Una perimetral no se le niega a nadie: el resguardo de las víctimas impone plazos muy breves para su dictado, pero genera una porosidad que permite la filtración de denuncias falsas.

El sistema de protección contra la violencia familiar establece dispositivos de resguardo para las víctimas, por lo general, mujeres y niños. A partir de una módica comunicación a los organismos correspondientes, el denunciante obtiene, en plazos sorprendentemente veloces para la justicia argentina, una medida cautelar que generalmente consiste en una prohibición de acercamiento y contacto del presunto agresor hacia la presunta víctima.

Señalo en ambos casos a presuntos protagonistas, ya que, en esta etapa, las medidas de protección -que en derecho se llaman cautelares- son dictadas, en la práctica, a partir de los dichos del denunciante, superficialmente evaluados y sin necesidad de prueba alguna.

Así, gracias a una anomalía estructural del sistema, aparecen hendijas legales a través de las cuales se ponen en funcionamiento los dispositivos de resguardo sin que existan razones objetivas que lo justifiquen. Suena a una especie de “ring-raje” procesal, pero es bastante peor que eso.

Recientemente, el destacado escritor Fabián Casas publicó una crónica de su calvario titulada “Alguien hizo un ostracón con mi nombre”.

Pesa sobre él una prohibición de contacto con sus hijos decretada a raíz de una acusación de violencia familiar. Su relato acerca de las emociones que le genera la prohibición de ver a sus hijos es desgarrador. La nota de Casas me provocó una curiosa sensación, que si fuera menos ominosa bien podría calificar de borgeana: las reflexiones del falso denunciado son tan crudas que suenan ficticias, mientras que seguramente la narrativa de la denuncia ficticia está tan bien diseñada que parece real.

Como hubiera querido Richelieu, es el mal muy bien hecho.

Las denuncias falsas, como diría un milennial empleando uno de los términos más logrados de su insurgente léxico, son “falsas mal”. (¿Acaso algo podría ser falso bien? La falsedad tiene en todos los ámbitos una connotación descalificatoria, y por eso lo falso está siempre mal. La falsa denuncia es falsa mal porque además de perseguir una intervención destructiva en el vínculo paterno filial lo hace valiéndose de un relato agraviante que cuestiona la salud mental o la conducta moral del denunciado (o ambas).

Las denuncias de violencia generan efectos catastróficos a las pocas horas de presentadas. Su sustanciación demanda meses o años, con el niño separado del progenitor denunciado. Estadísticamente, la abrumadora mayoría de los denunciados son los padres.

Casi todas las denuncias falsas de violencia son admitidas. ¿Por qué? A nadie se le ocurre ir por los tribunales derramando pedidos de quiebra, denuncias de homicidio o demandas de desa-lojo si no hay una deuda impaga, una persona asesinada o un inmueble ocupado. Esa prudencia parece ausente en los denunciantes de violencia familiar: todas las denuncias prosperan.

La prevención de la violencia familiar requiere de acciones urgentes, inmediatas y efectivas, semejantes a la activación de un disyuntor: primero cortamos la corriente, después vemos.

Sin embargo, la necesidad de respuesta inmediata genera en el sistema una porosidad que permite la filtración de denuncias falsas, animadas por propósitos que integran un catálogo de miserias humanas que van desde la extorsión económica lisa y llana hasta la simple evacuación de resentimientos post conyugales.

La denuncia falsa de violencia deviene en una situación de violencia real hacia el progenitor falsamente denunciado y el hijo injustamente alejado de aquélLa denuncia falsa de violencia deviene en una situación de violencia real hacia el progenitor falsamente denunciado y el hijo injustamente alejado de aquél

La denuncia falsa de violencia deviene en una situación de violencia real, que recae sobre dos víctimas: el progenitor falsamente denunciado y el hijo injustamente alejado de aquél. Mientras tanto, la verdad es siempre impuntual y la reparación insuficiente para mitigar la lacerante sensación de pérdida, injusticia e impotencia que ocupa cada minuto, de cada hora, de cada día de un padre injustamente acusado.

¿Cómo evitar las consecuencias trágicas que derivan de una denuncia falsa sin arriesgarse a las consecuencias trágicas que puede provocar la desatención de una denuncia verdadera?

El color de la mentira y de sus abogados

Es inútil el intento de resistir procesalmente las medidas de protección que -en principio justificadamente- se dictan apenas presentada una denuncia. En general, las imputaciones verdaderas coinciden con las falsas en el léxico que emplea el denunciante, en la escasez de evidencias, en la verosimilitud que se les atribuye y en la evaluación de riesgo por parte de los organismos de intervención temprana. También son iguales las medidas de seguridad que ordenan los tribunales para unas y otras.

El denunciante falso inspira su relato en el de una víctima real y sólo pruebas tales como marcas corporales o testigos directos (generalmente ausentes) suministran evidencias inmediatas y categóricas.

Las denuncias falsas y las verídicas ingresan por la misma puerta, reciben idéntico tratamiento y dan lugar al dictado de iguales medidas. Los mentirosos no vienen pintados de otro color. Tampoco sus abogados.

Además de la devastación emocional que provoca una denuncia falsa, el aprovechamiento disfuncional de las herramientas de prevención consume recursos escasos y alimenta el desprestigio social del sistema y de la Justicia en general. Todo por un defecto de fábrica: la ineptitud para distinguir lo verosímil de lo verdadero.

Desautorizando a Serrat, esta verdad es triste pero sí tiene remedio. En términos menos melódicos: existen recursos para amortiguar las consecuencias de la incapacidad del sistema para repeler denuncias falsas o para desarticular rápidamente sus efectos.

No hay que esperar demasiado de las primeras intervenciones diagnósticas que, por lo general y con fundamentos concisos, funcionan como anticipo benevolente de las órdenes judiciales de restricción. Es fuertemente recomendable la designación, tan pronto como sea procesalmente posible, de peritos de parte que supervisen la metodología, conclusiones y propuestas de los expertos oficiales. Aunque costosa, su intervención oportuna impide que el proceso continúe en base a premisas técnicamente cuestionables.

No sirve resolver la cuestión en base a la arquitectura de un litigio tradicional, es decir mediante el recorrido de la secuencia demanda – contestación – prueba – sentencia, que concluye con el éxito de uno y la derrota del otro. Una correcta selección de prioridades obliga a aceptar transitoriamente la aplicación de los dispositivos de emergencia aun cuando se hayan activado a partir de una denuncia mendaz.

Aunque no conduce al levantamiento inmediato de medidas restrictivas, un abordaje (posible aunque menos ambicioso) consiste en lograr que la severidad de las medidas se proporcione a la gravedad cierta de cada caso. (Por ejemplo, un régimen de comunicación asistida, es decir bajo la supervisión de terceros). Con ello, se logra la subsistencia del contacto bajo una modalidad segura.

Si las reglas de conducta que imponen los tribunales apuntan a proteger y no a castigar, la prohibición de cualquier tipo de comunicación resulta innecesaria e injusta en muchos de los supuestos. Nada agrega a la seguridad del niño en riesgo la prohibición de que el padre conserve el contacto a través de medios como correos electrónicos y aplicaciones de mensajería, método que al mismo tiempo permite mantener relativamente activo el vínculo y monitorear el contenido de las comunicaciones.

Los regímenes de comunicación asistida en el primer caso o restringida en el segundo, son razonables, ya que implican proteger a la presunta víctima sin suprimir del todo el contacto de esta con el progenitor denunciado. Sin embargo, hay una clara resistencia de los tribunales a aceptar regímenes cautelares morigerados, como si sólo la supresión de todo contacto garantizara la integridad del niño o niña “en peligro”.

Por último, la cuestionable tendencia a confundir el resguardo de la víctima con la abolición del vínculo deviene absurda cuando las restricciones afectan, sin ningún motivo, el derecho a la información del progenitor. Para la ley, sólo excepcionalmente un padre o una madre pierden el derecho de estar informados respecto de su estado de salud, desempeño educativo y otras cuestiones similares, así como el de tener acceso a docentes, autoridades escolares, médicos, psicoterapeutas y otros profesionales de la salud tratantes de los menores.

Tampoco existen motivos para que el padre denunciado sea excluido de las listas de destinatarios de correos electrónicos que se emplean en colegios y clubes, o para que dejen de ser invitados a reuniones de padres.

A pesar de que las disposiciones legales son claras, los denunciantes falsos hacen un aprovechamiento oportunista de la situación para hacer alarde de poder y potenciar injustificadamente los efectos obstructores de las medidas cautelares. Contribuye a esa situación la reticencia (espontánea o inducida) de terceros, como autoridades de colegios y profesionales tratantes de los niños, para suministrar información al progenitor denunciado.

Queda pendiente, para una próxima nota, el desarrollo de algunas ideas orientadas a promover más allá del tratamiento de casos particulares, la solución sistémica de este problema también sistémico.

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