así el Sheriff McCarty, con su equipo de policías, contó con la asistencia del FBI para buscar a Timothy Jones y a sus 5 hijos.

Nueve días después, el sábado 6 de septiembre de 2014, en un simple control caminero en Mississippi, un oficial de policía detectó “olor a muerto” en el Cadillac Escalade. Revisó el automóvil y encontró sangre, gusanos y marihuana. Al chequear la patente descubrió también que ese automóvil era buscado en relación a 5 hermanos desaparecidos. Timothy fue detenido e interrogado. Confesó sin demasiadas vueltas.

El único testigo con vida de las escenas dentro del hogar es Timothy: fue él quien relató cómo habrían sucedido los hechos.

Amor, familia y estrictos rezos

Amber Kyzer y Timothy Jones estuvieron casados 8 años. La pareja se conoció en el 2004, cuando trabajaban en Castillo Encantado, un lugar de entretenimiento para chicos, en Chicago. Amber tenía solo 19 años y no había terminado la secundaria. Él era un joven brillante, un genio de los juegos de computadora y de las matemáticas. También era un hombre de principios religiosos muy estrictos.

Amber pensó: “Wow, este hombre lo tiene todo (…) Parecía perfecto… estaba inscripto en el colegio, se mostraba muy involucrado con la Iglesia Apostólica Pentecostal, trabajaba y hacía planes para estudiar medicina en la universidad”. Se enamoró perdidamente. Explicó: “Era tan inteligente, tan inteligente… Todo lo que decía que iba a hacer lo hacía. Yo encontraba eso muy honorable”.

Amber, entonces, comenzó a ir con él a los servicios religiosos. “La iglesia no creía en los períodos largos de noviazgo (…) Decían que era muy incitante andar tanto tiempo juntos sin estar casados (…) Él ya estaba dando discursos en la iglesia y pensó que era más apropiado casarse”, recordó Amber.

Todo fue tan veloz que 6 semanas después de conocerse estaban casados.

La Iglesia Pentecostal a la que pertenecían era muy severa: las mujeres no podían cortarse el pelo y no debían usar pantalones, ni make up, ni alhajas. Además, tenía que escuchar a su marido, tener muchos hijos y ser sumisa. Timothy era intransigente con sus principios morales y Amber, encandilada, lo aceptó todo.

Se mudaron a Mississippi, donde él se graduó como ingeniero en computación en la Mississippi State University. Era el primero de la familia Jones en tener una carrera. Se había graduado summa cum laude (con honores) estando casado con hijos y teniendo varios trabajos. Su familia no podía estar más orgullosa.

Cuando encontró empleo en la compañía de software Intel, Amber tuvo la ilusión de que con ese buen sueldo la vida les cambiaría. Pensó que se mudarían del campus universitario a una linda casa con jardín y que contratarían la ayuda de una niñera. Pero no. En vez de eso, Timothy eligió comprar una casa rodante destartalada y la ubicó en una zona desolada de Red Bank, en el estado de Lexington. Y en lugar de contratar niñera compró 30 pollos, 3 cabras, dos pavos y 3 conejos.

Con cinco hijos, sin auto y un terreno lleno de animales Amber tenía demasiado de que ocuparse. Empezó a percibir su hogar como una cárcel. Él trabajaba fuera todo el día y, encima, pretendía que los chicos fueran escolarizados en casa: quería que fuera ella la que les diera clases. Esto último no fue posible debido a que ella no tenía diploma secundario.

Amber no era feliz, no daba más con esa vida que Timothy la había impuesto a la fuerza y que ella no había elegido. Cada día estaba más insatisfecha con su matrimonio. Nada era lo que ella había pensado. Odiaba la actitud de su esposo que pregonaba que las mujeres eran para ser vistas, pero no para ser oídas.

Todos le decían a Timothy que no debía interpretar la Biblia tan literalmente, pero él los ignoraba. Amber se sentía despreciada: “Solo estaba para cuidar a los chicos y para sacarlos de su camino cuando él estaba ocupado. Tenías que hacer todo lo que él quería como marido”, reconocería ella años después. Además, no tenía cerca a su familia para que la ayudara.

Se sentía fuera del mundo. Sola, atrapada y sin movilidad, cayó en un affaire peligrosamente cercano con su vecino.

Fin de un espejismo

En el 2012, Amber con 27 años, decidió dar un paso definitivo: terminaría con su matrimonio. Ella ya había comenzado la relación con otro hombre más joven: su vecino Shawn Kyzer (es su marido actual y con quien tuvo una hija) que tenía en ese momento 19 años.

Amber había madurado con el sufrimiento y sabía qué tipo de pareja quería tener. Pero ella no trabajaba, no tenía auto, no poseía registro, no podía pagar un alquiler… Si quería divorciarse, su única salida, era dejarle los chicos a él. Timothy era el que manejaba dinero, el que trabajaba, el proveedor.

Con las cartas sobre la mesa, Timothy comenzó a tener sesiones con un terapeuta familiar, el doctor April M. Hames. Finalmente, hacia finales de octubre de 2013, se concretó el divorcio. De mutuo acuerdo la custodia principal de los chicos sería para Timothy. A la madre se le garantizaron visitas regulares. Podía verlos solo los sábados en el restaurante Lexington Chick-fil-A y Timothy tenía que estar presente.

Él tenía su abogado; Amber, en cambio, no tenía letrado porque no podía pagarlo.

“Pensé que estaba tomando la mejor decisión que podía. En ese momento confiaba en mi marido que había prometido cuidarlos”, dice ella. “No tenía nada que ofrecerles a mis hijos. No podía mantenerlos”.

Una vez separados, Amber comenzó a notar que su exmarido se mostraba cada vez más enojado por pequeñas cosas. Gran parte de ese enojo era que Amber lo hubiera abandonado. Ella sentía que caminaba sobres brasas, nunca sabía qué podía dispararle un ataque de rabia feroz.

Mientras tanto, Amber consiguió un trabajo y empezó a tener algo de dinero para poder comprarle a los chicos pañales, útiles, ropa y juguetes. Había recuperado su autoestima y un poco de paz. Por el contrario, la salud mental de Timothy estaba en un espiral descontrolado. Había vuelto a beber y a consumir drogas. Una procesión de niñeras desfiló por su casa en ese largo año y medio. Dos de ellas declararían que él parecía un padre comprometido y maravilloso. Otras, sin embargo, habían detectado su costado más oscuro.

Una fue Chrystal Ballentine, una joven de solo 17 años que necesitaba trabajar porque tenía una hija pequeña. Empezó a cuidarlos y poco tiempo después se convirtió en su amante. Se mudó con ellos y empezó a acompañarlo a la estricta Iglesia Cristiana Fundamentalista. La relación comenzó a hacer agua rápidamente. Él insistía que Chrystal debía adoptar sus principios religiosos: usar largos vestidos, dejar crecer su pelo sin límite y ser obediente y sumisa con él. Chrystal rechazaba esas ideas y empezó a preocuparse por cómo él castigaba a los chicos: les “pegaba fuerte” y los “ponía parados en los rincones por largo rato” contó.

Timothy estaba convencido de que el castigo corporal era la medicina correcta para sus “cuerpos enfermos”. Pero lo que terminó de convencer a Chrystal que debía irse de allí fue que un día lo encontró preparando un látigo para usar con su propia hijita. Abandonó a Timothy sin dudar.

El hombre, cada vez más ofuscado y sintiéndose incomprendido contrató a otra babysitter: Joy Lorrick. Esta se espantó con el escenario de la casa rodante llena de ropa tirada por el suelo y basura acumulada. Timothy, trabajando fuera, no estaba pudiendo manejar en lo más mínimo la agenda familiar. Pero lo que más conmovió a Joy fueron los tremendos castigos corporales con los que Jones quería educar a sus hijos. Esos castigos incluían, por ejemplo, dejarlos sin comer. Un día, antes de que Joy terminara su horario laboral, los chicos le pidieron que no le dijera a su padre que ella les había dado de comer: temían que si se lo decía, él no les volviera a dar alimentos ese día.

En agosto de 2014, pocos días antes de los asesinatos, Joy se animó y llamó al Departamento de Servicios Sociales para informar sobre los abusos físicos y la privación de alimentos a los que esos niños eran sometidos.

Un pasado nada perfecto

Lo cierto es que la historia de Timothy Jones no era la que Amber había imaginado cuando lo conoció. Era todo menos perfecta.

La madre de Tim, Cynthia Turner, sufría esquizofrenia y vivió años en un psiquiátrico. Como ella estaba obsesionada con que no quería un hijo gordo, obligaba a Timothy a tomar grandes cantidades de laxantes y le daba muy poco de comer. También solía bañarlo con agua fría. Su padre, era apenas mejor: era alcohólico y tomaba drogas.

Timothy, que había resultado mentalmente brillante, a los 15 tuvo un grave accidente de auto que afectó el lóbulo frontal de su cerebro, el que maneja los impulsos. Hubo quienes dijeron que su falta de empatía y de sabiduría emocional venía de aquella época, pero no quedó probado.

En un momento de su juventud Timothy intentó ser un Navy Seal, un miembro de la fuerza especial de la Armada de los Estados Unidos. Duró solamente 8 semanas en el entrenamiento y fue despedido. Ocultó el motivo y cayó en un pozo depresivo. Empezó a consumir drogas e incluso cometió pequeños delitos como falsificar cheques de su padre y algunos hurtos. Pasó en prisión todo el año 2001. De la cárcel volvió totalmente cambiado: había encontrado la religión. Se dedicó con fanatismo a la Biblia. Se había convertido en un cristiano ultra devoto.

Esa fue la versión de Timothy que tropezó con Amber y la enamoró. Desconocía la profundidad del desastre de su vida anterior.

Huérfana de hijos

El juicio por el asesinato de los 5 hermanos Jones se llevó a cabo en 2019.

Amber Kyzer, la madre de las víctimas, llevaba una hora en el estrado cuando el fiscal le pidió que leyera la carta que había escrito a Merah, en marzo de 2014, sabiendo lo mal que estaban sus hijos por el divorcio. “Sentí que era mi manera de pedirles perdón por haber roto sus corazones, por su familia rota”, se justificó Amber y empezó a respirar profundo intentando controlarse. Cosa que finalmente no podría cuando comenzó a leer la carta: “Merah, mi dulce, dulce hija, sé que tu corazón está dolorido y que te sentís muy triste. Te quiero asegurar, dulce mía, que vos y tus hermanos son todo para mí. Mamá y papá están bendecidos por…”.

No pudo seguir leyendo. Se quebró inconsolable: “¡Mis hijos, mis hijos! Oh Diossss, ¡¡¡lo lamento tanto!!!”.ç

Los sollozos ahogados de Amber Kyzer en el estrado eran imparables. Estaba a 2 metros del asesino y padre de sus niños. Su ex marido Timothy Jones, de 37 años, no emitió sonido. Tuvieron que sacarla descompuesta de la Corte. El juez Eugene Griffith, del condado de Lexington, se paró y le hizo señas al jurado para que saliera de la sala.

Era el 20 de mayo de este año y llevaban 5 días de juicio cuando se dio este tristísimo momento que quedó grabado por las cámaras de tevé.

Timothy Jones, enfrentaba la pena de muerte por el crimen. En su confesión, que fue reproducida para los miembros del jurado, alegó haber matado accidentalmente a Nahtahn obligándolo a hacer demasiado ejercicio y admitió que a los otros cuatros los estranguló deliberadamente.

Aun así se declaró no culpable por estar mentalmente insano.

El crimen ocupa desde entonces el primer lugar en el ránking de asesinatos brutales y múltiples de la historia moderna del estado de Carolina del Sur.

Condena a muerte

Había varias cosas que estaban pasando desde el divorcio y que aparentemente Amber no sabía.

Nahtahn era siempre el más castigado por Timothy. De hecho, su muñeco favorito, un cowboy de madera de la película Toy Story, apareció aplastado hecho pedazos cuando la policía allanó la casa después de descubiertos los crímenes. La ira de Jones había golpeado con fuerza arrasadora también a aquello que su hijo había amado.

Se supo durante el juicio que, en mayo de 2014, hubo un reporte al Departamento de Servicios Sociales. En ese escrito Karen Leonhardt, del Saxe Gotha Elementary School donde asistía Nahtahn, dijo que el pequeño tenía moretones en el cuello y en los brazos. Leonhardt los había fotografiado y reportado temiendo abuso infantil.

También conmovió a los presentes enterarse que a la graduación del jardín de infantes de Nahtahn no había asistido ninguno de sus padres. El abandono afectivo había sido total.

La agencia estatal investigó a la familia 3 veces antes de que Timothy Jones los asesinara. El olfato no les funcionó en lo más mínimo.

Contrariamente a lo que se podría pensar Amber se opuso a la pena de muerte para su ex marido. Dijo que no deseaba ese dolor extra para la familia de él: “Personalmente le desgarraría la cara. Podría hacerlo (…) Pero no deseo eso para el resto de los Jones. No quiero que sientan lo que yo sentí al perder a mis hijos”.

También le contó al jurado los abusos que sufrió por parte de su ex marido frente a los pequeños: escupitajos, golpes en la cabeza y amenazas en las que prometía que la iba a cortar en pedacitos. Aun así reconoció que “mis hijos amaban a su padre”.

Por su parte, la madre y el padre de Timothy, se sumaron a lo que ella dijo y pidieron que no fuera condenado a muerte. La defensa del acusado argumentó que Timothy era la manzana podrida dentro de un cajón lleno de fruta en mal estado: en su familia había alcoholismo, abusos, incesto, intentos de suicidio, drogas. Todo ello sumado al estrés de un divorcio y a las demandas de 5 hijos.

Pero la acusación detalló que los planes de Timothy Jones para deshacerse de los cuerpos de sus bellos hijos incluían despedazar los cuerpos, sumergirlos en ácido para disolverlos o quemarlos. Esto se supo por las búsquedas que había hecho el acusado en google con su celular esa semana que había estado manejando a la deriva. Una de las cosas que googleó lo pinta de cuerpo entero: “cinco países sin tratados de extradición”. Estaba claro que estaba más preocupado por evitar la cárcel que arrepentido por sus horrendos crímenes.

El jurado no le creyó a Jones y sus abogados. El estrés forma parte de la paternidad y un divorcio no es motivo para tanta horror. Tampoco le creyeron que lo de Nahtahn hubiera sido un accidente o que su mente hubiera enloquecido. Para el jurado, el padre sabía exactamente qué estaba haciendo cada vez que usó brtulamente sus manos para matar, uno a uno, a sus hijos.

El jurado deliberó dos horas y lo sentenció a la pena capital, en forma unánime, el 13 de junio de 2019.

Timothy Jones, de 37 años, integra desde entonces, la fila de la muerte. Vive en una pequeña celda individual, en el correccional de Kirkland, y lleva puesto un mameluco verde que lo identifica como uno de los sentenciados a muerte. Comparte su vida con otros 38 reclusos que tienen igual condena.

Las manos de un padre deberían ser un refugio seguro e incondicional para cualquier hijo. Las de Timothy Jones fueron todo lo contrario. La compleja naturaleza humana, cada tanto, nos da un cachetazo inquietante y nos deja parados frente a una tragedia para la que no tenemos respuestas.

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