Investigó el crimen de su hijo por su cuenta y anotaba los avances en un cuaderno. Los asesinos fueron condenados, pero ahora podrían liberarlos antes de tiempo. Imperdible historia!!!!

El día que la vida se puso a temblar fue un viernes al mediodía. Corto, sencillo, atroz. Matías tenía 21 años y estaba atendiendo en la casa de computación donde trabajaba, en San Fernando, provincia de Buenos Aires. Entraron dos ladrones, pidieron el dinero de la caja y por una razón inexplicable (la locura de los asaltantes, un golpe maldito del azar, la frialdad de un asesino inclasificable) uno de ellos apretó el gatillo y mató al joven empleado. El tenía los brazos levantados. “Arriba las manos”, le dijeron. Y obedeció. Lo mataron estando así, con las manos arriba. En el local estaban el dueño, dos empleados más y tres clientes que hasta hoy no entienden por qué el ladrón disparó. No hubo resistencia. No hubo discusiones. No hubo forcejeo. Sólo una muerte rápida y estúpida. Sin sentido. Los ladrones escaparon y listo. Fin del hecho policial.
En ese punto quirúrgico es que empieza esta historia. La historia de la señora del cuaderno azul.
Graciela Pera de Díaz se enteró del asesinato de su hijo mayor cuando llegó a la morgue. Ella creía que iba a un hospital. Cuando sonó el teléfono en la casa familiar de Tigre, Carlos, su marido, le dijo que Matías había tenido un accidente. Pero enseguida cambió el argumento: “Parece que entraron a robar y le pegaron un tiro en una pierna”, le dijo, mientras salían a las corridas. “Esto es algo malo”, pensó ella. Pero no lo dijo. La angustia que le brotaba de las entrañas la dejó muda.
Después de la vorágine confusa y tormentosa de la morgue, la autopsia, el velorio, el entierro, se vino el mundo abajo. El domingo salieron del cementerio y el lunes a las 9 de la mañana Graciela estaba en la fiscalía de San Fernando para averiguar si tenían novedades sobre los asesinos de Matías. El fiscal le dijo que ellos iban a investigar, que tenían algo que podría ser y que se fuera a descansar.
Graciela le hizo caso esa vez. Llegó a su casa, se metió en la cama y no se levantó por tres meses.
“Mi marido me traía la comida ahí. Yo bajé de peso un montón. No podía ir a la mesa, porque Matías no estaba y yo no podía soportarlo. Estaba ahí, en la cama, pensando sin hacer nada. Tres meses así. Hasta que un día me levanté y me fui a la fiscalía a preguntar. No había novedades, y me dije: Esto no va ni para atrás ni para adelante… Y empecé a ir a la fiscalía todos los días”. No sabe ni cómo fue que se transformó en una fiscal paralela.

Primero se hizo fuerte, respiró hondo y volvió al negocio donde habían matado a su hijo. El dueño era el padre del mejor amigo de Matías. Habló con él una y otra vez. Le preguntó de todo. Y un día el hombre le contó que una mujer había pasado por el negocio y le había dicho que ella sabía quiénes habían matado al chico.

Graciela fue a la fiscalía para ver quién era la mujer, pero le dijeron que era una testigo de identidad reservada y que no le podían decir nada sobre ella, excepto que vivía en la Villa Garrote. Ella averiguó dónde daban planes sociales para los vecinos de esa villa. Y fue. Y preguntó a uno, y a otro, y a otro. Y así llegó a Raúl, un albañil que podía tener datos. Lo buscó en un bar, en la villa, en cualquier lado, mientras le decía a su marido que estaba en la fiscalía o que salía a tomar aire. Raúl contestaba con evasivas pero ella insistía una y otra vez. Dejaba el auto a siete cuadras de la villa y se metía. Y finalmente supo que la señora que sabía lo que ella quería saber se llamaba Mónica, y que un hermano suyo tenía una despensa en Tigre. Fue suficiente.
“Empecé a recorrer todas las avenidas de Tigre buscando almacenes, hasta que llegué a una, entré y me presenté. Cuando decís que vas por una causa de homicidio lo único que quieren es que te vayas cuanto antes. Y este hombre dudó, y me dijo que sí, que Mónica era su hermana. Y ahí le dije: ‘Yo no te voy a molestar para nada. Lo único que quiero es hablar 5 minutitos con ella’. Y él me dio la dirección”.
Ya se había hecho de noche. Graciela hubiera ido ahí mismo, pero pensó que en casa ya sospechaban de sus excusas y ella debía seguir adelante. Tenía miedo de que su marido le dijera que todo era una locura, que dejara hacer al fiscal y a la Policía, que no se metiera más en villas y menos sola, y todo lo que el sentido común le decía a ella misma que debía hacer. Pero no había caso. Volvió a su casa esa noche. Fingió que dormía, esperando el amanecer. “Voy a la fiscalía”, le dijo a su marido de nuevo, al levantarse. Y se fue a buscar a Mónica.
“Ubiqué la dirección, golpée y me abrió una mujer. Era ella. Se quedó helada, pero me hizo pasar, me dio un té y hablamos. Enseguida supe que sabía mucho más que lo que había dicho, y yo le dije que me tenía que ayudar”.
Mónica había declarado que ella tenía un almacén en la villa y que otra persona le aseguró haber escuchado a dos jóvenes que tomaban una cerveza. “Mirá lo que hiciste, pelotudo. Hiciste cagar a un pendejo”. Que fue el día del crimen y que podía aportar una vaga descripción de los jóvenes que hablaban. Pero a Graciela le dijo la verdad: que ella misma fue la que los escuchó, y que conocía a los que hablaban. También, que tenía pánico de delatarlos.
Graciela aceleró. “Hablé como dos horas hasta que la convencí. Quedamos para el día siguiente y otra vez no dormí. Tenía miedo de que se arrepintiera, que se fuera de la casa, porque los miedos de ella yo los entendía perfectamente… La pasé a buscar al otro día y ahí estaba. Una mujer de una nobleza increíble. ‘Yo le di mi palabra’, me dijo, y vino conmigo”.
“Cuando llegamos, el fiscal no lo podía creer. Estuvieron un rato a solas y luego el fiscal me hizo pasar. Y Mónica contó todo…”.
A esa altura, Graciela andaba todo el día con un cuaderno azul grande, con espiral. Caminaba abrazado a él como si fuera el expediente. Su expediente. Ahí anotaba todo: nombres, direcciones, testigos, situaciones, pensamientos de ella acerca de cómo pudieron haber sucedido las cosas. También desgrabaciones de cintas que ella grababa cuando hablaba con determinados testigos. Ya era octubre de 2005. Había pasado un año y siete meses del crimen, y los datos del cuaderno azul tomaban forma. Ya eran más que palabras despatarradas, iluminadas por tramos con un resaltador bordó. Ahora eran rostros, voces, casas donde vivía gente, olor a comida, pasillos embarrados de la villa.

Con todos esos datos llegó a un primo hermano del asesino de Matías. Contó que “El Negro Fernández” le dijo que había matado al chico de la casa de computación y que lo hizo acompañado por Chanín Albermajer, un ladrón que había estado tres años y ocho meses preso en Bahía Blanca por robar un banco con un arma de guerra. Salió de la cárcel en enero de 2004 y en marzo fue a asaltar el negocio de Matías.
Todo fue quedando registrado en el cuaderno.
Graciela siguió. Después encontró a un hombre de la villa y él le dijo que uno de los asesinos de su hijo tenía un tatuaje tumbero: un duende enano fumando marihuana.
Un vecino del negocio donde trabajaba Matías vio ese tatuaje en el brazo de uno de los ladrones. Tenía miedo de declarar. Graciela lo llamó todas las noches a las diez, durante 30 noches seguidas. Hasta que el hombre aceptó declarar. El fiscal vio en la carpeta de antecedentes que ése era el tatuaje que tenía Chanín. Las pruebas se sumaban.
En la villa, Graciela obtuvo el dato final. Chanín estaba trabajando en un mercado de la ruta 202. Y se fue para allá. Sola. Sin tener idea de lo que hacía, agarró un arma de juguete y la acomodó en una cartera de jean, como para que quedara a la vista.
“Fui al puesto de verduras a las 8 de la mañana. Pregunté por Chanín, cerré los ojos y, cuando los abrí, venía caminando hacia mí. Le digo qué tal, como estás. Yo soy la mamá de Matías, el chico que vos y el Negro Fernández mataron en la casa de computación. Me dice No señora, yo no tengo nada que ver. Yo tenía ganas de romperle la cabeza pero seguí hablando. El me dice que me había visto caminando por la villa y que estuvo tentado de venir a hablarme pero no lo hizo. Vio cómo son las madres, me dijo. Le dije Bueno, hablame ahora. Me dijo Yo, señora, le tengo miedo a usted.

-Y por qué me vas a tener miedo.

-Porque si usted vino hasta acá es capaz de cualquier cosa.

El juicio oral fue el 28 de febrero de 2008, con El Negro Fernández y Chanín Albermajer sentados en el banquillo. Duró tres días. El Negro fue condenado a 18 años de cárcel. Chanín, a 17. Graciela, su marido y su hijo menor lloraban entre el público. Ella abrazaba sobre el regazo su cuaderno azul.
Ahora supo que uno de los condenados acaba de pedir la libertad por haber cumplido las dos terceras partes de la pena. Y el otro lo hará el mes que viene. Graciela empezó a moverse de nuevo: ya averiguó que el informe del Servicio Penitenciario fue negativo. “Ahora tengo que luchar para que cumplan hasta el último día que les corresponda”, dice, inclaudicable. Invencible.
Graciela hace terapia, natación, yoga, teatro. En 2012 se recibió de locutora. “Mi única preocupación es que no salgan antes de tiempo. La pena se agota en 2020, pero no creo que lleguen… Yo ahora lucho para ser parte ante el juez de Ejecución Penal y oponerme a la liberación anticipada”.
Y entonces llega el domingo. “Tengo toda la ropa de Matías guardada. Fotos. Videos de nuestras vacaciones en carpa. La colección de El Gráfico de la época de Bianchi, porque Matías era fanático de Boca. Todavía tiene una camiseta firmada por Riquelme y otra por Batistuta. Están ahí, las tiene en el ropero”.
Las tiene, dice la señora del cuaderno azul, que ahora se prepara para las páginas que vienen. Las camisetas son de Matías para siempre. Graciela dice también que nunca lo extraña tanto como los domingos. Como hoy.

 

Fuente: Clarín

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